por Henri Meschonnic
(Traducción: Raquel Heffes)
Hoy para ser sujeto, para vivir como sujeto, necesito hacer lugar al poema. Un lugar. Lo que a mi alrededor veo llamar poesía en su mayor parte tiende extrañamente, insoportablemente, a negarle un lugar, su lugar, a lo que llamo un poema.
Hay, en una poesía a la francesa, por razones no ajenas al mito del genio de la lengua francesa, institucionalización del culto que se le rinde a la poesía que produce la ausencia sistemática del poema. Modas siempre hubo. Pero esta moda ejerce la presión de un cúmulo de academicismos. Presión atmosférica: el espíritu de la época.
Contra esta asfixia del poema por la poesía, hay necesidad de manifestar, de manifestar el poema, una necesidad que algunos sienten periódicamente, de hacer salir una palabra asfixiada por el poder de los conformismos literarios que no hacen más que estetizar esquemas de pensamiento que son esquemas de sociedad.
Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y son tomados como de la poesía.
Contra todas las poetizaciones, digo que hay un poema sólo si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida.
Digo que sólo así la poesía, como actividad de los poemas, puede vivir en la sociedad, hacer en la gente lo que solo un poema puede hacer y que sin eso, no sabrán incluso que se desubjetivan, se deshistorizan para no ser ellos mismos más que productos del mercado de sentimientos, y de comportamientos.
Mientras que la actividad de todo lo que es poema contribuye, como sólo ella puede hacerlo, a constituirlos como sujetos. No hay sujeto sin sujeto del poema. Ya que si falta el sujeto del poema entre los demás sujetos de los cuales cada uno de nosotros es la resultante, hay a la vez una falta específica y la inconciencia de aquello que falta, y esa falta alcanza a todos los demás sujetos. A los trece de la docena que somos. Y no es el sujeto freudiano el que los va a salvar. O el que va a salvar al poema.
Sólo el poema puede unir, contener el afecto y el concepto en un solo bocado de palabra que agita, que transforma las maneras de ver, entender, sentir comprender, decir, leer. De traducir. De escribir. En donde el poema es radicalmente diferente del relato, de la descripción. Que nombran. Que quedan en el signo. Y el poema no es del signo.
El poema es el que nos enseña a no valernos más del lenguaje. El único que nos informa que, en contra de las apariencias y costumbres del pensamiento, no nos valemos del lenguaje.
Lo que no significa que, según una mecánica de reversibilidad, el lenguaje se valga de nosotros. Que, curiosamente, tendría más pertinencia, a condición de delimitar esa pertinencia, a las típicas manipulaciones, como las que corrientemente provienen de la publicidad, la propaganda, el todo comunicacional, la no información, y todas las formas de censura. Pero entonces no es el lenguaje el que se sirve de nosotros. Son los manipuladores, que agitan las marionetas que somos entre sus manos, son ellos los que se valen de nosotros.
El poema en cambio hace de nosotros una forma-sujeto específica. Activa en nosotros un sujeto que no seríamos sin él. Eso, por el lenguaje. En ese sentido nos informa que no nos valemos del lenguaje. Pero devenimos lenguaje. Ya no es posible conformarse con decir, sino a modo de anticipo, pero muy vago, que somos lenguaje. Más preciso es decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Cuestión de sentido. Del sentido del lenguaje.
Pero sólo el poema que es poema nos enseña. No el que se parece a la poesía. Ya lista. De antemano. El poema de la poesía. Él, es parte de nuestra cultura. Variable también. Y en la medida en que nos engaña, haciéndose pasar por un poema, es un nocivo. Porque confunde a la vez la relación de nosotros mismos como sujeto y la relación de nosotros mismos deviniendo lenguaje. Y ambos son inseparables. Ese producto tiende a hacer de nosotros un producto. En lugar de una actividad.
Es por eso que la actividad crítica es vital. No destructiva. No, constructiva. Constructiva de sujetos. Un poema transforma. Nombrar, describir, no valen nada en el poema. Y describir es nombrar. Por eso el adjetivo es revelador. Revelador de la confianza en el lenguaje, y la confianza en el lenguaje nombra, no cesa de nombrar. Atiendan a los adjetivos.
Es por eso que celebrar, tan frecuentado por la poesía, es enemigo del poema. Porque celebrar, es nombrar. Designar. Desgranar substancia según el sagrado rosario instituido por la poesía. Y al mismo tiempo aceptar. No sólo aceptar el mundo tal como es, el innoble “no tengo más que cosas buenas para decir” de Saint-John Perse, sino aceptar todas las nociones de la lengua a través de las cuales está representado. El impensable vínculo entre el genio del lugar y el genio de la lengua.
Un poema no celebra, transforma. Es así que tomo lo dicho por Mallarmé: “La poesía es la expresión, por el lenguaje humano remitido a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los aspectos de la existencia: dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la única labor espiritual” Ahí donde algunos que creen que está pasado de moda.
Para el poema, reservo el supremo rol del ritmo en la constitución de sujetos-lenguaje. Porque el ritmo ya no es más, aunque algunos iletrados no se hayan percatado, la alternancia del pan-pan en la mejilla del metrista metrónomo. El ritmo es la organización-lenguaje del continuo del que estamos hechos. Con toda la alteridad que funda nuestra identidad. Vamos, metristas, no necesitan más que un poema para perder el equilibrio.
Porque el ritmo es una forma-sujeto. La forma-sujeto. Que renueva el sentido de las cosas, que es por él que accedemos al sentido del que tenemos que deshacernos, que todo a nuestro alrededor se hace de deshacerse y que, acercando esa sensación de todo en movimiento, nosotros mismos somos una parte de ese movimiento.
Y si el ritmo-poema es una forma-sujeto, el ritmo no es más una noción formal, la misma forma no es más una noción formal, la del signo, sino una forma de historización, una forma de individuación. Abajo la vieja dupla de forma y sentido. Es poema todo lo que, en el lenguaje, realice ese recitativo que es la máxima subjetivación del discurso. Prosa, verso, o línea.
Un poema es un acto de lenguaje que tiene lugar sólo una vez y recomienza sin cesar. Porque hace sujeto. No deja de hacer sujeto. De uno. Cuando es una actividad, no un producto.
Manera más rítmica, más lenguaje, de transponer lo que Mallarmé llamaba “autenticidad” y “estadía”. Estadía, término todavía muy estático para expresar la inestabilidad misma. Pero “única tarea espiritual”, sí, diría todavía sí, en este mundo llevado por la vulgaridad de los conformistas y el mercado del signo, o entonces renunciar a ser un sujeto, una historicidad en curso, para ser sólo un producto, un valor de recambio entre otras mercancías. Lo que la tecnificación del todo comunicacional no deja de acelerar.
No, las palabras no están hechas para designar cosas. Están para situarnos entre las cosas. Verlas como designaciones, es demostrar que tenemos la más pobre idea del lenguaje. La más común también. Es el combate, el mismo de siempre, del poema contra el signo. David contra Goliat, Goliat, el signo.
Por eso creo también que se equivocan al vincular ahora y siempre, en Mallarmé, « la ausente de todo ramo » a la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando se opone a la « verdadera vida » de Rimbaud. Es quedar en el discontinuo del lenguaje opuesto al continuo de la vida. Mallarmé sabía, él, que sobre una piedra « las páginas se volverían a cerrar mal”
Aquí es donde el poema puede y debe derrotar al signo. Devastar la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo sólo nos da a ver. Es sordo y ensordece. Sólo el poema nos puede conectar con la voz, hacernos pasar de voz en voz, volvernos un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y el continuo de esa escucha incluye, impone un continuo entre los sujetos que somos, el lenguaje en el que devenimos, la ética en acto que es esa escucha, de donde una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.
De allí lo irrisorio del interminable retorno de los poetas al poetismo torre de marfil, en Hölderlin, de «el hombre habita [o vive] poéticamente en esta tierra – dichterisch wohnt der Mensch auf dieser Erde», un Hölderlin atravesado por la esencialización Heidegger, donde se encuentra un pseudo-sublime a la moda. No, por supuesto. El hombre vive semióticamente en esta tierra. Más que nunca. Y no crean que la emprendo contra Hölderlin. No, la emprendo contra el efecto Hölderlin que no es lo mismo. Contra la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (y el neo-pindarismo que destila, y está de moda) y la esencialización de la ética y la política.
El poetismo es la coartada y el mantenimiento del signo. Con su cita-cliché de rigor, la rueda de oración de la poetización: “y para qué poetas en tiempo de miseria- und wozu Dichter in dürftiger Zeit?»
Es contra –y sí, es así- lo que se necesita del poema, otra vez del poema, siempre del poema. Del ritmo, otra vez del ritmo, siempre del ritmo. Contra la semiotización generalizada de la sociedad. De la que algunos poetas han creído, o simulan, escapar por lo lúdico. Miseria poética más que tiempos de miseria.
Hay que pensar la claridad del poema. El desafío parte de allí, de la necesidad de apartar a Mallarmé de interpretaciones que lo hacen recaer continuamente en el signo, tomando cuarenta años después las mismas palabras, la “desaparición elocutiva del poeta”. Pero nunca “el poema, enunciador”. Mallarmé-síntoma. Reducido solo a cuestiones de sentido. Lo que permite continuar viéndolo como un poeta difícil. Obscuro. Ningún cambio, o muy poco, desde Max Nordeau. Siempre los imbéciles del presente.
Replegando a Mallarmé sobre su época. Doblemente encerrado Mallarmé, en el signo y en el simbolismo. Vetusteces, “la explicación órfica de la Tierra”. El modo complaciente de continuar sin pensar el poema. Todo a costa de sacralizar la poesía.
La apuesta, de hacer escuchar la oralidad y la claridad de Mallarmé, es el poema. Contra la estupidez erudita del signo.
La apuesta de sugerir en lugar de nombrar, como un universal del poema. Por lo tanto un universal del lenguaje. No se puede ser más claro, como él decía, “trabajar con el misterio en vista del más tarde o del jamás”
Entonces, al contrario de aquellos que ya no creen en la palabra de Mallarmé sobre “la explicación órfica de la Tierra” y sin perder más tiempo en algunos descriptivistas enumeradores de nombres de ciudades, diré que el poema, el más pequeño poema, una copla española, es el relevo del desafío postergado, eludido por el “Libro” no realizado de Mallarmé, esencializando la poesía, en lugar de escuchar las formas incesantemente renovadas de la “Odisea moderna” en el mismo Mallarmé, en lo que él ha escrito más que en lo que él no ha escrito, y en todas las voces que han sido su propia voz.
Porque con cada voz, Orfeo cambia, y recomienza. Una Odisea recomienza. Tienen que escucharla, hombres de poca voz.
Con un poema, no es una visión que se pone en marcha, como toda una tradición poética primero, poetisante después, pudo creer. Sino “el único deber del poeta”, por volver a Mallarmé, ya que en principio hay uno, y sólo el poema nos puede dar lo que sólo él hace, la escucha de todo lo que uno no sabe que oye, de todo lo que uno no sabe que dice y de todo lo que uno no sabe decir, porque cree que el lenguaje esta hecho de palabras.
Orfeo fue uno de los nombres de lo desconocido. Un error grosero y común es considerarlo adosado al pasado. Mientras que eso que designa continúa en cada uno de nosotros.
Y la Odisea, la “Odisea Moderna” de la que habla Mallarmé, otro error grosero ha sido y sigue siendo, confundirla con los viajes y sus relatos, con la calcomanía de las epopeyas y el prejuicio reinante. Lo mismo que confundir lo monumental y lo sobredimensionado. El poema muestra que la odisea está en la voz. En toda voz. La escucha es su viaje.
Y si la escucha es el viaje de la voz, queda anulada entonces la oposición académica entre lirismo y epopeya. Así como la definición, ya tomada por Poussin de un italiano del siglo XV, antes que la repita Maurice Denis, de la pintura como “colores ensamblados en cierto orden” anula de antemano la oposición entre lo figurativo y lo abstracto.
Queda solamente: es una pintura, o no es una pintura. Como ya lo decía Baudelaire. Es un poema o no es un poema. Parece. Hace todo por parecer. Por parecerse a la poesía. Por parecerse al pensamiento. Ya que hay un poema del pensamiento, o no hay más que un símil. Mantenimiento del orden.
Sí, en un sentido nuevo, todo poema, si es un poema, una aventura de la voz, no una reproducción variable de la poesía del pasado, contiene la epopeya. Y deja para el museo de las artes y tradiciones del lenguaje la noción de lirismo que algunos contemporáneos han intentado retomar al estilo del momento haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: confusiones entre el je y el moi, entre la voz y el canto, entre el lenguaje y la música, en la común ignorancia del sujeto del poema. Confusiones, es cierto, que el pasado mismo de la poesía contribuyó a crear.
Pero el poema da señal de vida. Eso que se le parece, porque quiere tener poesía, tener la apariencia si no tiene el ser, da señal de libro.
Consecuencia: esta confrontación retoma la que comúnmente se hace entre la vida y la literatura. Y un poema es lo más opuesto a la literatura. En el sentido del mercado del libro. Un poema se hace en la reversibilidad entre una vida que ha devenido lenguaje y un lenguaje que ha devenido de la vida.
Fuera del poema abundan pretensionismos de toda índole, esos montajes que continúan repitiendo el contrasentido tan difundido sobre la frase de Rimbaud “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “Replicaré frente a la agresión que los contemporáneos no saben leer” de Mallarmé. De nuevo es el imbécil del presente que habla, en ese contrasentido. El mismo imbécil del lenguaje.
Un poema está hecho del verso al que se va, que no se conoce, y el que se deja atrás, que es vital reconocer.
Para un poema, hay que aprender a impugnar, a trabajar con toda una lista de impugnaciones. La poesía cambia si se la impugna. Como el mundo cambia por aquellos que lo impugnan.
Entre mis impugnaciones pongo: no al signo y a su sociedad. No a esta mediocridad pomposa que confunde el lenguaje y la lengua, y habla de la lengua sin saber qué dice, de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto, y de una relación esencial entre el alejandrino y el genio de la lengua francesa. No olviden respirar en todas las doce sílabas. Metrifiquen el corazón. Mitología que sin duda no es ajena al retorno jugado por lo lúdico, a la moda de la versificación académica. Y si fuera para hacer reír, fracasó. Ya Aristóteles había señalado a los que escriben en verso para ocultar que no tienen nada para decir.
No al consenso-signo, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo.
No, no vamos a las cosas. Puesto que no dejamos de transformarlas o de ser transformados por ellas, a través del lenguaje.
No a la fraseología poetisante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre la poesía y el mundo exterior. Que lleva a hablar de. A Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. No es el mundo el que está allí, es la relación con el mundo. Y esa relación es transformada por el poema. Y la invención de un pensamiento es ese poema del pensamiento.
No, la poesía no está en el mundo, en las cosas. En contra de lo que han dicho los poetas. Imprudencia de lenguaje. Sólo puede estar en el sujeto que está sujeto al mundo y sujeto al lenguaje como sentido de la vida. Se confundía el sentido de las cosas con las cosas mismas. Una confusión que lleva a nombrar, a describir. Ingenuidad pronto sancionada. La prueba, si hiciera falta, de que la poesía no está en el mundo, es que los no-poetas están en él como los poetas, y no hacen un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y sigue siendo caballo.
Vivir no basta, todo el mundo vive. Sentir no basta. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia no basta. Para que haya un poema.
No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es lo contrario: la exigencia de un sentido que no está allí, y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambia nuestra relación con el mundo.
Si vivir precede a escribir, la vida es sólo la vida, la escritura es sólo literatura. Y se nota. Al menos hay que aprender a reconocerlo. La enseñanza debería contribuir a eso.
No al ver cautivo para oír. Los poetas creyeron hablar de poesía poniendo todo a la vista, bajo la mirada. Falta de sentido del lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que encubre su propio impensado. La gran oposición pasa entre el pensamiento por preconceptos, y pensar su voz, tener su voz en el pensamiento.
No al rimbaudismo que ve a Rimbaud- la poesía en su partida fuera del poema.
No cuando se opone interior y exterior, lo imaginario y lo real, esa evidencia aparentemente indiscutible. Impide pensar que nosotros somos la relación entre ambos.
No a la metáfora capturada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una manera de girar a su alrededor, lo lindo, en lugar de ser la única manera de decir.
No a la separación entre el afecto y el concepto, ese cliché del signo. Que no hace solamente el simil -poema sino el simil- pensamiento.
No a la oposición entre individualismo y colectividad, ese efecto social del signo, ese impensado del sujeto, por lo tanto del poema, que hace de la literatura, de la poesía un juego de sociedad, esa vulgar cantinela del renga- pretendidos poemas que se han hecho a montones.
No a la confusión entre subjetividad, esta psicología, donde el lirismo queda preso, esos metros que hacemos cantar, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema.
No, no cuando se opone, muy cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque hay, desde hace mucho tiempo, un academicismo de la transgresión como hay un academicismo de la tradición. Y porque, en los dos casos, se opone lo moderno a lo clásico, mezclando lo clásico a lo neo-retro-, y en los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que todo el tiempo ha hecho el poema, y que remite estas oposiciones a su confusión, a su impensado, que enmascara lo perentorio del mercado.
No también a la simplificación que opone lo fácil y lo difícil, la transparencia a la obscuridad, a los clichés sobre el hermetismo. El signo es allí para muchos, el que irracionaliza su propio impensado, el que lo vuelve en efecto oscuro. Su claridad es oscura. Como la claridad francesa. Pero el poema, no se engaña con ese viejo truco.
No a la poesía en la mira del poema, porque pronto es una intención. De poesía. Que por lo tanto sólo puede dar literatura. Poesía de poesía que no tiene más de poesía que el sujeto filosófico de sujeto del poema.
Manifestar no es dar lecciones, ni predecir. Hay manifiesto cuando hay algo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar más. Por eso es intolerante. El dogmatismo blando, invisible, del signo, él, no pasa por intolerante. Pero si todo en él fuera tolerable, no habría necesidad de un manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. A riesgo de pasar por incongruente. Sin riesgo, tampoco habría manifiesto. El liberalismo no muestra que es la ausencia de libertad.
Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar también es un riesgo. Pensar eso que es un poema. Lo que hace de un poema un poema. Lo que debe ser un poema para ser un poema. Y un pensamiento para ser pensamiento. Esta necesidad, pensar inseparablemente el valor y la definición. Pensar esta inseparación como un universal del poema y el pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad.
Aún si este pensamiento es particular, por principio siempre tuvo lugar en una práctica, será necesariamente verdadero siempre. No es entonces en absoluto una lección para lo que llamamos el siglo venidero. Sólo el resultado académico del siglo. Este efecto de lenguaje, el efecto-temporalidad del signo. El discontinuo del secularismo.
En suma, el poema manifiesta y hay a manifestar por el poema el rechazo a la separación entre el lenguaje y la vida. Reconocerla como una oposición no entre el lenguaje y la vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Lo que restituye el pretendido entredicho de Adorno (que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), que algunos piensan en invertir haciéndole jugar ese rol de inversor a Paul Celan, mientras ellos siguen en el mismo impensado, que Wittgenstein mostraba por el ejemplo del dolor. Eso no se puede decir. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene.
Estas impugnaciones, todas estas impugnaciones son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que vivir se transforme en poema. Para que un poema transforme el vivir.
El colmo, en esto que adquiere visos de paradoja, es que no se trata más que de obviedades. Pero desconocidas. Es lo cómico del pensamiento.
Pero solamente por estas impugnaciones, que son latidos del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, es que siempre hubo poemas. Y que un pensamiento del poema es necesario al lenguaje, a la sociedad.
NOTA BENE: ésta, del 2 de noviembre de 1999, constituye la segunda y provisoriamente definitiva versión.
(Fuente: http://trazofreudiano.com/)