Mamá decía que le encantaba sentarse en la ventanas de los bares y quedarse mirando la gente que pasa por la vereda, los que están sentados en la barra, los mozos, y pensar cómo es la historia de cada uno; descubrir en el dibujo que forman las arrugas a los costados de los ojos, cuál fue el camino, cuáles los amores y los golpes que lo fueron tallando, que encorvaron esa espalda, que pulieron ese brillo en la mirada. Esta tarde mientras hacía tiempo para ver a mi editora, me senté en una mesa en la ventana del bar que está en la esquina de Canning cerca de Santa Fe, sin pensarlo pedí una lágrima -mamá siempre pedía lágrima- y me puse a revisar fotos y dibujos buscando la imagen para la tapa del libro. Estaba pensando en muchas cosas y me costaba concentrarme; toda la mañana había estado inquieta y de algún modo conectada con mamá, reconociendo su herencia en mínimos gestos, en mi labio superior fruncido a modo de desaprobación, en la manera un poco lunática de caminar con tacos. Intentaba trabajar cuando en un momento me vi observando a un tipo gordito de traje gris y bigotitos de otro tiempo que estaba sentado en una mesa del fondo. Yo siempre intento sentarme en las ventanas, y no puedo comprender a los que se sientan atrás, en las mesas de los rincones más oscuros. El gordito tenía algo que me daba un poco de bronca. Me hacía acordar a mi abuelo David, o más bien, me hizo imaginarme a mi abuelo cuando era joven, con su formalismo y su humor de contador, un poco chabacano y al mismo tiempo distante, como si habitara algún olimpo al que el resto de los mortales no accedemos. Miré sus manitos un poco regordetas, blandas, con algo femenino, y pensé que debía tener un pene chico, una pijita pequeña y orgullosa y que no tendría complejos por su tamaño; lo imaginé después de ducharse, con el baño lleno de vapor, mirándose contento su pilín en el espejo. Comía las medialunas mojándolas en el café con leche mientras leía el diario y cada tanto sonreía y movía la cabeza, como hablando consigo mismo. Al principio pensé que era un tipo triste, pero había un brillo en él que le daba un aura de seguridad en sí mismo; supuse que gozaba de cierta formación o inteligencia que le daba jerarquía en los lugares en los que se movía. Pensé también que para él las minas éramos un poco inferiores. Seguramente cojía con putas que en otros tiempos sacaba de los anuncios del diario y que atendían en un departamentito en la zona de monserrat, y alguna que otra vez, se echaba unos polvos breves y asépticos con mujeres con las que se conectaba a través de internet. No parecía estar casado pero sí tener una novia, formal como él con la que iba a veranear a la costa argentina. A Gesell seguro que no. Tal vez Pinamar, pero más probablemente a San Bernardo donde Eduardo (parecía llamarse Eduardo, o Guillermo) asesoraría contablemente algún restoran.
Después me colgué mirando a una mina flaca y enérgica que tenía un vestido verde con un entramado de un verde más oscuro y sin mangas. La primera impresión fue apabullante. Habia algo en ella que me inquietaba, algo amenazante y demoledor; luego, al observarla más detenidamente me dio la sensación de que sus continuos movimientos hiperkinéticos que la hacían parecer como un ave –tal vez un loro- dejaban traslucir, en un fondo lejano, una tristeza tan profunda que parecía venir arrastrada desde hacía tres generaciones. Percibí algo muy efímero, una opacidad en los ojos o más específicamente en la mirada, un abismo insondable, desesperado y temible, una oscuridad que duraba una nada y que daba lugar otra vez a un brillo feroz. Me pareció hermosa, tenía algo de Pina Bauch o esas mujeres embellecidas por la constancia de una fuerza, de una intención a lo largo de su vida. Parecía una maestra y también una monja; había algo ascético en su gesto, como si no tuviera sexo en mucho tiempo por una determinación tomada en algún pliegue profundo de su ser. Daba la sensación de que sólo era posible relacionarse con ella desde un lugar subordinado.
Y mientras estudiaba a todos los que pasaban por la vereda y me sentía como una gata mirando el mundo desde lo alto de un tejado, me preguntaba si sería cierto, si realmente mamá se sentaba en un bar y miraba, o si sólo era una de las formas en las que le gustaba verse, un rasgo que en un impulso romántico elegía para pensarse a sí misma. Recordé que una vez que a la salida del colegio fuimos a un bar en una avenida empedrada y un poco caótica. El sol entraba por las ventanas y una luz amarilla inundaba el lugar y todo parecía perfecto: los autos y colectivos que pasaban largando un humo que en estas épocas ya no se ve, el murmullo del bar, los ruidos de la cocina, todo parecía ser parte de una trama única, que nos incluía a mamá y a mí en uno de esos momentos en que una puede sentir la gravedad y la belleza del tiempo que pasa. Fue allí, entre submarinos, tostados de jamón y queso y un aire de intimidad y confesión que pocas veces sentí con mamá, que me relató por primera vez su gusto por observar a las personas en los bares, y juntas fuimos escudriñando uno a uno a los transeúntes, a los vecinos de mesa, incluso a los perros que pasaban, deduciendo de sus mínimos gestos, de un rictus, de las rarezas en el peinado, sus profesiones, rasgos de personalidad, vicios y grandezas. Se generó entre nosotras una complicidad exquisita y un poco malévola mientras nos reíamos a carcajadas como si estuviéramos borrachas, y yo sentía una dicha tan grande como si una divinidad arisca me hubiera elegido entre todos los mortales para acompañarla al paraíso. Mamá estaba siempre ocupada con sus cursos de psicodrama, guestalt y todo el carnaval que los años 70 y 80 generaron para intentar destronar la fijeza del psicoanálisis freudiano y de la APA, y si bien ejercitaba un histrionismo que a mi hermana y a mí nos dejaba la sensación de que mamá siempre estaba, lo cierto es ella hacía la suya y nosotras pasábamos la mayor parte del tiempo en un tedio infinito bajo el cuidado de la empleada.
La memoria de aquella tarde, esos recuerdos tan lejanos que parecían surgir de las profundidades de un lago con un sonido grave y lento y movimientos de monstruo antediluviano, me fue atravesando de a poco, me fue anegando como una inundación, me sacó de a una las fuerzas que me sostienen como una persona adulta, me desbarató la personalidad dejándome con la piel erizada y una sensibilidad tan abrumadora que si hubiera caído una gota de rocío sobre mi mano, me habría partido en dos.
Un recuerdo acarreaba a otro: mamá con un vestidito al talle de flores anaranjadas y violetas que moriría por tener y con unos anteojos de sol desmesurados de carey en la ventana del bar de maderas oscuras, los sonidos de las conversaciones un poco apagadas de las otras mesas, una radio que sonaba a lo lejos y esos sonidos del Buenos Aires de los 70 que ya no están y que cuando aparecen tangencialmente en algún documental o en los discos de Roberto Carlos en español me llevan a un lugar de nostalgia que me podría matar. Tanto me abstraje que podía ver a mamá como si la viera por primera vez, como si pudiera en ese mágico hechizo observarla minuciosamente, desmenuzarla como lo había hecho antes con el gordito y la mujer-loro. Pude ver su cutis terso y sus ojos hermosos, vivaces y un poco tramposos, como si ella siempre supiera algo que los demás no sabían ni sabrían nunca. Pude ver su cuerpo firme y contorneado y recordé su aroma de mujer, que me embriagaba como si fuera un elixir divino. Mamá tendría unos 30 años, era más joven que lo que yo soy ahora, y pude verla por fin: excitada, ansiosa y pulsante, como si todo estímulo que recibiera, desde el roce de la brisa en la vereda, un bocinazo lejano o la mirada de un hombre en la parada del colectivo tuviese en ella unas resonancias eróticas que la hicieran sacudir por dentro como si se llenara de pequeñas e infinitas explosiones hormonales. La recordé en las fiestas con toda la familia, siempre cerca del tío Tato y del tío Adolfo que tocaban en piano y acordeón todas las canciones de la saga familiar, que iban de Serrat al trío Los Panchos, pasando siempre por las tarantelas y las canciones de protesta. Mamá, ahora lo veo, siempre un poco borracha, gesticulando, exagerando los gestos al cantar y derramando seducción al punto que mis tíos se sentían incómodos y buscaban la manera de desembarazarse un poco de sus dardos eróticos. La vi gigante, expandida, y al mismo tiempo frágil, como si necesitara a cada paso dejar constancia de su existencia, como si estuviera tan consciente de la cercanía de la muerte que precisara sobreactuar el apego a la vida; por un instante pequeño, insignificante, la vi vacía, absolutamente vacía, como si en alguna vuelta del camino se le hubiera perdido el sentido que la conectaba con todas las cosas.
El hechizo del recuerdo se fue apagando pero durante el resto del día, por debajo de mis acciones, de la charla con Marita mi editora, mientras respondía mails, cuando caminaba por las calles, seguía pulsando por mi sangre el impacto del encuentro con mamá, que aún siendo imaginario, tenía más realidad que todo el mundo a mi alrededor.
Llegué a casa y encontré a Toro sentado en su compu, traduciendo un texto del francés; parecía un texto duro, un poco técnico, como si fuera algo de estadísticas, con cuadros y fórmulas. Me paré a su lado y abracé su cabeza con fuerza, como una náufraga que se aferra a una madera para seguir a flote y olvidarse por un rato de las olas frías que la llevan de aquí para allá. Toro quiso zafarse y seguir laburando pero yo no lo solté, no podía soltarlo. De a poco pude doblegarlo y bajé su cabeza hasta mi pelvis. Toro entendió -seguramente más mi desesperación que mis argumentos- y me bajó la bombacha hasta la mitad del muslo, escabulló su cabeza por debajo de mi solerito de colores, agarró mis nalgas con sus dos manotas, y me chupó la concha de un modo absoluto, con fuerza animal, como si su lengua fuese al mismo tiempo una espada vengadora que me redimiera del dolor y también una especie de pulpo gigante que se dispusiera a sorber toda mi escencia hasta dejarme vacía y trémula y llena de olvido. Acabé gritando al cielo un grito de hiena herida y me doblé sobre su cabeza llorando como cuando era una nena. Toro me abrazaba sabiendo que si me soltaba me iba a desvanecer como el rocío, me iba a deshacer para siempre. Finalmente pude de a poco rescatarme y separarme de Toro pero de un modo tan lento que si alguien lo hubiera visto desde afuera le hubiera costado descubrir movimiento alguno. Toro me miró con los ojos húmedos, preguntándome con la mirada si estaba bien. Hice un gesto de que sí, que iba a sobrevivir, que siguiera con su traducción, que después nos encontraríamos y, sin hablar, veríamos alguna peli. Subí a la cama y abrazada a un almohadón empecé a susurrarme una nana, la vieja nana con que me dormía mi mamá; mi mente estaba como diluída, me sentía llena de melancolía pero sabía que ya no me iba a disolver como una lágrima en el mar. Fuí cayendo por una especie de tobogán de agua que bajaba en espirales hasta que sin darme cuenta, como si flotara en unos brazos de nube, me quedé dormida, hasta el otro día.