Malvinas, los silencios. Y los pibes que jamás olvidaré // Marcelo Sevilla

 “Y entonces me vengaré: contaré a todo el mundo lo que ha sucedido aquí adentro…”

 

Cada 2 de abril se repite el feriado, rememorando la guerra de Malvinas: la comitiva oficial de turno, la marcha, las antorchas, los discursos de ocasión.

Están los justos homenajes a los caídos. El sentido desfile de los veteranos y excombatientes. Lo sabemos: el sobreviviente tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar; y es preciso y justo acompañarlo.

Después estamos nosotros, todos los demás.

La memoria es mucho más que el mero recuerdo, porque requiere un ejercicio adicional: vincular aquello sucedido con el presente, hacerlo re-vivir en la experiencia de nuestros días. La memoria sosiega el abismo de lo humano cuando lo inscribe en el cauce de la historia. Y cuando la reanima, la resignifica.

Están los Ex, en su puro presente perpetuo, para contar lo que sucedió allá, en las islas. Pero no les atañe explicar lo que aconteció acá. Lo que hicimos —lo que seguimos haciendo— nosotros, con eso.

Tenemos edad para ser testigos. La palabra testigo designa al que ha vivido algo, al que ha atravesado hasta el final un proceso y puede, por eso, dar testimonio.

Conocemos la trampa: las formas del olvido organizan su estatuto según los que les conviene o necesitan: eligen los fragmentos que luego muestran como totalidades, para dejar el resto incómodo en el abandono. Así, el coro de papagayos parlantes continúa con sus grandes alocuciones, y mientras nos hablan de héroes, del orgullo nacional, de la patria, de la unión nacional, ocultan el crimen que lo constituye. La gran trampa narrativa de recordar el acontecimiento para negar el conflicto.

Nuestras bellas almas republicanas abren sus plumas de colores y mientras entregan medallas, hacen un recorte de los hechos para una retórica vacía, que invisibiliza la violencia que le dio origen; más vigente que nunca hoy, y seguramente mañana. Encerrar el evento en el cuerpo de sus protagonistas y en el cerco exclusivo del teatro de operaciones. Un esfuerzo creativo y perverso de no traerlo hasta acá. El intento de congelar aquel enfrentamiento, ese trauma, en unos testimonios y en unas fotos. Hablan de algo que pasó, no de algo que está pasando. Y encubren el crimen que le dio fundamento. Un crimen replicado cientos de veces, sobre cientos de pibes.

Y silencio sobre los crímenes de guerra.

Por un lado, encubre el contexto político y cultural en el que aquella decisión fue ejecutada. Una dictadura militar ilegítima y asesina, que practicó terrorismo de estado sobre una sociedad —la nuestra— que mayoritariamente convalidó con su silencio activo ese largo momento de normalidad criminal. Ocultando las condiciones, las motivaciones profundas que aquella decisión tenía para aquellos generales; muy poco que ver con la dignidad de un impulso antiimperialista y soberano, y mucho más con el oprobio de la continuidad de un régimen totalitario que se derrumbaba.

Por el otro, lo divorcia de su inscripción histórica, corta sus lazos de continuidad y relación con nuestros días, despojándolo de sentido. Esa batalla no terminó, sigue atravesándonos. Su desenlace sigue cruzando nuestra tierra cotidiana, nuestro futuro, nuestra integridad. Forma parte de nuestras humillaciones colectivas. Y, sin embargo, en esto casi no se habla de Inglaterra y de EEUU, su socio en la depredación y el despojo. Es el otro homenaje: el que le hacemos a los asesinos de nuestros pibes muertos.

Lavar en el heroísmo y en la entrega de los soldados, la incomodidad de una sociedad que —si busca, si se detiene— solo encuentra un dolor derrotado del que, aún hoy, quiere permanecer afuera; como si esa guerra, esos conflictos, hubieran finalizado. Más aún: como si nosotros no estuviéramos ahí (porque nosotros nunca estamos).

Vienen a decirnos que la vida es bella, que se puede reconciliar lo que es irreconciliable. Hacer de esa tragedia una caricatura detenida en el tiempo, una estampita de efeméride. Es como agregar más hielo de olvido en la tumba de aquellos cuerpos; degradar aquella condición sagrada que se sacrificó. Convertirla en un martirio: morir sin motivo.

El silencio no es una mera ausencia; puede ser el acto de eludir la responsabilidad de mantener la memoria que nos sostiene. Olvido, memoria y responsabilidad se solicitan y se complementan. Mientras tanto nosotros, como entonces, parece que no damos cuenta de lo obvio, no vemos lo evidente. Navegamos en las redes y hacemos un espectador silencio.

Así que no creo que alcance. Por más enmascaramiento que hagamos, por más vigilia, misa, chocolate caliente y abrazos de protocolo, la cosa está ahí. Los hechos confirmando que la sangre derramada ha sido —sigue siendo— negociada. Y despreciada.

Y este silencio espectador, que aturde. Y que suena tan parecido al de entonces.

 

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