Vayamos directo al grano: luego de las enormes manifestaciones contra la “reforma” de las pensiones, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, decide hacerla “pasar por la fuerza” (passer en force), privando al Parlamento de su poder e imponiendo la decisión soberana de aprobar la ley que eleva la edad de jubilación de 62 a 64 años. En las manifestaciones, la respuesta inmediata fue “nosotros también pasamos por la fuerza”. Entre voluntades opuestas, la voluntad soberana de la máquina Estado-capital y la voluntad de clase, decide la fuerza. El compromiso capital-trabajo está roto desde los años setenta, pero la crisis financiera y la guerra radicalizaron aún más las condiciones del enfrentamiento.
Tratemos entonces de analizar los dos polos de esta relación de poder fundada sobre la fuerza en las condiciones políticas abiertas entre 2008 y 2022.
El marzo francés
El movimiento parece haber captado el cambio de fase política provocado, primero, por la crisis financiera de 2008 y, después, por la guerra. Ha utilizado muchas de las formas de lucha que el proletariado francés desarrolló en los últimos años, manteniéndolo unido, articulando y legitimando, de hecho, sus diferencias. A las luchas sindicales, con sus marchas pacíficas que fueron cambiando progresivamente e integrando componentes no salariales (el 23 de marzo la presencia de jóvenes, universitarios y estudiantes de secundaria fue masiva), se sumaron las manifestaciones “salvajes” que durante días se desarrollaron al anochecer en las calles de la capital y de otras grandes ciudades (donde fueron aún más intensas).
Esta estrategia de acción, desarrollada por grupos que se desplazan constantemente de una parte a otra de la ciudad, enfrentándose a la cana, es una clara herencia de las formas de lucha de los “chalecos amarillos” que empezaron a “aterrorizar” a la burguesía, cuando en lugar de desfilar tranquilamente entre Republique y Nation, llevaron el “fuego” a los barrios de ricos del oeste de París. En la noche del 23, sólo en París se contaron 923 focos de incendio (“departs de feu”). Los canas declararon que las noches “salvajes” implicaron un nivel superior de “redadas” en relación a las efectuadas contra los chalecos amarillos.
Ningún sindicato, ni siquiera el más pro-presidencialista (CFDT) condenó las “salvajes” manifestaciones. Los medios de comunicación, todos, sin excepción, propiedad de oligarcas, que esperaban ansiosos, tras los primeros “actos violentos”, un vuelco de la opinión pública, se sintieron decepcionados: dos tercios de los franceses seguían apoyando la revuelta. El “soberano” se había negado a recibir a los sindicatos, evidenciando su voluntad de enfrentamiento directo, sin mediación. Todo el mundo había deducido que sólo había una estrategia posible de adoptar: la articulación de diferentes formas de lucha, sin avergonzarse de la distinción entre “violencia” y “pacifismo”.
La masificación y la diferenciación de los componentes presentes en las protestas se encuentran también en los piquetes de huelga, que son tan importantes, o más, que las manifestaciones. Probablemente, la decisión de Macron estuvo motivada, sobre todo, por el bloqueo, no del todo exitoso, de la huelga general del 7 de marzo (¡el día 8 la situación se había vuelto casi normal!). Pero lo que Macron no previó fue la aceleración que produjo en el movimiento la decisión de aplicar el artículo 49.3. de la Constitución francesa, que forzó la aprobación del proyecto de reforma de las pensiones, sin pasar por el voto de los diputados.
El único movimiento que no se integró en la lucha es el de la revuelta de las banlieues. La conjunción entre “petits blancs” (los partidos más pobres del proletariado blanco) y “les barabares” (los franceses hijos de inmigrantes, los “indígenas de la república”) tampoco se produjo esta vez. Esto no es insignificante, como veremos más adelante, porque aquí está en juego la posible revolución mundial, la conjunción Norte/Sur.
Se produjo una articulación de hecho y universalmente aceptada entre las luchas de masas y las luchas de una parte minoritaria que se ha dedicado a prolongar el conflicto por la noche utilizando las poubelles (la basura) –acumulada en los laterales de las calles debido a la huelga de barrenderos– para bloquear a la policía y provocar zbeuls (el desorden). De momento, llamémoslo ‘vanguardia’ porque no sé de qué otra manera llamarlo, esperando que los cretinos de siempre no lloren leninismo. No se trata de llevar la conciencia al proletariado, que carecería de ella, ni de funciones de dirección política, sino de articular la lucha ante el brazo de hierro impuesto por el poder establecido. La relación masas/minorías activas está presente en todos los movimientos revolucionarios. Se trata de replantearla en las nuevas condiciones, no de eliminarla.
Antes de las grandes movilizaciones de estos días, había diferencias y divisiones que atravesaban al proletariado francés, debilitando su fuerza de choque. Aquí sólo podemos resumirlas: los sindicatos y los partidos institucionales de izquierda (con la excepción de France Insoumise) nunca entendieron el movimiento de los chalecos amarillos, ni la naturaleza, ni las reivindicaciones de estos trabajadores que no encajan en los estándares clásicos del asalariado. Han mostrado indiferencia, cuando no hostilidad, hacia sus luchas. En cambio, han expresado una enemistad abierta hacia los “bárbaros” de las banlieues (con la excepción de France Insoumise), a los que se unió una parte del movimiento feminista, cuando todos fueron víctimas de las campañas racistas lanzadas por el poder y los medios de comunicación contra el “velo islámico”. Por su parte, ni los primeros ni los segundos han sido capaces de desarrollar formas de organización autónomas e independientes capaces de aportar su punto de vista, que ni los sindicatos ni los partidos, cerrados sobre una base en constante disminución, quieren siquiera considerar. En el seno de los “bárbaros” se ha desarrollado una teoría decolonial, muchas de cuyas posiciones pueden compartirse, pero que nunca ha conseguido arraigar en los barrios y dotarse de una organización de masas. El movimiento feminista, por su parte, está bien organizado y desarrolló análisis lúcidos y profundos, expresando posiciones radicales, pero no aporta rupturas políticas de magnitud. No da batalla política en el seno de las luchas en curso, aunque las mujeres son sin duda las más afectadas por las “reformas”. Así, el proletariado francés se vio fragmentado por el racismo, el sexismo y las nuevas formas de trabajo precario.
El movimiento actual hizo “bouger les lignes”, como dicen los franceses, es decir, desplazó las líneas divisorias, recomponiendo parcialmente las diferencias. Las acciones ecologistas también encontraron fuerza y recursos dentro de las luchas. Los enfrentamientos de Sainte-Soline contra la construcción de grandes embalses para recoger agua para la industria agroalimentaria, en los que la policía utilizó armas de guerra, suscitaron indignación y movilización en los días siguientes, con la reanudación de manifestaciones “salvajes”, aunque a menor escala.
¿Un salto en la recomposición? Tal vez sea demasiado pronto para decirlo. En cualquier caso, los diversos movimientos que han atravesado Francia en los últimos años se insertaron en la movilización sindical, dándole otra imagen y sustancia: la del desafío al poder y al capital. En dos meses quemaron a Macron y pusieron su presidencia en un callejón sin salida.Cuando el sistema político de los países occidentales se vuelve oligárquico y cuando el consenso ya no puede asegurarse mediante los salarios, las rentas y el consumo, que son continuamente bloqueados o recortados, la policía se convierte en el eje fundamental de la “gobernanza”. Macron ha gestionado las luchas sociales de su presidencia centralmente a través de la policía.
“La brutalidad de las intervenciones está hoy en el centro de la estrategia francesa ‘de orden público’. Francia no sólo tiene una gran tradición revolucionaria, sino que también tiene una tradición de ejercicio de la violencia contrarrevolucionaria, inaudita en las colonias y proporcional al peligro que el poder corre en la metrópoli (donde no duda en hacer intervenir al ejército colonial, como en 1848, para reprimir la revolución). Lo que está en juego ahora en el movimiento no es reducible al trabajo y a su rechazo, sino que es el futuro del propio capitalismo y de su Estado, como ocurre siempre que estallan guerras entre imperialismos.
La lección que podemos extraer de dos meses de lucha es la urgencia de repensar y reconfigurar la cuestión de la fuerza, de su organización, de su uso. La táctica y la estrategia vuelven a ser necesidades políticas de las que los movimientos se han preocupado poco, centrándose casi exclusivamente en la especificidad de sus relaciones de poder (sexistas, racistas, ecologistas, salariales). Y, sin embargo, elevaron el nivel de confrontación al moverse objetivamente juntos, en ausencia de coordinación subjetiva, desestructurando al poder constituido. O se repone el problema de la ruptura con el capitalismo, con todo lo que implica, o seguiremos actuando sólo a la defensiva. Lo que surge cuando se impone la guerra entre imperialismos es siempre, históricamente, la posibilidad de su “colapso” (del que también puede surgir una nueva división de poder en el mercado mundial y un nuevo ciclo de acumulación). Estados Unidos, China y Rusia son plenamente conscientes de lo que está en juego. Que la lucha de clases pueda llegar a este nivel de confrontación es todavía una incógnita.
Autocracia occidental
La Constitución francesa prevé siempre la posibilidad de que el “soberano” decida dentro de las llamadas instituciones democráticas, de ahí la invención del artículo 49.3, que permite legislar sin pasar por el parlamento. Es la inscripción en la Constitución de la continuidad de los procesos de centralización política que comenzaron mucho antes del nacimiento del capitalismo. La centralización de la fuerza militar (el monopolio legítimo de su ejercicio), también anterior al capitalismo, constituye la otra condición indispensable para el surgimiento de la máquina Estado-capital, que a su vez procederá inmediatamente a centralizar la fuerza económica, conformando monopolios y oligopolios que no han hecho más que aumentar en tamaño y peso económico y político a lo largo de la historia del capitalismo.
Gran parte del pensamiento político ha ignorado el capitalismo realmente existente, eliminando sus procesos de centralización “soberana”; se allanó así el camino a los conceptos de “gobernanza”, de “gubernamentalidad” (Foucault) o de “gobierno” (Agamben, muy agitado durante la pandemia, pero desaparecido con la guerra –muy poco biopolítica– entre imperialismos).
Las afirmaciones de Foucault a este propósito son significativas del clima teórico de la contrarrevolución: “La economía es una disciplina sin totalidad, la economía es una disciplina que empieza a manifestar no sólo la inutilidad, sino la imposibilidad de un punto de vista soberano”. Los monopolios son los “soberanos” de la economía que no harán más que acrecentar su voluntad de totalización, combinándose con el poder “soberano” del sistema político y el poder “soberano” del ejército y la policía.
El capitalismo no es idéntico al liberalismo ni al neoliberalismo. Ambos son radicalmente diferentes y no tiene sentido describir el desarrollo de la máquina Estado-capital como el paso de las sociedades soberanas a las sociedades disciplinarias y a la sociedad de control. Las tres centralizaciones se complementan y comandan siempre y en cualquier caso como formas de gubernamentalidad (liberal o neoliberal), utilizándolas y luego abandonándolas, cuando el enfrentamiento de clases se radicaliza.
Los enormes desequilibrios y polarizaciones entre Estados y entre clases que provocan las centralizaciones conducen directamente a la guerra, que expresa una vez más la verdad del capitalismo (el enfrentamiento entre imperialismos), cuyas repercusiones políticas son inmediatas, sobre todo en los pequeños Estados europeos. Mientras el presidente francés hace valer su soberanía frente a su “población”, ha perdido, como buen vasallo, un pedazo de aquella a manos de los Estados Unidos, que ha sustituido –gracias a la guerra contra el “oligarca” ruso– al eje franco-alemán por el de los Estados Unidos-Gran Bretaña-países del Este; en cuyo centro, los norteamericanos han instalado al más reaccionario, machista, clerical, homófobo, antiobrero y belicista de los países europeos: Polonia. A estas alturas, no sólo la hipótesis federal es una utopía, sino también la Europa de las naciones. El futuro será de nacionalismos y nuevos fascismos. Si alguien quisiera resucitar alguna vez el proyecto europeo, tras un nuevo consentimiento servil a la lógica del imperialismo del dólar, primero tendría que emprender una lucha de liberación del colonialismo yanqui.
En el tablero internacional, todavía menos que antes de la guerra, pero como todos los señores marginales, Macron vierte toda su lividez e impotencia sobre sus “súbditos”, a los que da tratamiento policial.
Según el Financial Times del 25 de marzo de 2023, “Francia tiene el régimen que, entre los países desarrollados, más se acerca a una dictadura autocrática”. Es divertido leer a la prensa internacional del capital que se alarma (Wall Street Journal) porque “la marcha forzada de Macron para transformar la economía francesa en un entorno favorable a las empresas se hace a expensas de la cohesión social”. Su verdadera preocupación no son las condiciones de vida de millones de proletarios, sino el peligro “populista” que amenazaría a la Alianza Atlántica, a la OTAN global y, por tanto, a los Estados Unidos que la gobiernan: la “rebelión parlamentaria” y “el caos que se desarrolla en todo el país plantean cuestiones inquietantes para el futuro de la nación a todos aquellos que esperan que Francia se mantenga firmemente en el campo liberal, pro-Unión Europea y pro-OTAN”. El Financial Times teme que Francia “siga a los estadounidenses, británicos e italianos y opte por el voto populista”. No está claro si son hipócritas o irresponsables. Les gustaría tener las dos cosas al mismo tiempo: renta financiera/renta de monopolio y cohesión social, democracia y dictadura del capital, empresas exentas de impuestos, pródigamente financiadas por un Welfare completamente torcido a su favor y paz social. Der Spiegel habla de “déficit democrático”, de “la propia democracia en peligro”, cuando son las políticas económicas las que defienden a diario las causas de la autocracia occidental que no tiene nada, pero nada, que envidiar a la Oriental.
El ciclo de la lucha mundial después de 2011
Lo que apenas comienza a vislumbrarse en las luchas en Francia, el desafío al poder y al capital, es lo que las luchas en el Sur global lograron desde 2011.Allá por el siglo XX, el gran Sur desempeñó una función estratégica decisiva, incluso más que las luchas en Occidente. La dimensión internacional de las relaciones de fuerza es un nudo decisivo para recuperar la iniciativa. La crisis de 2008 no sólo abrió la posibilidad de la guerra (que llegó con puntualidad), sino también la posibilidad de rupturas revolucionarias (la realidad de las luchas se mueve, está obligada a moverse en esta dirección si no quiere ser barrida por la acción conjunta de la guerra y los nuevos fascismos).
La última globalización no sólo profundizó las diferencias entre el Norte y el Sur, sino que también creó norteños en el sur e implantó sureños en el norte. De ello no debe deducirse, de ningún modo, una homogeneidad de los comportamientos políticos y de los procesos de subjetivación entre ambos hemisferios. La polarización centro-periferia es inmanente al capitalismo y debe reproducirse imperativa y continuamente. Sin la depredación del “Sur”, sin la imposición de un desarrollo “lumpen” y de un “intercambio desigual” (Samir Amin), la tasa de ganancia está destinada a caer inexorablemente, a pesar de todas las innovaciones, tecnologías e inventos que el Norte pueda producir bajo el control del mayor empresario tecnocientífico: el Pentágono. Esta es la razón de fondo de la guerra actual. El gran Sur quiere salir de esta relación de subordinación -incluso ya ha salido parcialmente de ella- y es esta voluntad política la que amenaza la hegemonía financiera y monetaria estadounidense y su supremacía productiva y política.
Hay al menos dos diferencias políticas importantes que siguen existiendo entre Occidente y el resto del mundo. La no integración de los “bárbaros” de los suburbios franceses en las luchas actuales, a pesar de que constituyen una de las capas más pobres y explotadas del proletariado francés es ya un síntoma, dentro de los países occidentales, de las dificultades para superar la “división colonial” de la que los blancos se han beneficiado durante mucho tiempo.
Dentro del ciclo de luchas iniciado en 2011 se produjo una diferenciación similar a la producida en el siglo XX. Entonces teníamos revoluciones socialistas o de liberación nacional (con tintes socialistas) en todo el gran Sur y luchas de masas, algunas muy duras, pero incapaces de desembocar en procesos revolucionarios exitosos en Occidente. Hoy tenemos grandes huelgas en Europa (en Francia, Gran Bretaña, España e incluso en Alemania) y, en cambio, verdaderos levantamientos, insurrecciones y apertura de procesos revolucionarios en el gran Sur. Pongamos en consideración sólo algunos ejemplos –Egipto/Túnez inaugurando el ciclo en 2011, Chile e Irán más recientemente– para destacar las diferencias y las posibles convergencias.
Es difícil comparar el levantamiento de la Primavera Árabe con “Occupy Wall Street”, aunque haya habido una circulación de formas de lucha: destitución del poder constituido, millones de personas movilizadas, sistemas políticos sacudidos hasta sus cimientos, represión con centenares de muertos, posibilidad de abrir un verdadero proceso revolucionario, que fue inmediatamente abortado porque, como rezaba un cartel en El Cairo durante el levantamiento, “Half revolution, no revolution”. Occupy Wall Street nunca puso en juego relaciones de poder de esta magnitud, ni generó, aunque sea por breves períodos, “vacíos”, desestructuraciones, deslegitimaciones de los dispositivos de poder como los que periódicamente determinan los levantamientos en el Sur. Y sigue siendo el Sur el que abre y promueve nuevos ciclos de lucha (véase también el feminismo sudamericano) que se reproducen con menor intensidad y fuerza en el Norte.La de Chile, donde nació el “neoliberalismo” después de que la acción de la máquina Estado-capital destruyera físicamente los procesos revolucionarios en curso y llamara a Hayek y Friedman a construir, sobre la masacre, el mercado, la competencia y el capital humano (¡No confundir nunca el neoliberalismo con el imperialismo o con capitalismo, hay que distinguirlos siempre, cuidadosamente!), es otro tipo de insurrección, de la que se pueden extraer otras lecciones, aunque, como en el Norte de África, se trate de derrotas políticas.
En Chile, a diferencia de Egipto, una multiplicidad de movimientos (la importancia del movimiento feminista e indígena es significativa) se expresaron en la revuelta. Pero en un determinado momento de la lucha de clases, uno se enfrenta a un poder que ya no es solo el poder patriarcal o heterosexual, ya no es solo el poder racista, ya no es solo el poder del amo, sino que es el poder general de la máquina Estado-capital que los engloba, los reorganiza y, al mismo tiempo, los desborda. El enemigo tampoco es sólo el poder nacional, la soberanía de un Estado como el de Chile. En estas situaciones nos enfrentamos directamente a las políticas imperialistas porque cualquier ruptura –como en Egipto (más que en Túnez) o en Chile o Irán– corre el riesgo de poner en discusión las relaciones de fuerza en el mercado mundial, la organización global del poder: tanto la insurrección chilena como la egipcia fueron seguidas muy de cerca por Estados Unidos, que no dudó en intervenir con su “injerencia estratégica”. En Francia se da una situación similar: el desarrollo de las luchas se encuentra, a partir de una lucha “sindical”, con la totalidad de la máquina Estado-capital.
En estos momentos de lucha se llega a un punto de no retorno para ambos contendientes, porque no es posible consolidar formas estables de contrapoder, de espacios o territorios “liberados”, sino por períodos cortos. La solución zapatista no es generalizable ni reproducible (como, por otra parte, siempre afirmaron los propios zapatistas). No se entiende cómo puede implantarse un “doble poder” duradero en las condiciones actuales del capitalismo. Al mismo tiempo, la toma del poder no parece, desde el 68, una prioridad. ¡La situación actual se configura como un rompecabezas! A pesar de las diferencias políticas entre el Norte y el Sur, surgen problemas transversales: qué sujeto político construir que sea capaz, al mismo tiempo, de organizar la multiplicidad de formas de lucha y de puntos de vista y de plantear la cuestión del dualismo del poder y de la organización de la fuerza.
Las revueltas, las insurrecciones (pero también, aunque de manera diferente, las luchas en Francia), producen una serie de enigmas o de imposibilidades: imposibilidad de totalizar y sintetizar las luchas e imposibilidad de permanecer en la dispersión y en la diferencia; imposibilidad de no rebelarse desestructurando el poder e imposibilidad de tomar el poder; imposibilidad de organizar el pasaje de la multiplicidad al dualismo de poder impuesto por el enemigo e imposibilidad de permanecer únicamente en la multiplicidad y la diferencia; imposibilidad de centralización e imposibilidad de enfrentarse al enemigo sin centralización. Luchar contra estas imposibilidades es la condición para crear el posible de la revolución. Sólo en estas condiciones, resolviendo estos enigmas, superando estas imposibilidades, el imposible de la revolución se vuelve posible.
La segunda gran diferencia entre el Norte y el Sur se refiere a la guerra en curso y al imperialismo. Imperialismo nombra el salto de calidad del capital que se opera a partir de la integración de tres procesos de centralización (económico, político y militar) que la Primera Guerra Mundial consagra y que alcanzaron su punto culminante durante el “neoliberalismo”. Lejos de la libre competencia y la libre empresa, ajena a cualquier lucha contra la concentración de poder que distorsiona la competencia, insatisfecha con la depredación operada a escala mundial y con la imposición de una reorganización a su favor del Welfare, la centralización imperialista permite imponer –como está haciendo– la inflación de sus ganancias (“pricing power”: el poder de fijar el precio desafiando al autodenominado neoliberalismo).
El movimiento francés no se ha expresado sobre la guerra entre imperialismos. La lucha contra la reforma de las pensiones se inscribe en este marco, aunque nunca se haya planteado la cuestión, aunque el hecho de que Europa esté en guerra y Occidente esté recalibrando del Welfare al Warfare (del bienestar a la guerra) cambia notablemente la situación política. Tal vez sea mejor así, aunque se trate de una limitación política evidente. De haberlo hecho, probablemente habrían surgido posiciones políticas diferentes, incluso opuestas. En el Sur global, en cambio, el veredicto sobre la guerra es claro y unánime: se trata de una guerra entre imperialismos cuyo origen es el imperialismo estadounidense, al que se adhieren las suicidas clases políticas europeas. El Sur está dividido entre Estados que se declaran neutrales y otros que se ponen del lado de Rusia, pero todos rechazan las sanciones y el suministro de armas.
En el Sur, la categoría de imperialismo nunca ha sido cuestionada como en Occidente. El error garrafal cometido por Toni Negri y Michael Hardt en Imperio –formación supranacional que jamás se ha conformado– da cuenta de una diferencia notoria en el análisis y la sensibilidad política, al punto que llegaron a afirmar, en el último volumen de su trilogía, que después de haber ensayado la guerra, el Imperio imposible habría optado por las finanzas. Es decir, exactamente lo contrario de lo que sucedió: las finanzas estadounidenses, tras haber producido y seguir produciendo repetidas crisis –que ponen al capitalismo todo el tiempo al borde del colapso– son salvadas, exclusivamente, por la intervención de la soberanía de los Estados y, en primer lugar, por el de Estados Unidos, que acaba siendo forzado a la guerra. El imperialismo contemporáneo, cuyo concepto podría resumirse –simplificándolo mucho– en el triángulo monopolio/moneda/guerra, también arroja luz sobre los límites de las teorías que lo han ignorado y nos obliga a adoptar el punto de vista del Sur, que nunca lo ha abandonado porque aún lo tiene sobre sus espaldas. Como también lo tenemos nosotros, ¡pero preferimos fingir que no!
¿Cómo salir de la contrarrevolución?
Son admirables las luchas del proletariado francés. Entusiasman porque en ellas se reconocen rasgos de las revoluciones del siglo XIX (e incluso de la gran revolución), que enfrentan la contrarrevolución con una continuidad y una intensidad que no se ve en ningún otro país occidental. Sin embargo, hay que permanecer alerta. Si los proletarios franceses se levantan con una regularidad impresionante contra las “reformas”, hasta ahora solo consiguen retrasar su aplicación o modificarlas marginalmente, produciendo y sedimentando, por otra parte, procesos de subjetivación inéditos que se acumulan como en las luchas actuales (de las luchas contra la ley del trabajo de los chalecos amarillos a las Zonas a Defender, las ZAD). Todas las luchas han sido, al menos hasta ahora, defensivas, cuyo sentido reactivo puede sin duda ser superado, pero sigue existiendo un handicap de partida considerable.
Para explicar lo que llamamos “derrota” –a pesar de las grandes resistencias expresadas– quizás debemos remontarnos a cómo se impusieron las conquistas salariales, sociales y políticas. Si en el siglo XIX las primeras victorias fueron el resultado de las luchas de las clases obreras europeas, en el siglo XX el Sur desempeñó un papel estratégico cada vez más importante. Fueron las revoluciones – como amenaza latente en el Norte y como victoriosas en el Sur–, las que atascaron la máquina del Estado-capital, obligándola a hacer concesiones. Lo que daba miedo era la autonomía e independencia del punto de vista proletario que allí se expresaba. La unión de las revoluciones campesinas en el Sur con las luchas obreras en el Norte condujo a un frente objetivo de luchas a través de la “línea de color” que forzó aumentos salariales, políticas de bienestar en el Norte y la ruptura de la división colonial que había reinado durante cuatro siglos en el gran Sur. Este es el fruto más importante de la revolución soviética (Lenin nunca fue a Londres, ni a Detroit, pero sí fue visto en Pekín, Hanói, Argel, etc.), que fue prolongada por los “pueblos oprimidos”.
Así como el socialismo es imposible en un solo país, también es imposible imponer condiciones a la máquina Estado-capital desde una sola nación.
Las clases trabajadoras occidentales habían sido derrotadas con el advenimiento de la Primera Guerra Mundial, cuando la abrumadora mayoría del movimiento obrero acordó enviarlas al matadero para gloria de sus respectivas burguesías nacionales. Para cuando el movimiento obrero y de clase se había redimido mediante el antifascismo, la iniciativa ya estaba en manos de las revoluciones “campesinas”, cuya fuerza empujó a los centros del capitalismo hacia el Este. Para entonces, las clases trabajadoras occidentales se habían integrado en el desarrollo e incluso cuando se rebelaron nunca fueron capaces de amenazar realmente a la máquina Estado-capital. En el mismo periodo, las revoluciones del gran Sur se transformaron en máquinas de producción o en Estados nación.
Desaparecida la amenaza de la revolución en el Norte y su presencia real en el Sur, la relación de fuerzas se invirtió radicalmente: empezamos a perder y seguimos perdiendo, pieza a pieza, todo lo conquistado (el paso de 60 a 67 años –es decir, siete años de vida capturados de un plumazo por el capital– es quizá el signo más claro de la derrota). Hasta la contrarrevolución iniciada en los años setenta, incluso cuando había sido derrotada políticamente, se avanzaba en el terreno social y económico. Hoy se pierde en ambos frentes. Ahora, tras la crisis de 2008, estallan luchas significativas en todas partes (el marzo francés es una de ellas), pero a menos que se repliegue la red de insurrecciones y luchas a escala global, subjetivamente, esta vez dudo que se pueda romper la jaula de la contrarrevolución.
Hombres de buena voluntad se proponen civilizar la guerra de clases que está en el origen de las guerras entre Estados. Les deseamos buena suerte. En un solo siglo (1914 – 2022), los diferentes imperialismos llevaron a la humanidad al borde del abismo cuatro veces: la Primera y la Segunda Guerra Mundial, con el nazismo como momento cúlmine; la Guerra Fría, en la que se actualizó por primera vez la posibilidad del final nuclear de la humanidad. La guerra actual –de la que Ucrania no será más que un episodio– podría revivir esta última eventualidad.
Con respecto a esta trágica y recurrente repetición de guerras entre imperialismos (ni siquiera contamos las demás), se trata de reconstruir las relaciones de fuerza internacionales y de elaborar un concepto de guerra (de estrategia) adecuado a esta nueva situación. El Manifiesto Comunista daba una definición que sigue siendo muy actual, aunque haya sido eliminada o caído en el olvido de la pacificación: “guerra ininterrumpida, a veces disimulada, a veces abierta”. Disimulada o abierta, requiere siempre y en cualquier caso un conocimiento de las relaciones de fuerza; una estrategia y un arte de ruptura adaptadas a estas relaciones. Históricamente la guerra –aunque parece que también hoy– puede dar lugar a una “transformación revolucionaria” o a una nueva acumulación de capital a escala mundial. Otra posibilidad que el Manifiesto de Marx y Engels consideraba está a la orden del día, exacerbada por el desastre ecológico en curso: “la destrucción” no sólo “de las dos clases en lucha”, sino también de toda la humanidad.
Marzo de 2023