Los viejos que comen en los brindis de los actos públicos // Diego Skliar

Una declaración de interés cultural, la presentación de un proyecto para enrejar otra plaza, el lanzamiento de un libro que mañana estará en la mesa de saldos. Poco importa el motivo del evento en algún salón ostentoso de la Legislatura Porteña. Ellos ingresan saludando al guardia que bien los conoce, ocupan un lugar entre el público y se duermen una pequeña siesta hasta que llegue lo que fueron a buscar: el momento del catering. El evento nunca dura más de cuarenta minutos, alguien siempre subraya la importancia “del fortalecimiento democrático” o “la participación ciudadana” y después se abren las puertas. Del otro lado, las mesas dispuestas simétricamente, las jarras de bebida y los platos llenos de sanguches, pancitos saborizados y knishes de papa para reforzar una extraña noción de la diversidad y la tolerancia. Jamás chipá. Los Viejos que Comen en los Brindis de los Actos Públicos son los primeros en abordar las mesas y, disimuladamente, echar algunos bocados a la mochila para más tarde. A veces quedan envueltos en un diálogo y felicitan al primero que ven con un diploma o una placa de bronce. Si ven a otro de los suyos, nunca lo saludan y en lo posible evitan el contacto visual. No es vergüenza ni competencia, simplemente no creen que exista en su acción ningún tipo de Nosotros. Se calcula que cada viejo come entre ocho y doce sanguches, que licúan con un promedio de tres vasos y medio de gaseosa. No prometen lealtad a ningún partido político ni serán fuerza de choque del funcionario encargado del evento. Ellos no van por el pancho y la coca. Están ahí por algún extraño protocolo que habilita una merienda de lujo. Quizás esta panzada sea para ellos el mayor derecho adquirido en la democracia.

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