Si la familia no se elige, se la erige. Un día Emilio Jurado Naón descubrió que era pariente de Julio Argentino Roca. Tiempo más tarde, hizo el segundo descubrimiento en esa línea: su tío abuelo Bebi Roca había escrito, sobre las historias de la familia, el libro de memorias Los Roca y los Schóó. Así surgió el proyecto a largo plazo de Los Roca y los yo: una colección de textos, diversos en género, registro, tono y extensión, que se alimenta del libro de su tío abuelo (al que busca pervertir, desvirtuar e hipertrofiar) y de la cual Tópico de los dos viajeros (Palabras Amarillas, 2020) fue el primer volumen publicado. Si bien la figura de Julio Argentino es gravitante en el proyecto de Jurado Naón, los distintos episodios del proyecto indagan, como lo hizo Bebi, en anécdotas, acontecimientos y personajes tangenciales (o bien transversales) a la familia Roca. Es el caso del texto que se presenta a continuación, “Los Pincén”; suerte de diario de lectura ensayístico que escarba en torno a un genealogía de caciques pampa y su construcción, por parte de los Roca, como enemigo a someter y, a la vez, reflejo distorsionado de la cultura que detentan como propia.
Los Pincén (primera parte)
de Emilio Jurado Naón
El calor es amplio y constante: irradia desde los músculos hacia afuera de la piel, late, bombea desde el centro del cuerpo, obliga a separar en sílabas la respiración. Estamos promediando un largo año de verano completo que amenaza con aniquilar las otras estaciones y después olvidarlas e imponer su absolutismo –un régimen consensuado por el sopor mayoritario de los partidos, los grandes medios, la afónica y acomplejada opinión pública. Billetes remanidos entran en ignición espontánea cuando se los olvida sobre la mesa del comedor, la plata se deshilacha entre los dedos, las monedas perdieron lo metálico: ya no tintinean cuando se las tira al suelo; apenas rebotan, giran un par de veces y se detienen, adhesivas.
El 2016 es un año entero: un bloque. No se quiere ir.
Que representación e interpretación no tienen sentidos equivalentes lo sé, lo entiendo. Pero decir que “no hay hechos, sólo interpretaciones” y, a la vez, que “la realidad es pura representación” los acerca, iguala los conceptos. Representar es realizar una interpretación, e interpretar se vuelve un acto de representación.
Todavía intento hacerme sincero: fabricar un texto sincero. Lo que no es lo mismo que la honestidad. Honesto sería no mentir, hablar verdad (“no hay verdad sin una toma de posición”). La sinceridad, como yo la veo, no tiene que ver con el paradigma de lo verdadero y de lo falso; tiene que ver con una delgadez del discurso: si la piel es el texto y el hueso la conciencia de sí sobre la que se articula, entonces el discurso sincero es aquel que menos carne tiene entre medio. ¿Y qué es la carne? La carne es charqui. (No me gusta la analogía: es pésima y le hace el juego a la anorexia).
Texto sincero es el que mira a los ojos cuando habla.
(Lo anterior también me suena a poco sincero –por exceso de lírica poray).
Vuelvo a sostener en el aire el libro de Bebi, Los Roca y los Schóó. Don Segundo, desde la tapa, me contempla, suspende un amague de sonrisa, amplía la frente. Esta vez lo abro por la parte de «Los Pincén», la parte favorita de Tita. Teresa, Taretita, mi abuela: a quien le afané el ejemplar. Impoluto se lo robé, ni una marca tenía. Única señal de su lectura era el señalador –una estampita de San Cayetano–, que en el reverso intitulaba, en cursiva prolija, “Los Pincén”. De ahí asumo que este episodio es su preferido. Bebi amontonaba anécdotas, episodios históricos, chismes, exageraciones, mentiras, recurriendo frecuentemente a la parataxis (es decir, un texto a la que te criaste). Pero cada tanto el ardor escriturario de Bebi se sosegaba, se centraba –creo yo, cuando algún tema lo atraía por demás dejándolo, ¿cómo decirlo?: engolosinado.
Tiré un cubo de hielo en la maceta del balcón, la de los jazmines. Se sostuvo cuarenta segundos; tras de sí dejó una mancha de humedad sobre la tierra dura, que ya fue absorbida. Alrededor, el cielo se acomoda a los bordes irregulares de los edificios. Las nubes son pocas y poco consistentes –no vale la pena caracterizar.
En el verano de 1858, cuando Felisa contaba 9 años y estaba con sus padres en La Benicia, junto a sus hermanos Segunda, Pilar y Dionisio Vicente, sufrió una fuerte impresión motivada por un ataque de indios, un malón encabezado por el famoso cacique Pincén, que llegó en su avance a las proximidades del casco de la Estancia (…) El formidable ataque y el desamparo en que vivieron dejaron un recuerdo tal que las hizo, cuando grandes, siempre muy precavidas en sus estancias en cuanto a medidas de seguridad se refiere. Paredes anchas, fuertes rejas en las ventanas y pesadas trancas en las puertas que nunca se dejaron de noche de atrancar.
Felisa es la abuela de Bebi –mi tátara abuela–, de apellido Schóó y casado con Agustín Roca –hermano de Julio Argentino. La “fuerte impresión” que recibió a los nueve años, como escribe Bebi, a causa de un malón en Pergamino habría condicionado su salud por el resto de su vida, volviéndola enfermiza, delicada, inestable. La indiada no llegó a penetrar en la estancia La Benicia: se mantuvo en las inmediaciones arrasando, si bien no con la población, sí con las vacas (“costó miles de cabezas de ganado arreadas por los indios de lanza y la chusma adlátere”) y operando sobre la memoria del clan al imprimir aquel “recuerdo imborrable [que] se incorporó a la tradición familiar, quizás, por ser el primero que afrontaron los Schóó”.
Me deleito con algunas frases de Bebi, en donde las manos se le juegan por un desliz momentáneo fuera de la prosa historicista: “Paredes anchas, fuertes rejas en las ventanas y pesadas trancas en las puertas que nunca se dejaron de noche de atrancar”.
Pareciera que el primer maloqueo de los Pincén produjo, principalmente, una transformación en la arquitectura hogareña. Bulle el Desierto del otro lado de las gruesas paredes de adobe. Los belfos de la caballada plagiar bufan tras las trancas y el casco de estancia late –late quedo y silencioso. Al centro, en el fondo de la casa, Felisa se palpa el pecho. Reconoce, en sus latidos, un pulso común con la estancia entera.
Paredes anchas, fuertes rejas en las ventanas y pesadas trancas en las puertas que nunca se dejaron de noche de atrancar.
El timbre estridente de un cubierto caído al piso, en un descuido, la atormentaba. Tenedor rebotín sobre la losa, ¡ay! La prole en témpano: clavaban los ojos sobre Felisa y su espinazo se torcía en arco como alcanzado por una lanza en plena carrera por el yuyal. Sostenía el brazo un segundo, ademán defensivo de un cuerpo que ignora de dónde viene el peligro. Sin pestañear, volvía a mover las pupilas: el tenedor en el suelo, pura energía potencial sobre el cuadriculado de las baldosas. Entonces, la prole continuaba su masticación del almuerzo y Felisa se retiraba, enjuagaba el cubierto, algunas tazas, se iba, hacía como que no.
Están las moscas de la yerba y están las moscas del pescado rancio. Las de la yerba simpatizan con la cocina: descansan en azulejos marrones. El pescado rancio, en cambio, no sé de dónde viene: si del tacho, si de la bolsa que pensaba haber lavado y archivado, si de los restos que se juntan en la bacha, bajo platos, asaderas, elementos. Atrae moscas morrudas y de un torso tornasol, ruidosas. El olor es un asco.
Bebi –Carlos A. Roca– es un historiador amateur. Ama lo que hace o no tiene otra cosa que hacer. Algunos familiares dicen que miente. Debe ser por envidia. Su memoria es rozagante, estirada, pletórica. Casi el único órgano fibroso que le quedaba cuando lo visité. (Esto no es un chiste para burlarme de su estado de salud –lejos de mí–, intenta elogiar aquel órgano facultativo y, a la altura de sus últimos años de vida, autónomo que significaba su memoria).
Bebi –Carlos A. Roca–, mi tío abuelo, escribe de manera sinuosa e inconsistente. Pero, por momentos –por pasajes–, se afirma.
Los tres Pincén representan tres escalones descendentes de una historia de salvajes. El primero, «el viejo», lucha por su tribu y muere en su toldería con la lanza enhiesta al lado del caballo fiel que vela por su agonía; el segundo, el «Tapincén», el grande, lucha y guerrea heroicamente por lo suyo pero es vencido y muere obediente a los dictados y a la ley que le impone otra raza que lo domina y con él se rinde su pampa bárbara; y el tercero, el Pichi Pincén, ya entregado espiritualmente, se entremezcla con el enemigo y se incultura peonando junto al adversario de ayer, quizás feliz por el logro de una vida de paz, sedentaria y estable, regida por normas humanísticas, propias de la civilización occidental y cristiana.
Bebi –Carlos A. Roca–, mi tío abuelo, al escribir, ¿se imaginaría a sí mismo, historiador vernáculo, pisando aquellos “tres escalones descendentes de una historia de salvajes”? Cada escalón una cabeza de indio. Yo me lo imagino así: imaginándose eso mientras escribe. Seguramente no. Pero, ¡qué alarde teórico! Cada estrato de la genealogía cacique apacienta más la sangre salvaje. Se trata de una derrota cultural por capítulos: capitulación extensiva. Hasta que el tierno indio tercera generación se mimetiza con la peonada y olfatea el delirio de ser “feliz por el logro de una vida de paz, sedentaria y estable, regida por normas humanísticas, propias de la civilización occidental y cristiana”. Por más que la descendencia indígena se acerque a nuestro pacifismo humanista, seguirán siempre sin embargo siendo indios –los vástagos.
Bebi escribía por las tardes en un estudio luminoso, rodeado por el cuero de las bibliotecas, respirando polvillo. A veces, conforme con el desempeño, dejaba la pluma de acero junto a sus papeles para contemplar la larga epístola que preparaba para su hermano Quique. Recorría de vuelta los contornos de su caligrafía, bizqueaba para ver sólo las formas púrpuras, las hondas, los meandros de la tinta contenida. Estornudaba.
Al rato, Beba, su esposa, solía tamborilear con discreción el marco de la puerta, entraba cuidando no pisar muy fuerte las leves tablas del parquet y con esa misma delicadeza empujaba la silla de ruedas por aromáticos pasillos estrechos hacia el dormitorio, a donde deslizaba a Bebi, estancado en sueños.
¿Cuándo termina una genealogía? ¿Lo decide el historiador vernáculo con su recorte o la progenie con su despunte? ¿A dónde van las letras que me olvido de teclear?
–¿Usted es Roca? –le preguntó el sujeto de sopetón a modo de simple presentación.
El mismo polvo gris que se arrastrar por la casa es el que alquitrana las manchas de la bañera. El mismo polvo gris se abroquela en las plantillas, delinea la curva neta de un arco: el de mi pie.
le preguntó el sujeto de sopetón
a modo de presentación.
Ya que no es este un texto honesto –sino sincero: o en tren de serlo–, uno se puede preguntar acerca de lo genuino. ¿Cuál es el sustantivo de “genuino”? Ni la génesis ni la genética ni la genealogía ni la genialidad. Tampoco la ingenuidad.
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