I
Recuerdo que esa tarde nos fuimos de la playa a la cabaña de Murilo y estábamos todos sentados en ronda -eramos seis o siete- y que la luz que entraba por la ventana dibujaba un rectángulo dorado en la pared de cal. Ese pueblito de pescadores del nordeste brasileño, que todavía conservaba su ritmo cansino y sin pretensiones, estaba, sin que me diera cuenta, terminando de aflojar la malla de contención en la que me había refugiado y en la que había vivido toda mi vida. Murilo era policía en Sao Paulo y tenía el famoso porro de la lata, aquel que Jemanjá se había encargado de verter por todas las playas del litoral paulista y que, según se decía, había sido descartado por un barco que venía de Tailandia ante la presencia una lancha de la marina de Brasil. Por otra parte, los brasileños tenían con el canabis, una relación diferente de la mía: en Buenos Aires armábamos unos porritos pequeños, unas agujitas tímidas que si bien nos aflojaban y nos ayudaban en la tarea de diluir la dureza porteña, no lograban disolver por completo las barreras de irónía en las que, por costumbre, nos parapetábamos. Murilo, en cambio, había desarrollado una ingeniería asombrosa: unía tres o cuatro papeles para armar y lograba unos porros gigentescos. El tamaño descomunal de los cigarros sumado a la potencia de ese porro tailandes, o de donde fuera que sea, fueron llevándome a un lugar de sensibilidad y emoción que nunca había sentido; pero lo que terminó por desanudar los velos de mi personalidad, lo que abrió mi corazón desconfiado, fue el amor que circulaba, como si fuera una diosa remolona, entre los que estábamos allí.
Lalo -mi amigo de toda la vida, mi hermano- se había ido a nuestra cabaña, y el estar solo entre desconocidos, hablando de la paz entre los hombres ( a páis decía Murilo a quién yo veía ya como si fuera el oso de un dibujo animado), hablando sin prejucios del amor, sin nada que aparentar ni sostener, fue, creo, la primera vez que estuve en el mundo, por fuera de las formas y cliches de mi universo conocido.
Había un muchacho de Brasilia que se llamaba Natal al que todos trataban con respeto porque era “el poeta”. Había escrito una poesía en la cual nombraba a algunos de los presentes, y al sol del nordeste, y a las miles de estrelles que se veían en el cielo y cuyo estribillo repetía tem forró en Canoa Quebrada. Carlitos, el argentino de Banfield que estaba sentado a mi derecha, le había puesto musica y todos la cantamos una y otra vez. Esa canción simple pasó a formar parte del repertorio que con Lalo seguimos cantando durante toda la vida. El tiempo transcurría lentamente y al mismo tiempo, cargado de una hermosa intensidad. El pibe de Banfield cantó rasguña las piedras y para mi sorpresa, todos la corearon; ya era parte del cancionero del grupo. Las palabras que íbamos pronunciando tenían una dulzura que parecía acariciarnos, como si estuvieran llenas de lucecitas de colores. Murilo seguia armando esos porros tremendos.
Sin embargo, por alguna razón que no recuerdo, en un momento me levanté y me fui a un médano alto donde en los atardeceres, la gente iba a ver la puesta del sol. Quizas la intensidad que estaba viviendo era demasiado para mí, y necesité salir, deambular un poco, y lentamente rumbear para mi cabaña, con mi amigo de siempre. Cuando llegué al médano, el sol se acercaba al horizonte; habia grupitos desperdigados por el medano descomunal, todos tranquilos, conversando suavemente, fumando. Jeferson -un pibito local que me había enseñado capoeira- agarró una guitarra y la perfiló hacia el mar para que el viento pase por las cuerdas haciéndolas sonar. Todo era bello y plácido, pero, quizas extrañado frente a tanta belleza, me asusté. Talvez el hecho de que estén todos fumando tan despreocupadamente chocó contra un núcleo duro de mi ser, forjado en tiempos de la dictadura militar y que se expresaba por un temor irracional a la policía, que por otro lado, en ese pueblito perdido, brillaba por su ausencia. No sé si me di cuenta en el momento, pero estaba, efectivamente, un poco asustado y seguramente mis movimientos se verían, de pronto, un poco más toscos. Ese estado me llevó a seguir moviéndome.
Caminé con paso firme hacia el mar subiendo el medano que parecía infinito. La cabaña donde parábamos estaba al lado de la playa pasando el medano gigante. Soplaba un viento cálido que zumbaba suave pero persistentemente en los oídos. Y de pronto, en medio del siseo del viento, escuche a los perros.
II
Habiamos llegado a Canoa Quebrada unos días antes. Como Lalo había estado allí el año anterior, cuando bajamos del camión con nuestras mochilas a cuesta, presa de una emoción que lo desbordaba, fue anticipándose a cada curva, cada casa, cada piedra, contándome anécdotas de su viaje. Él asegura que en un momento, un poco saturado, le pedí “amablemente” que me permita tener mi propio encuentro con el lugar; yo no le recuerdo, pero la situación así descripta encuadra perfectamente con nuestra relación de amigos-hermanos desde los cinco años.
Entre sus historias, la más relevante y preocupante era la concerniente a los perros. Había que tener cuidado, estar atentos, no bajar nunca la guardia frente a los perros. Llevar siempre algunas piedras encima para tirarles en caso de ataque. El año anterior, mientras regrersaba a su cabaña, despreocupado por la playa paradisíaca, fue interceptado y perseguido salvajemente por una jauría de perros. Trágico hubiera sido el desenlace si no hubiese aparecido Jehová, un pescador local que a fuerza de piedrazos logró disolver el temible frente de ataque canino.
A lo largo de esos días nunca vi ninguna jauría, sólo algunos típicos perros de playa, bonachones, que se te acercan tímidos con la cabeza gacha y moviendo la cola; sin embargo la amenaza de los perros secretamente nos acechaba desde el fondo de nuestras mentes en las playas increíbles, en las guitarreadas con caipiriña, en la roda de capoeira.
III
Y finalmente aquí, mientras subo el médano infinito en este atardecer mágico y conmovedor, el viento me trae el sonido del horror… los perros. Distingo los ladridos desaforados entre las rafagas que vienen del oeste, y cuando vuelvo la cabeza los veo: son seis o siete y adivino sus formas que parecen de galgos. Vienen hacia mi en un galope rabioso. Su imagen de animales desplegados y atléticos lanzados en plena carrera hacia mí, se conserva en mi memoria exactamente igual hoy, más de treinta años despues.
Instintivamente empiezo a correr. Corro desprolijamente trepando el médano; la arena y el miedo me vuelven torpe, como si estuviera ciego o no hubiera aprendido todavía las cordinaciones básicas del cuerpo. Corro por mi vida y es como si toda la expansión emocionada que había vivido a lo largo de toda esa tarde se hubiera transformado en lo opuesto: corro como si estuviera comprimido, como si todo el mundo se hubiera reducido al espacio que se acorta entre los perros y yo. No vuelvo a mirar hacia atrás porque cada segundo cuenta; corro y en el viento que parece haberse vuelto más fuerte, vienen trepando los ladridos como si fueran mordiscos secos que rasgan el aire.
Corro freneticamente llegando a la cima y cuando siento que estoy en una especie de meseta me detengo. Freno de golpe totalmente tomado por una sensación, por algo que teniendo la textura de una certeza se expresa dentro de mi mente bajo la forma de una pregunta. Estoy en un estado totalmente desconocido: perplejo, como si estuviera en medio de un desierto sin nombre. Freno, y con la respiración todavía agitada por el pánico y la corrida, me pregunto lentamente, como si mi mente estuviera creando en ese mismo instante las palabras: ¿qué perros?
Estoy parado en la cima del médano como si estuviera sobre la meseta más alta y solitaria del mundo. La arena amarilla reflejando la última luz del día le da a esa inmensidad un aspecto lunar. Voy girando lentamente para encontrar lo que mi mente, desafiando la imagen de los galgos desbocados, ya intuía; lo que en algún lugar liminal ya sabía: no hay perros. No hay perros. No hay nada. Sólo el atrdecer, el cielo y yo.
Parado en la total soledad empiezo a ver miles de imágenes; mas que imágenes, visiones. Lo primero que veo es a mi hermano Ale, vestido con un camperón y un gorro de lana azul, que baja esquiando el medano, como si estuviera en el cerro chapelco; veo otras cosas, muchas, que desfilan ante mis ojos como una película que están proyectando sólo para mí, pero ya no las recuerdo: Sé -lo supe en aquel momento- que todo lo que veo tiene el sabor de la revelación. Esa tarde entendí cosas fundamentales y, sin advertirlo, tomé decisiones que determinaron los sigientes treinta años de mi vida.
Llegué a la cabaña y me abracé con mi amigo como si no lo hubiera visto en siglos.
IV
Hace unas semanas me encontré con Lalo. Vino a casa, y como hacía unos meses que no nos veíamos, nos dispusimos a pasar tranquilos la tarde/noche, sin prisa, con tiempo para hacer unos estiramientos e ir hablando de nada en especial. En un momento recordamos aquel lejano viaje por el nordeste brasileño. Nuestras mentes deambularon por las escenas familiares: Murilo, Natal, las chicas de Fortaleza, y por supuesto, el momento de mi epifanía fumona en los médanos. Lalo recordó entonces una escena que forma parte de su acervo familiar y que yo, curiosamente, no conocía: Mauricio, su papá, era corredor de rulemanes y autopartes y recorría las rutas del país en un autito que se adecuaba muy bien a su condición de joven de clase media que recién empieza. Una noche un poco fría, saliendo de un pueblito perdido en la provincia de Santa Fé, en una ruta sin nombre, escucha una explosión que le retumba en la cabeza. Baja del auto y descubre que pinchó una goma. Cuando acomoda todos los pertrechos y se dispone a cambiarla, aparecen como si hubieran nacido de la oscuridad de la noche, unos perros. Caminan tranquilos, con morosidad, como si simplemente estuvieran haciendo una ronda de reconocimiento de su territorio. Mauricio los observa un poco inquieto y trata de mantenerse tranquilo. Parece que ya se van, que no se sienten amenazados con su presencia, cuando un perrito chiquito y nervioso, un cuzquito de nada, se le acerca y con movimientos temblorosos empieza a ladrar. Mauricio se sonríe al ver esa especie de prepotencia con la que lo azuza el pequeñin, pero, como si fuera una señal que el comandante de la tropa lanza con una autoridad indiscutible, los otros perros se lanzan como flechas y ladran y gruñen y muestran sus dientes. Mauricio se queda al lado del auto midiendo la peligrosidad de la situación. Decide hacer movimientos lentos y pausados tratando de mostrarse tranquilo, como si estuviera más allá de la inminencia del desastre. Desajusta las tuercas, saca la goma pinchada, pone la nueva. Los perros continúan ladrando, se aecercan amenazantes y lo miran con los ojos rojos de sangre; Mauricio sigue haciendo lo suyo, conteniendo el impulso de salir corriendo y refugiarse en el auto; tiene la sensación de que está frente a un pelotón de fusilamiento que en cualquier momento, y sin ninguna razon en especial, pudiera disparar y terminar agujereando su preciada vida. Cuando finaliza, sube lentamente al coche sintiendo cómo la adrenalina que corre por sus venas le da un leve y continuo temblor en las manos. El sonido de los ladridos lo acompañará a lo largo de su vida.
Yo escuché la historia, de principio a fin, perplejo. En una escala mucho menor, el momentáneo estupor de mi mente debe haberse parecido a aquel que había sentido tantos años atrás. Lentamente descubrí que los perros que me persiguieron aqulla tarde en el médano, esos galgos que vi tan claramente desplegados, corriendo voraces por la arena no eran, como yo creía, los perros que Lalo había temido y que mi mente había aceptado y reproducido con todo el horror que cargaban en sus lomos; no eran los perros que la mente de mi amigo habían creado el año anterior, despues de que lo persiguiera la jauría.
Los perros que me corrieron aquella tarde, y que Lalo me legó, eran más antiguos; habian sido acuñados muchos años atrás a la vera de una ruta provincial y se habían transmitido a la siguiente generación, como se transmiten el conocimiento, los vicios y el amor. Eran los perros de Mauricio.