Los ojos azules bien abiertos

por Ezequiel Casanovas
(Fotos: Pablo González)

Una noche de enero de 2015, Cristian Pilotti agarró a su novia del cuello, le gritó que era una puta, que la iba a matar y la golpeó en la cabeza hasta dejarla inconsciente. La justicia lo consideró “tentativa de femicidio”. Con las resonancias del #NiUnaMenos todavía en el aire, crónica de una historia de violencia machista.
Vicky está contra la pared de la habitación de Cristian y no podrá escapar. Los ojos azules bien abiertos por el miedo. El pedido, el ruego para que hablen no alcanzarán a tapar los gritos, las amenazas. Tampoco su mano de mujer delgada. Por más que la estire y trate de doblar el brazo de su novio. No podrá con ese caño trabajado en años de gimnasio ni con la mano como tenaza que la sostiene del cuello. Ni con la otra, ya puño que se estrella contra sus pómulos, sus labios, sus mejillas.
Los golpes podían llegar si Vicky saludaba a alguien y no lo presentaba. Si entraba a un Facebook de otro hombre. Si se ponía una minifalda o un jean. Si se maquillaba mucho, poco o iba a cara lavada. Siempre le echaba la culpa. Siempre los celos, la desconfianza de Cristian.
Aquella noche, después de siete años de relación, Cristian le revisó el celular. Encontró un mensaje de alguien que le decía a su novia que era una reina y debía ser tratada como tal. Ella contestaba que estaba bien y elegía estar con él. Pero no alcanzó.
—Hay cosas que tengo tapadas —dice Vicky para explicar que esas situaciones eran normales en la relación y de muchas ya no se acuerda.
Hay cosas que tiene tapadas. Se acostumbró: un buen maquillaje para los pómulos morados; hielo para la hinchazón en los labios; el pelo como una cortina para las marcas en el cuello. O decir, como le dijo un día de ojo morado a su mamá, que Cristian le había dado un codazo cuando abrió la ventana.
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El 21 de agosto de 1989 Alejandra y Roberto tuvieron a su tercera hija en Rosario. Victoria Montenegro llegó veintitrés meses después que las mellizas Fernanda y Soledad. A los dos años, la familia se mudó a Mar del Plata. Siempre vivieron en San José, un barrio de clase media trabajadora. Ahí, en 1997 nacieron los más chicos de la familia: Eugenia y Rodrigo, también mellizos.
Vicky andaba de acá para allá con sus hermanas más grandes. Uno de los juegos favoritos era con las barbies. Tenían varias y hasta les habían regalado la casita para esas muñecas. Las peinaban, las cambiaban y a veces les inventaban alguna historia. El barrio estaba lleno de chicos: jugar en la vereda era otra opción. O iban a patinar a alguna plaza.
La naturaleza le gustaba desde chica. El jardín y parte de la primaria los hizo en el colegio Albert Schweitzer y, cada año, los llevaban de campamento. La escuela le encantaba y Alejandra todavía lamenta que en cuarto grado tuvieron que cambiarla a la número 20 porque ya no podían pagarla.
Cuando tenían entre ocho y diez años Fernanda iba con Vicky a hacer los mandados y su hermana miraba para abajo todo el camino. Entraba a los negocios, volvían y nunca levantaba la cabeza. En los cumpleaños lo mismo. Se quedaba sola, sin hacer nada hasta que alguien le hablaba y la invitaba a jugar.
El Polivalente de Arte era el colegio de Fernanda y Soledad y el que eligió Vicky para hacer el secundario. A la mañana tenía clases y a la tarde danza. Dos años después no soportó más. La danza no era lo que esperaba y no había diferencia entre la doble escolaridad y leer un libro de mil páginas. Terminó cambiándose al Federico Leloir.
A los quince tuvo a su primer novio. Lo conoció en el centro donde los chicos y chicas se juntaban a conseguir tarjetas para algún boliche. Se llamaba Lucas pero para Vicky era más un amigo que una pareja. Escuchaban mucho reggae, se la pasaban haciendo trenzas de tela, yendo a recitales.
Alejandra recuerda que sus tres hijas más grandes compartían el mismo grupo de amigos. Eran como quince y cuando no iban a bailar se quedaban en su casa, ponían luces, equipo de música y una de las habitaciones se convertía en pista de baile. Fernanda dice que esos fueron los mejores años. Iban juntos a todos lados, se querían mucho y compartían los mismos códigos.
Durante toda esa época, Vicky se imaginaba una tarde de verano en la playa. El cielo enrojecido del atardecer. El mar oscuro pero azul apenas con unas ondas sin ganas de ser olas. Ella, vestido blanco, del brazo de su padre. La gente de pie a los costados de un camino para que la novia llegara al altar y al novio que la esperaba junto al cura. El sí, acepto y después una fiesta de dos días.
El Cristian del principio -como lo llama Vicky ahora- se parecía al novio de ese sueño. Era compañero, contenedor, la entendía y aconsejaba. Las salidas eran muchas y variadas: pasaban el día en la playa, se iban a Santa Clara o Miramar, tomaban mate en la Costa, iban al cine, a bailar y organizaban campamentos. Lo que ella proponía siempre estaba bien. Tenía todo lo que Vicky esperaba para enamorarse. Pero le cuesta recordar esa etapa. A Fernanda no.
El abuelo materno era uno más en la casa. Siempre vivió a pocas cuadras y lo veían todos los días. Para Fernanda y las hermanas era el amor de sus vidas: un padre. No llegaba a los 70 años y tenía soriasis. Un día de marzo de 2009 fue a la clínica para hacer un tratamiento de la enfermedad pero le inyectaron mal un medicamento y murió a los tres días.
Cristian no se movió de al lado de Vicky. La acompañó al velorio, a la casa, al entierro. Preguntaba si alguien de la familia necesitaba algo y no se olvidaba de decirle a su novia que todo iba a estar bien.
Ahora, Vicky no puede explicar en qué momento cambió la relación. Fernanda cree que sí. Se acuerda la primera vez que lo vio violento: hacía más o menos un año que salían. Vicky llevaba un vestido color crudo, la cara apenas maquillada, el pelo suelto. Tomaban una cerveza en la casa y al rato llegó Cristian que la venía a buscar para salir.
Él y Fernanda estaban sentados a la mesa rectangular del comedor de paredes blancas sin ningún cuadro. Vicky se fue a la pieza y volvió con un short y una remera. Preguntó cómo le quedaba. Fernanda le dijo que bárbaro. Cristian estaba atrás suyo: lo escuchaba pero no podía ver las señas que hacía y dijo que estaba de acuerdo pero a su hermana se le transformó la cara. Se fue y cinco minutos más tarde volvió con un pantalón y camisa escocesa. Para Fernanda también le iba bien. Cristian opinó lo mismo. Vicky miró al suelo y volvió a la habitación a cambiarse otra vez.
Fernanda fue al baño. Salió y desde el pasillo que da a la habitación escuchó a Cristian diciéndole a Vicky que con short, pollera o jean era igual:
—A mí me chupa un huevo lo que te pongas: siempre vas a ser una puta.
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Vicky vio que el puntero del mouse se movía solo aunque hacía unos minutos que nadie tocaba la computadora. La flecha fue hasta el zócalo de la pantalla, se posó en el ícono del Messenger y lo abrió. Ella se sentó en el escritorio y agarró el mouse. El puntero se detuvo.
A los dos días, el técnico que revisó el CPU descartó un virus o cualquier otra falla. Pero Vicky no estaba loca: alguien manejaba el puntero desde otra computadora. Era Cristian que había instalado un programa espía. Podía ver con quien chateaba, las páginas a las que entraba y hasta los trabajos que hacía para el profesorado de maestra jardinera.
Estaba en primer año y había dejado Publicidad, la carrera que siguió apenas terminó el secundario. Le gustaba pero no se imaginaba entre campañas y avisos. Todas las mañanas cuidaba a los nenes de dos y cuatro años de su vecina. Jugaban, pintaban, la pasaban bien y pensó que su vocación era estar al frente de una sala en un jardín de infantes.
La relación con Cristian llevaba más de dos años y no era como al principio. Cuando iban a bailar o al cine pasaba algo que disparaba los celos de él. Igual que cuando estaban con el grupo de amigos de Vicky. Su novio siempre se enojaba. Sobre todo si alguno de los chicos la miraba, le hablaba o se reía y ella se empezó a distanciar. Sus amigos le hablaron, le pidieron que no se aleje pero después la dejaron ir.
Cristian también sabía mostrarse como cuando lo conoció: la hacía reír, la acompañaba, la contenía. Vicky hacía todo para que ese momento fuera lo más largo posible. Si sonaba su celular se encargaba de que supiera quién la llamaba y si no estaban juntos le avisaba cada uno de sus movimientos. Todo el tiempo pensaba cómo proteger la relación y a Cristian. La única forma de cambiarlo  —y estaba convencida de que lo iba a cambiar— era estando con él.
Vicky miraba a sus papás. Habían tenido problemas económicos, familiares, pérdidas de personas muy queridas. Incluso, Roberto, camionero, trabajaba en San Nicolás y veía a la familia un fin de semana cada quince días. Pero con Alejandra hacía más de veinte años que estaban juntos. Para ella, el amor era luchar contra todo y a Cristian lo amaba.
El primer año en el IDRA, el instituto donde cursaba, fue inmejorable: metió todas las materias. Un día de octubre de 2010 se preparaba para rendir un parcial a las seis de la tarde y le llegó un mensaje. Una exnovia de Cristian le decía que él le acababa de escribir para verla. Ella lo llamó y le contó. Cristian le pidió que esperara en su casa, estaba yendo para allá. Quería explicarle.
Vicky se fue a rendir. Caminaba por la calle Córdoba y dos cuadras antes de llegar al instituto vio a su novio que venía de frente. Dobló, hizo una cuadra y volvió a doblar en San Luis. El IDRA tenía entradas por las dos calles. Nunca va a saber cómo pero Cristian le había ganado. Estaba cerca de la puerta aunque no pudo evitar que ella se escondiera entre otras chicas y entrara.
No había llegado al aula que el teléfono sonaba y sonaba. Vicky no atendía y lloraba. El primer mensaje de texto decía “salís o entro y te cago a patadas”. El segundo: “voy a romper todo te voy a matar”.
Vicky, la respiración entrecortada por la angustia, apenas le podía explicar a su profesora que no iba a rendir. La mujer la obligó a mostrarle los mensajes. Le dijo que lo normal era que su novio le preguntara a qué hora salía y la esperara. Ella le aseguraba que no iba a entrar, que no pasaría nada.
Desde el instituto se comunicaron con Alejandra. Un empleado de seguridad privada vigilaba a Cristian que miraba hacia adentro o iba de una puerta a la otra. A medida que terminaban de rendir, las demás chicas le hacían compañía a Vicky.
De afuera llegó el ruido de la sirena. Un patrullero se llevó a Cristian de la puerta del instituto. Ella no podía creer lo que estaba pasando. Ya no habría excusas: en un rato se quedó sin maquillaje para el ojo morado, sin pelo que escondiera los dedos marcados en el cuello. Desnuda como mago al que le descubren todos los trucos: su familia, sus compañeras y todo el IDRA ya sabían.
Vicky se moría de vergüenza.
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Según la ley 12569 de la provincia de Buenos Aires, la Violencia de Género puede denunciarla cualquier persona. No sólo la víctima. Pero nadie hizo la denuncia.
Las denuncias por violencia de género se hacen en la comisaría de la Mujer. Según el Centro Municipal de Análisis y Desarrollo del Delito, en 2014 hubo 1139 denuncias y estiman que las víctimas son más de 7 mil: la mayoría de los casos no se llega a denunciar.
El 108 es una línea de asesoramiento gratuita que dispuso la dirección de la Mujer de la comuna a la que puede comunicarse la víctima o cualquier persona que sepa o sospeche de una situación de violencia. En enero y febrero pasados recibió en promedio 700 consultas mensuales. Más de 23 llamados por día. En 2014, el promedio fue de 600 por mes.
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“No se considera como un hombre violento ni golpeador”, dice un asistente social sobre Cristian. Lo entrevistó en el marco de la causa en que figura como imputado y el informe final consta en el expediente.
Nació el 7 de enero de 1990. Le dicen Pilo —su apellido es Pilotti— y es el mayor de cinco hermanos. Los trillizos tienen dos menos que él y al menor le lleva nueve. Vive con ellos y sus padres en el barrio Hipódromo.
Desde los dieciocho años trabajaba de ocho a tres de la tarde en el Ente Municipal de Vialidad y Alumbrado. Manejaba un camión de “Bacheo al toque”. Según él, nunca tuvo problemas ni sanciones laborales. También es guardavidas y conductor náutico.
Cuando salía del trabajo, iba al gimnasio. Hacía musculación, cinta, bicicleta, spinning. Con uno de sus hermanos, personal trainer, seguía una dieta a base de proteínas para subir de peso. Los kilos demás se convierten en músculos. Todos los días comían arroz con pollo, ocho claras de huevo y tomaban polvos proteicos con carbohidratos y aminoácidos. Nunca probó anabólicos ni esteroides.
Fumaba marihuana desde los dieciséis. Probó cocaína pero no le gustó. Hacía dos años que consumía éxtasis. También pepa junto con alcohol todos los fines de semana para ir a fiestas electrónicas. “Me pega alegre”, dice.
A su relación con Vicky la describe como “la única en que tuvo sentimientos”. El asistente social escribirá que Cristian no registra la situación de violencia por la que se lo acusa. Sí otras veces en las que tuvo ganas de pegarle a Vicky pero logró reprimirse y controlarse. “Es la única persona que logró sacar lo peor de mí. Nunca le levanté la mano a una mujer”, dice Cristian.
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El mensaje de Cristian decía que estaba pasando por el momento más difícil. Vicky le respondió y quedaron en encontrarse en la puerta de su casa. El mismo lugar donde se habían visto por última vez hacía un año. Fue una noche de febrero de 2012. El cielo despejado, el calor, sugerían una cerveza o una vuelta por la costa pero él no quiso. Tenía que contarle algo antes que se enterara por otra persona. Estaban en su auto, lloraba y un temblor le sacudía todo el cuerpo. Tardó unos minutos en reponerse. Ella pensaba que estaba enfermo o se iba del país. Nada de eso. Había tenido una hija con Florencia, una de sus amigas.
A principios de 2013, Cristian también lloraba y le decía que la necesitaba. La mamá de la nena se la había llevado a Buenos Aires. No le atendía el teléfono ni respondía mensajes. No tenía cómo ubicar a su hija. Tampoco entendía a la abogada que contrató para recuperarla. Le pedía ayuda.
—Lo empecé a ver de vuelta por la nena— dice Vicky.
—¡Por lástima! —grita su mamá desde algún lugar de la casa y parece que ella no escuchara.
—Fue lo peor que podía haber hecho.
Vicky, pantalón verde, remera blanca, va a repetir esa frase o alguna parecida todas las veces que cuente que volvió con Cristian. Pero así lo puede ver después de tres meses de terapia.
Desde las amenazas en el IDRA cada vez que se reconcilió con él fue por unos meses —lo mismo dirá cuando lo denuncie—. Después se peleaban, estaban un tiempo separados hasta que pasaba algo y volvían. Muchas veces a escondidas. Nadie quería que esté con él.
Ella lo puede ver ahora que ceba mate dulce en el living de su casa, le pide al gato gris que no se suba a la mesa y describe a la relación con el Círculo de la Violencia, un esquema que usa la psicología para analizar las relaciones violentas y tiene tres etapas.
Todo empieza con la etapa de acumulación de tensión. El hombre vive enojado, indiferente, es dueño de silencios que duran horas. Si la mujer pregunta qué le pasa, responde que nada, que es ella que está muy sensible. Tiene demandas irrazonables o manipuladoras: si hay lasaña para la cena, su mujer debió imaginar que él quería comer pollo. Las palabras, los gestos, las opiniones que valen son las suyas. Él es la autoridad. La mujer se pregunta en qué falla. Siente culpa, angustia, confusión. Hace lo imposible para calmarlo aunque nunca alcanza.
La tensión aumenta hasta que estalla. Llega la etapa de explosión violenta. O sea los insultos, amenazas, golpes. Tras el dolor, la mujer se siente culpable, ansiosa y tiene miedo. Aprende  que el poder es exclusivo del hombre.
La tercera etapa es la luna de miel. El hombre llora. Pide perdón. Admite que estuvo mal.  Promete cambiar y le pide a la mujer que lo ayude. Hace lo que sea para que lo acepte de nuevo. Incluso deja que ella crea que, ahora, el poder es suyo. Cuando empieza a ejercerlo, él siente que pierde el control y quiere retomarlo: el círculo vuelve a empezar. Funciona como un espiral: las etapas son cada vez más cortas y la violencia más intensa.
Sin embargo, él niega el abuso. Lo minimiza, lo explica, lo justifica. Eso le permite vivir con lo que hace, no ser descubierto por los demás, tratar a la víctima de exagerada cuando no hay evidencias del maltrato o decir que no quiso dañarla cuando las hay.
La mujer también niega y se culpabiliza. Es preferible eso que aceptar que el hombre que eligió no la quiere, no la respeta. Reemplaza su valoración personal por lo que su pareja piensa de ella. Cada vez es más dependiente, tiene menos poder y menos energía hasta que siente que no puede vivir sin el hombre.
Es muy difícil romper el círculo sin ayuda.
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Nadie. Ni la mamá, el papá, las hermanas, las amigas de Vicky sospechan que está viendo a Cristian otra vez. Si supieran, quizás no permitirían que se levante, vaya a la cocina y corte pan para preparar sánguches. Ni que los guarde en la mochila y cargue la heladera con gaseosa y salga al mediodía a encontrarse con él. Hace menos de un mes que se recibió de maestra jardinera. Cristian la llamó para felicitarla y están empezando de nuevo.
Su cumpleaños es el 7 de enero y hasta el día anterior la amenazó con que no estaría invitada. Pero ahora están en la pileta del camping municipal. Cristian quiso pasar el día con ella y a la noche la invitó a una fiesta. No le importa que esté pendiente del teléfono, hablando o respondiendo mensajes. Tampoco dejar el celular en la mochila porque con él lo tiene prohibido. Vicky dirá que ya sabía todo lo que tenía que hacer para que no hubiera problemas. Él quiere que vivan juntos después de la temporada y ya no tiene dudas de que la quiere.
Son más de las siete de la tarde y cerca del mar, el cielo se pone rosado: el sol le da tregua a los cuerpos después del día de playa. Cristian y Vicky llegan a la inauguración del balneario Destino Arena, al lado del Faro, en el Corsa de él. Se detienen en la garita de seguridad y muestran la invitación: “Destino Arena Opening Party”. Recorren más de dos cuadras entre médanos y palmeras y dejan el auto en el estacionamiento.
El balneario está en la zona más comparable con Punta del Este de la costa marplatense. El cuerpo de modelo, la actitud de vedette de las promotoras en la entrada. Un deck donde podría caber una cancha de fútbol siete. Un bar en cada punta y una cabina de Dj en cada bar. Dos barras de tragos con carteles de Heineken. El agua de la pileta que, por las luces, parece turquesa. Palmeras y sillones, mesas y reposeras blancas.
Los hombres de malla o bermuda. Las mujeres de short o minifalda. Casi todos de  musculosa o remera. Una de cada tres personas lleva lentes negros o espejados. La mayoría de los cuerpos bronceados, muchos tatuados, otros tantos trabajados para llegar al verano como las revistas mandan. En la mano alguna botellita de agua mineral, Cuba Libre, Campari o el porrón de cerveza.
Los Dj pasan música desde temprano. No aturden como en un boliche. Hay mucha gente pero nada de amontonamiento. Algunos bailan, otros hablan, se ríen. Son las mismas caras que se ven en las fiestas electrónicas de Mar del Plata. Vicky y Cristian las frecuentan y conocen a muchos. Van, vienen, charlan con uno, con otro.
Los dos coinciden: se estaban divirtiendo.
Una semana más tarde, Cristian declarará como imputado ante el fiscal Juan Pablo Lódola que con Vicky, en el camping, tomaron media pepa cada uno y alcohol todo el día. Alexis, un conocido de Cristian, citado como testigo en la causa, dirá que estaban de la mano y lúcidos aunque todos tomaban alcohol. No sabe si tomaron pastillas pero Cristian, en el ambiente, tiene fama de que le gustan.
Cristian declarará que tenía un amigo en la barra que le daba cerveza a buen precio y que tomaron éxtasis. No recuerda la cantidad pero cree que dos pastillas cada uno.  También le dirá al fiscal que su novia se estaba besando con otra chica. Entonces fue, la tomó de la mano y le dijo: “¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Estás flasheando?”. Desesperado, discutiendo la llevó hasta el auto. Le pidió que le explicara. Vicky no quería subir y la agarró del cuello para que entrara. Arrancó, se fueron, la discusión siguió. Cristian no recuerda el lugar —“por el estado en el que estaba”, dirá— en que frenó y le pegó. Lo que sí recuerda es que golpeó con el puño cerrado. Ésta es su versión.
Vicky lo contará de otra manera.
En la fiesta, se encuentra con Guadalupe, una amiga que hace tiempo que no ve. Mientras bailan, le cuenta que hace poco se reencontró con Cristian. La conversación se interrumpe cuando siente una mano que la agarra del cuello. Los dedos de su novio la atenazan y le llevan la cara a su pecho. Algo le dice al oído. No le gusta cómo baila.
La agarra de un brazo y con la otra mano la empuja hacia una de las salidas que dan a la playa. Vicky atina a mirar a Guadalupe que no sabe qué hacer. Después agacha la cabeza. Algunas personas se abren para dejarlos pasar. La mayoría ni se entera. Junto a la barra hay un espacio tapado por una valla de seguridad. Cristian la empuja pero por ahí no pasa.
Micaela, una chica que está en la fiesta, le pide a un empleado de seguridad privada que haga algo. El tipo responde que no se puede meter en problemas de pareja. Los dos ven cómo Cristian obliga a su novia a ir al estacionamiento. Caminan entre los médanos, la gente queda atrás y parece que nadie escucha los gritos.
—¡Me estás haciendo quedar como un boludo! ¡Te voy a matar! ¡Te estás portando como una puta!
Llegan al lado del auto y, como siempre, la agarra del cuello. Siguen los gritos, las amenazas. Vicky, los ojos ciegos por el miedo, otra vez no podrá escapar. No tiene cómo. El brazo trabajado en años de gimnasio de su novio, la mano ya puño que no se detiene ante su ruego y va derecho al pómulo izquierdo es lo último que ve, lo último que siente antes de perder la conciencia.
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Vicky está en la comisaría de la Mujer. Ya terminó de contar lo que pasó en la fiesta. El policía se levanta para hacer las copias de la denuncia. No se da cuenta que ella transpira, siente frío y no para de temblar. El desmayo llega segundos después. Su papá la levanta en brazos y la lleva a la clínica.
Según el informe médico —que figura en la Instrucción Penal Preparatoria Nº 08-00000876-15— tenía lesiones en la cabeza: trauma de región frontal con hematoma bipalpebral  en ambos ojos, trauma de nariz, contusión en labio superior, fractura de arcada zigomática, neumatización del cornete medio derecho, desviación del tabique nasal, fractura multifragmentaria de pared lateral y posterior del seno maxilar con colección hemática.
Dicho de otra manera: estaba desfigurada. El informe médico aclara, también, que tenía lesiones en el cuello y en el tórax, las costillas, la columna.
El primero que la asistió esa noche fue Mariano, un amigo suyo. En el expediente está la  declaración: Cristian estacionó el auto frente a la pizzería donde él trabaja, en Almirante Brown al 1800. A veinte metros escuchó cómo la pareja discutía y el golpe que Cristian le dio al volante. Convenció a su amiga de que pasara al baño del negocio y se pusiera hielo.
Mariano dirá que Cristian no sabía qué hacer: no la quería dejar “tirada” pero, a su vez, se quería ir. Todo el tiempo trataba de explicar lo que había pasado. Buscaba excusas y le repetía que si Vicky no hubiera bailado así.
—Estoy arrepentido. Se me fue la mano —recordó Mariano que le dijo.
Vicky lo echó de la pizzería. Se fue y al día siguiente volvió a hablar con Mariano. Esta vez por WhatsApp. La conversación también figura en la causa. Siempre la empieza Cristian: a las 12, a las 2 de la tarde, a las 5, a las 6. Pregunta por Vicky, dónde está, si está internada. Dice que la estaban pasando bien pero ella se equivocó. En uno de los mensajes le escribe: “Me sentí re boludeado. La vieron todos”.
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Vicky apretará el botón Publicar de su Facebook y no habrá vuelta atrás.
El sol de la mañana del domingo 11 de enero amenaza con una tarde de más de 30 grados. Pero a Vicky poco le importa. Hace un día que salió de la clínica. Su familia le prohibió todo contacto con Cristian que no podrá pedir las disculpas de cada vez. O hacerse el que no recuerda lo que pasó. Ni preguntarle por qué lo provocó y mucho menos prometerle que va a cambiar, que van a estar bien.
La noche anterior Fernanda y Alejandra ven una foto de Cristian en Facebook. Está en la costa, abrazado a un amigo. Hacen un comentario y Vicky se da cuenta de que hablan de él. Ellas no le quieren decir nada pero se enoja y su mamá le muestra la pantalla de la computadora:
—Esto hacía el hijo de puta que te cagó la vida mientras vos estabas internada.
Hay otras fotos de él: bailando solo, con cuatro chicas en un boliche, abrazado a otra mujer. Vicky no puede creer que Cristian siga como si nada. Ella sabe que sus amigos, incluso los que tienen en común, piensan que es un genio. Sabe —le dijeron los médicos— que una trompada más pudo haberla matado. Por primera vez el enojo, la bronca son más que la tristeza.
Esa noche le cuesta dormirse pero cuando decide usar el Facebook lo consigue. Apenas se levanta agarra la computadora y escribe como quien escapa, sin lugar a interrupciones. Cuenta que no está de acuerdo con el morbo de las redes sociales pero siente todo el dolor que puede llevar en el cuerpo. Habla del llanto de sus amigos, su familia; del odio que inunda la casa. Esta vez no puede dejarlo pasar.
La barra azul del Facebook marca que la imagen está cargando. Son tres fotos en una. A la izquierda de la pantalla se ve a Cristian: el torso de patovica desnudo, los lentes negros, media sonrisa. En el medio aparece de musculosa, sin lentes y abraza a Vicky por la cintura. Ella, el pelo tirante hacia atrás, vestido blanco, devuelve el abrazo. Los dos tienen un vaso de cerveza en la mano y miran a cámara. Ninguno sonríe. En la última se ve la cabeza de Vicky sobre la almohada de la clínica. Una lágrima de sangre ya seca le cruza la cara pálida, agotada. El ojo izquierdo morado, cerrado por la hinchazón. Los labios partidos, del color del ojo. Una cinta blanca le tapa la herida en el pómulo.
Vicky publica la foto. En dos horas, más de 600 personas comparten su estado y llueven mensajes privados. Unos de apoyo, otros le piden consejos. Una mujer policía le escribe que  vive la misma situación con su pareja, también policía. El tipo le juró que si lo denunciaba la hacía desaparecer en dos minutos. La mujer le pedía ayuda porque cada vez que iba a dejarlo, el novio la convencía.
—Pobre chica. Todavía piensa que el novio va a cambiar —dice Vicky.
—Es lo mismo que vos pensás de Cristian —responde Fernanda.
A la tarde, 10708 personas ya compartieron la imagen y 8164 le pusieron me gusta. Una ciudad entera sabe de Vicky. Y de Cristian. El lunes es tapa de portales de noticias y diarios. La semana va a ser larga: las radios la despiertan a las siete y la llaman todo el día. Las cámaras de televisión de canales locales y nacionales la visitan en su casa.
Dos días después, la policía detiene a Cristian.
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El Juez de Garantías Juan Tapia dictó la prisión preventiva a Cristian y lo acusó de tentativa de femicidio.
En su resolución, evaluó que Cristian mide casi dos metros. Tiene un cuerpo fuerte y atlético. Agarró del cuello a Vicky como para estrangularla mientras gritaba que la iba a matar y la golpeó en la cabeza. Le provocó traumas y fracturas en una zona vital. Vicky perdió el conocimiento. “Esa conducta está orientada a matar”, dijo el juez.
El femicidio, agravante del homicidio, es cuando un hombre mata a una mujer en un contexto de Violencia de Género. Pero el Código Penal no define qué es Violencia de Género. Tapia recurre a otras normas para interpretarla: se basa en una relación de poder desigual. En una agresión a la mujer por el hecho de ser mujer. En una situación de dominio y sometimiento en la cual el hombre actúa como si la mujer fuera su propiedad.
Para Tapia, Cristian dominaba a Vicky. Había una relación de poder desigual entre ellos. Tuvo una actitud machista cuando interrumpió la charla entre su novia y Guadalupe. Le reprochó que lo estaba “haciendo quedar mal”, la trató de “puta” y se la llevó por la fuerza hasta el estacionamiento como si fuera una cosa.
Además, en la declaración de Cristian, hay un intento de justificarse cuando dice que su reacción fue por la actitud de Vicky. El juez dice que es una argumentación sexista muy común en casos como éste: le traslada la culpa a su pareja que pasa a ser la provocadora y no la víctima.
La pena mínima que le correspondería a Cristian es de diez años. Tapia sostiene que si  recuperara la libertad podría presionar a su ex novia para que retire la denuncia o provocar un nuevo episodio de violencia. Por eso dictó la prisión preventiva. La Cámara de Apelaciones y Garantías la confirmó.
Hasta el juicio oral —que sería en el primer semestre de 2016— Cristian debe permanecer en la unidad 44 de Batán. Pero para Tapia, en caso de que la justicia lo encuentre culpable, la cárcel no es la solución: debería haber penas específicas distintas al encierro.
El juez dice que si la violencia se aprende, hay que desaprenderla. En la cárcel, Cristian tendrá que defenderse cada vez que le quieran robar las zapatillas o la comida. Sabrá lo que es el hacinamiento y el hambre. “Estamos ante una gran hipocresía colectiva: queremos enseñar a vivir en libertad y sin violencia utilizando el encierro y la violencia”.
La abogada que representa a Vicky, Patricia Perelló coincide con Tapia: la cárcel no solucionará nada, la ley de femicidio reprime pero no previene el delito. También cree que Cristian debe tener la pena que corresponde pero no para que sirva de ejemplo sino porque puso en riesgo una vida.
Para Vicky, no es fácil ninguna opción: ni Cristian preso ni libre. “Lo que está pasando es lo que tiene que pasar”, dice. Espera que todo el tiempo que esté en la cárcel le sirva para entender lo que hizo, salir y tener una vida mejor.
—Por primera vez en ocho años, estoy haciendo las cosas bien —dice Vicky, por primera vez con los ojos azules bien abiertos.
(fuente: www.revistaajo.com.ar)

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