El sentido común suele ser blanco de ataque de la filosofía y de las ciencias. También de los intelectuales, en su supuesta tarea de “esclarecer” lo que aparece oscuro o inentendible. Ese sentido común nos indica que estamos atravesando una de esas pestes históricas que mata a la gente como moscas. Los Estados entraron en pánico y dictaron medidas de aislamiento tales que el planeta entero, con pequeñas diferencias, entró en una cuarentena general de la cual no se sabe bien cómo salir por miedo a la debacle. Acompaña a la pandemia una epidemia de opiniones de intelectuales. Hay varias notas que reseñan sus posiciones, también un libro digital que generó polémica. Para no repetir, nos referiremos sólo a algunas de esas intervenciones.
A fines de febrero, Giorgio Agamben y Slavoj Zizek salieron a tirar la primera piedra. Agamben, como se sabe, empezó acusando al gobierno italiano de “inventar una epidemia” para instalar un estado de excepción, figura clave que analiza en su obra, y durante marzo, ante las críticas, se despachó con otros textos que desafían al sentido común: en uno ataca la disposición de mantener distancia entre individuos para evitar el contagio porque así “nuestro prójimo ha sido abolido” y en el otro se queja de que “los muertos —nuestros muertos— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué pasa con los cadáveres de las personas que nos son queridas”.
Zizek, por su parte, sentenció que “la epidemia del coronavirus es un ataque contra el sistema capitalista global”, de manera que habrá que “pensar en una sociedad alternativa, más allá del Estado nación, que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”. Tal fue su entusiasmo que escribió en menos de un mes un libro cuyos primeros ejemplares podían descargarse libremente (ahora hay que pagar, así es el capitalismo, pero Zizek aclara que las ganancias irán a Médicos sin Fronteras). Hicieron fila para desacreditarlo desde filósofos de gran trayectoria como Alain Badiou hasta best sellers de la última década como Byung Chul-Han. Si se aplana la famosa curva de infectados, con suerte podremos ver la segunda parte de Pan(dem)ic, un título ciertamente logrado.
Según el español Antonio Diéguez Lucena, ambos sintieron la necesidad de redactar “a toda prisa para que se vea que la ocasión no les ha pasado desapercibida”, aunque la tarea de la filosofía sea para él, de acuerdo a la tan citada imagen de Hegel, como el búho de Minerva, que vuela al anochecer, cuando todo ya ha pasado. Quizás convenga decir, con Michel Foucault, que la filosofía debería ser más parecida a una “ontología del presente”, y que el apuro es preferible a la espera. El problema es si se logra decir algo que esté a la altura del acontecimiento que estamos viviendo.
Así fue que llegó una segunda etapa de reacciones a cargo de best sellers mundiales, como Han, Markus Gabriel y Yuval Harari, con otros tantos discursos urbi et orbi. Gabriel habla de crear una “nueva Ilustración”, algo tan quimérico como la revolución de Zizek. Y para combatir el sentido común, nada mejor que un lugar común bajo la forma de pregunta retórica: “¿Es el coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano, que destruye infinitos seres vivos por codicia?”.
Byung Chul-Han plantea que los orientales, basados en el uso intensivo del big data y en el colectivismo que predomina como forma social central de esa región del mundo, atacaron de manera quirúrgica a los focos de contagio gracias a un control social férreo e indiscutido. Los europeos, en cambio, individualistas como son, jamás podrían aceptar esa vigilancia total del Estado a través de los datos, los algoritmos y las plataformas, y por lo tanto están condenados a emplear una tecnología tan antigua y generalista como la cuarentena. Gabriel y Harari también se escandalizan ante el encierro masivo.
Si Agamben y Zizek se alejan demasiado del sentido común, Han, como Gabriel, se acerca demasiado al lugar común, en este caso el del “orientalismo”, analizado hace muchos años por el gran intelectual palestino Edward Said. Se trata de forjar una imagen típica de Oriente para consumo de los occidentales; el propio Han es un coreano viviendo en Alemania. Olvida que existió un caso Snowden, otro caso llamado Cambridge Analytica, que hubo escándalos políticos y judiciales de todo tipo, que Mark Zuckerberg compareció ante el Senado norteamericano y fue multado, o que Trump y Bolsonaro deben sus triunfos electorales, en parte, a las campañas de fake news basadas en big data. O sea: nosotros, “los occidentales”, los individualistas, somos tan vigilados como “los orientales”, y pataleamos pero en el fondo lo sabemos, y no nos importa, o incluso lo deseamos, entre otras cosas, porque gracias a todos esos sistemas que nos vigilan podemos soportar la cuarentena quienes tenemos una casa y medios económicos para ello. Y ni hablar si nos ofrecen la panacea de la corono-cura a cambio de que nos dejemos perseguir hasta en el baño. La vigilancia a través de los datos no tiene que ver con rasgos culturales, sino con una tendencia mundial que no esperó a la pandemia para existir.
Harari explotó el lugar común del progreso científico y tecnológico. La cuarentena como método, argumenta, es una rémora de otros tiempos. “No servirá volver a la Edad Media para protegerse de los virus a través del aislamiento. Para que esa medida sea efectiva habría que volver a la Edad de Piedra”. Pero lo cierto es que ante esta pandemia estamos un poco como en la Edad Media, la conquista de América o el siglo de Pericles. El coronavirus es extremadamente contagioso, no hay tratamiento efectivo ni vacuna, no hay sistema de salud que logre atender a los infectados y la única manera de limitar la circulación del virus, hoy como ayer, cuando no sabían qué era un virus, es limitar la circulación de los humanos que lo portan. En todo caso, el progreso consistiría en asumir que controlar el espacio es generar tiempo, el que hace falta para que se produzca el otro progreso materializado en tratamientos o vacunas.
De hecho, quizás esta pandemia sea peor que las anteriores, porque hoy se trata de miles de millones de personas con muchos medios para circular, y otros tantos medios para enterarse del avance de la pandemia minuto a minuto y para propagar todo tipo de mensajes al respecto. Esta “colosal infraestructura digital”, según plantea Darío Sandrone en una columna del diario cordobés Hoy Día, contrasta con la “raquítica infraestructura tecnológica” de los sistemas sanitarios. En esa asimetría estamos, también, mucho más “atrasados” de lo que imaginamos.
Inmunología política
Así, en lugar de tratar de que cualquier reflexión al vuelo le calce justo al acontecimiento de esta pandemia, convendría enfocarse en esas zonas del pensamiento contemporáneo que problematizan la relación entre biología, medicina y política, que en definitiva es uno de los asuntos que está en juego en esta pandemia. Así lo interpretó Paul Preciado, que procedió a explicar el funcionamiento de la biopolítica, concepto que acuñó (otra vez) Foucault hace casi medio siglo; y dentro de la biopolítica, lo que Esposito llama el “paradigma inmunitario”. La idea de inmunidad de los cuerpos biológicos, políticos y legislativos está presente a lo largo de toda la historia, pero en el siglo XX logró especial relevancia por el surgimiento de la inmunología y por sus derivaciones políticas.
La inmunología estudia el sistema que permite a los cuerpos establecer una identidad biológica que permitirá su relación, a veces en la forma de combate y otras en la de reconocimiento y eventual cooperación, con su medio ambiente y en especial con lo que entra en los cuerpos, los microbios, y entre ellos los virus y las bacterias. El paradigma inmunitario señala lo propio y lo ajeno, establece límites, determina umbrales de acción y separa lo que debe rescatarse de lo que debe eliminarse. Esto vale para los esfuerzos por conocer cómo funciona el Covid-19 para combatirlo y también para entender por qué Donald Trump lo llama “virus chino”. El mundo entero está hoy dominado por medidas inmunitarias en todos los niveles: el aislamiento material de los cuerpos, los cierres de fronteras, los brotes racistas y nacionalistas, las atribuciones de los Estados para tomar medidas que en otro momento hubieran sido rechazadas de plano o las apelaciones a un “enemigo” a derrotar.
Sin embargo, es justamente aquí donde conviene una vez más apelar al sentido común. El famoso “enemigo silencioso e invisible a combatir” es una figura metafórica que justifica matanzas y genocidios gracias a la equivalencia entre un grupo de seres humanos y una colonia de bacterias o una concentración viral, logrando una cohesión alrededor de un Estado que pasaba a ser así un sistema inmunitario “político”. Por lo tanto, que hoy se apele a esta imagen eriza la piel, pero convendría recordar que el deslizamiento metafórico está ausente.
El Covid-19 es sindicado como enemigo justamente porque infecta, corroe el interior de los cuerpos, obliga a marcar límites entre ellos y, fundamentalmente, porque mata, aunque no lo sepa. No es “como” un virus; es un virus. La retórica belicista de los gobiernos en la actual pandemia no busca justificar el asesinato de seres humanos en nombre de la raza, la nación, la ideología, el combate al terrorismo o al narcotráfico, sino tan sólo legitimar la prohibición de circulación de los cuerpos para apagar la circulación del virus. Puede ser exagerado, puede ser preocupante ver en la calle a las fuerzas de seguridad con un poder que asusta, puede ser ominoso vivir con la sensación de una guerra que no podemos identificar, pero no hay targets humanos.
Sin embargo, como dice María Galindo, del colectivo feminista boliviano “Mujeres creando”, si estas armas, materiales y simbólicas, están en manos de quienes gobiernan su país, resulta muy poco creíble la apelación al bien común. En Chile el gobierno de Piñera encuentra un goce especial en decretar un estado de excepción “bajo control militar” cuando sus fuerzas de seguridad reprimen brutalmente una rebelión que desde octubre no quiere apagarse. Lo mismo ocurre en Colombia. No quisiéramos que a alguien como Bolsonaro se le dé por decretar toques de queda y estados de sitio, y pedimos que López Obrador en México deje de confiar en las estampitas.
Tampoco hace falta abundar demasiado en qué pasa en nuestro país con la acción represiva, ni tampoco lo que significan las calles vacías para la población empobrecida de América Latina, ni el modo en que aumentan los femicidios por efecto del encierro. Esto quiere decir que para nuestra región, y para otras, la pandemia biológica puede ser una buena oportunidad para diseminar partículas asesinas de tipo humano, así como el hambre. Pero los gobiernos relativamente sensatos que quedan al menos pueden modular sus acciones en función de lo que va pasando. Acerca del Covid-19, sin medidas de prevención del contagio, nada puede hacer por el momento.
Bajando del pedestal
En definitiva, el desafío pasa por mantener la función crítica del pensamiento, sostener la capacidad de la filosofía para volar un poco antes de que caiga el sol, sin caer en la insensatez de encontrar “la” explicación en una serie de lugares comunes, ya sea los que existen hace tiempo o los que cada intelectual se ha forjado al construir una obra, ni tampoco pegarse al sentido común. Caen de maduro entonces las preguntas: ¿desde qué lugar se puede hablar cuando se producen eventos de este tipo? ¿Qué se puede decir cuando la magnitud de lo que pasa requiere que, por un momento, tratemos de dejar de explicarlo todo? ¿Cuál es la posición de saber que garantiza un discurso “esclarecedor”? ¿Hay algo que “esclarecer”?
En una entrevista de hace 40 años, Foucault (¿otra vez?) diferenció al “intelectual general” del “intelectual específico”. El primero actúa como un legislador, se cree la voz de la humanidad y se arroga “el derecho de hablar en tanto que maestro de la verdad y de la justicia”. En cambio, la autoridad del intelectual específico emana de su posición de trabajo “en sectores específicos”, encontrando “problemas que eran determinados, ‘no universales’”. Se refiere a quienes intervienen en las luchas en lugares concretos (hospitales, universidades, fábricas), en lugar de hablar desde la posición del escritor o del jurista. Sin embargo, el ejemplo que da es el de Robert Oppenheimer, el físico que lideró el Proyecto Manhattan, el máximo responsable científico de Hiroshima y Nagasaki. Luego de la guerra, Oppenheimer trató de erigirse en la voz central para detener la carrera nuclear entre su país y la Unión Soviética. Terminó acusado de comunista y la carrera, como sabemos, continuó sin obstáculos. Einstein se había arriesgado más porque planteó lo mismo mientras construían la bomba, a pesar de que una carta suya al presidente había detonado el proyecto que terminó dirigiendo su colega.
La analogía podría ser válida porque el Covid-19 se parece cada vez más a la radiación nuclear y con el tiempo Wuhan podría ser considerado nuestro Chernobyl. Pero también podría ser válida porque, efectivamente, nos la pasamos escuchando a las expertas y los expertos en virología, epidemiología, infectología e “intensivistas”. Tratamos de entender qué es una cobertura de proteínas, qué son los receptores celulares, cuáles son los tiempos de permanencia en distintas superficies de este misterioso abrojo diminuto y cuál es el mejor modelo estadístico de contagios.
Foucault decía en aquel entonces que los intelectuales generales estaban dejando su lugar a los específicos. Se podría advertir que eso ocurre sólo en tiempos de urgencia, como éste. O quizás se podría afirmar, siguiendo al sociólogo y antropólogo francés Bruno Latour, que esas expertas y expertos no serán en sentido estricto “intelectuales específicos”, sino tan sólo los voceros y representantes de esos bichos que están viviendo con nosotros, con los animales y con el planeta y que por alguna razón comenzaron una guerra imperialista (metáfora belicista rigurosamente controlada). Curiosamente, Latour, al igual que otras figuras que han trabajado extensamente sobre inmunología como Donna Haraway y Peter Sloterdijk, no han hecho grandes pronunciamientos en lo que va de esta pandemia; apenas una mención de Latour a la catástrofe ecológica, más significativa que la pandemia a su entender.
Así, no haría falta esperar a que termine esta pesadilla para que el búho comience a volar. Podemos mientras tanto ser pequeños colibríes que van picoteando explicaciones y aprendiendo un poco más de aquello que no sabemos, en lugar de asumir que lo sabemos todo desde mucho antes. Parafraseando al viejo best-seller Menos Prozac y más Platón, podríamos abogar por menos Agamben y más Latour.
* Pablo “Manolo” Rodríguez es investigador adjunto del Conicet (Instituto Gino Germani, UBA); autor de Las palabras en las cosas. Saber, poder y subjetivación entre algoritmos y biomoléculas (Cactus).
Muy gracioso con subtitula «bajando del pedestal», pero analiza a todos desde una magnificiente postura «objetiva y desprejuiciada».
El autor se cree él mismo relativamente objetivo y dicha objetividad le da la capacidad de analizar lo que dice el resto.
Lo que no se da cuenta es que presupone premisas básicas que invalidan su postura en contra de, por ejemplo, Agamben.
Cuando dice que «El coronavirus es extremadamente contagioso, no hay tratamiento efectivo ni vacuna, no hay sistema de salud que logre atender a los infectados y la única manera de limitar la circulación del virus, hoy como ayer, cuando no sabían qué era un virus, es limitar la circulación de los humanos que lo portan. En todo caso, el progreso consistiría en asumir que controlar el espacio es generar tiempo, el que hace falta para que se produzca el otro progreso materializado en tratamientos o vacunas.», esto da la pauta de que es un sujeto más colonizado por el discurso científico y que, diga lo que diga, no es en absoluto un sujeto reflexivo.
[…] Los intelectuales y los lugares comunes ante el coronavirus // Pablo “Manolo” Rodríguez […]