Los Inmigrantes //Lucas Paulinovich

“Más vale ser listo y más vale ser duro” es el lema de Donald Trump para promover las políticas segregacionistas que apuntan toda culpabilidad contra inmigrantes ilegales e inspiran proyectos de muros en todas las fronteras. Trump en realidad es Drumpf. Friedrich, su abuelo, era un alemán que llegó a Estados Unidos en 1885, el mismo año que asume la presidencia Grover Cleveland, un demócrata que vetó la ley que restringía el ingreso de los extranjeros. El abuelo pisó suelo americano sin saber inglés y con la fiebre del oro se volvió magnate de prostíbulos, restoranes y hoteles. A principios de siglo volvió a Alemania, pero las autoridades de Baviera lo acusan de evitar el servicio militar, le sacan la ciudadanía y lo envían otra vez a los Estados Unidos. En Nueva York nace Frederick, el padre de Donald.
La nacionalidad alemana, en la posguerra norteamericana, no era un buen atributo para seducir a la gruesa clientela de judíos a los que Frederick aspiraba en el negocio inmobiliario heredado. Por eso decidió falsificar su origen y decir que en realidad su familia había llegado desde Suecia. Fue vinculado al Ku Klux Klan de los años ’20. En 1971, con Donald como miembro de la compañía, recibieron una demanda de derechos civiles por haberle negado el alquiler a afroamericanos. “Mi padre no es alemán, los padres de mi padre eran alemanes, suecos, realmente de toda Europa”, explicó años después Donald.
En 1979 Trump dice que tuvo que tomar la decisión más dolorosa de su vida: vender parte de las cinco manzanas que poseía frente al río Hudson. El comprador era un empresario italiano que había llegado a la Argentina desde Roma con 18 años, junto con dos de sus hermanos, que tampoco sabían el idioma. Su padre, Giorgio, un hijo de terratenientes calabreses que se convirtió en un empresario de la construcción que invertía en las oportunidades de África o América, hacía dos años que vivía en el país. Francesco empezó como asistente de ingeniería civil en una compañía italiana y en 1951 fundó la primera empresa de la construcción que más tarde depararía en Sideco.
En el momento de hacer negocios con Trump, Francesco, que ahora era Franco, era dueño de Socma y aumentaba la cantidad de empresas que controlaba al ritmo de la represión ilegal de la dictadura militar. Las dos familias de empresarios inmigrantes se encontraban para transar las tierras linderas al río neoyorquino. En las negociaciones había un tercer participante que observaba los movimientos, el hijo que Franco había tenido con Alicia Blanco Villegas hacía 21 años. Se habían casado cuando ella, que había aportado tradición familiar a la fortuna inmigrante, tenía 15 años.
Ahora, Mauricio estaba en la mesa negociando como directivo de una de las empresas más promisorias de la corporación civil del Proceso con el hombre fuerte de la construcción en Nueva York. Pero el edén del libre mercado era un territorio extranjero. Los camiones de cemento que Macri había comprado fuera de la ciudad para llevar adelante la remodelación de la estación del subterráneo, que ingresó como parte del acuerdo con la alcaldía, fueron interceptados y no pudieron atravesar el puente desde Nueva Jersey.
Después de la experiencia con Trump, Mauricio, que estudió en colegios selectos de la aristocracia porteña beneficiaria del exterminio de indios y la ley de Residencia -que a principios de siglo perseguía inmigrantes sindicalizados y combativos-, y de donde surgieron buena parte de los colaboradores que integran su gobierno, terminó la carrera de ingeniería que su padre abandonó y comenzó a involucrarse con mayor protagonismo en la zaga empresarial, mediática y deportiva de la familia durante los últimos años de la década del ’80 y el boom de farándula y negocios de los ’90. El nuevo establishment tenía en el joven Mauricio uno de sus mejores exponentes. El poder de la vieja casta empresarial de lazos estrechos con la burocracia estatal -la afamada patria contratista- con el valor agregado de la facilidad de movimiento del joven empresariado curtido en el cinismo noventista.
Ya como presidente, es Mauricio quien firma el decreto que acentúa la persecución a los inmigrantes de países limítrofes y deja funcionar un aparato represivo que tiene a la criminalidad y el narcoterrorismo como llaves maestras del estado de excepción. Las mutaciones del capital y las fragmentaciones y reordenamientos de las fuerzas empresarias en los últimos 20 años son los que distanciaron a Mauricio de su padre. El proceso de modernización tiene sus temporalidades y necesita adecuarse a las nuevas necesidades de reproducción. Las políticas racistas de Trump cierran fronteras para concentrar fuerza en la recuperación de la América Blanca, Mauricio padece el desembarco forzoso en un mundo que se deshace y no quiere recibir a nadie. El proyecto de achicar los márgenes del trabajo, reducir costos y emprender la fervorosa reproducción financiera, requiere estrechar los límites de la exclusión, identificar y reducir enemigos.
La inmigración, como la criminalidad que se persigue, es selectiva. La ligazón pobreza-drogas-delincuencia es el trapecio en el que oscilan los mecanismos persecutorios de la Emergencia en Seguridad. Las brechas crecientes de desocupación, las magulladuras anímicas de la caída del consumo, el malestar suscitado por la precariedad expandida, la privatización de los espacios urbanos y los desalojos represivos, van enardeciendo las franjas marginalizadas. El pedido de orden y normalidad, ante la amenaza, se complementa con la oferta de protección. Es prioridad atacar los focos dañinos, vallar los perímetros de lo peligroso, excluir el sobrante que desequilibra. El miedo y el odio horizontal son fomentados e interpelados desde las políticas de seguridad: un horizonte de víctimas amenazadas. Si la mano de obra limítrofe permitió nutrir de brazos talleres clandestinos, trabajos irremplazables de la cosecha, servicios domésticos y una larga lista de actividades informales que padecen altísimos niveles de sobreexplotación, ante el entusiasmo automatizador y el ataque al trabajo como núcleo de sustento y politicidad, la expulsión de bolivianos, paraguayos, peruanos o colombianos responde a una medida preventiva, también una reducción de costos.
Franco, que diversificó sus negocios con los autos en los ochenta y el correo en los ’90, se alió con empresas chinas y se transformó en un representante de los negocios asiáticos en la región. Su fama de millonario sibarita sumó otra repercusión de alcance global cuando apareció su nombre, como el de Mauricio, en al menos 50 empresas fantasmas reveladas en los Panamá Papers, cuyas causas semana a semana acumulan documentación y suman sociedades descubiertas. Esa otra forma de inmigración que son los capitales golondrinas no preocupa al presidente, que figura como director de las offshore Kagemusha y Fleg trading, a pesar que nunca las incorporó a sus declaraciones juradas cuando era jefe de Gobierno porteño.
La irrupción de los documentos difundidos impactó en el alicaído frente globalizador al que quiere pertenecer el Pro, que recientemente se unió a la Unión Demócrata Internacional, la liga que reúne a los más granados partidos de derecha a nivel mundial. El fenómeno Trump alteró todos los mercados y la migración de capital es rediscutida en medio de amenazas y espectacularidades.
El arrinconamiento de la investigación judicial sobre operatorias de fugas, lavados y evasiones, no parece hacer mella en un gobierno que blanquea a cara destapada y dispone la estructura estatal para la estafa financiera. Las tensiones hacia adentro de Cambiemos no se resuelven con acusaciones contra quienes hicieron de la corrupción una estrategia de enriquecimiento y construcción de poder. El núcleo procesista se activó y se extiende más allá de los actores que ponen a funcionar esa nueva gobernabilidad. Trump parece saber y estar dispuesto a lanzar la guerra. Mauricio vuelve como un inmigrante expulsado de un mundo que solo le pide que atienda sus negocios.
[fuente: agenciasincerco]

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