Con la publicación de este texto de Pedro Biscay intenta promover una discusión sobre el financiamiento de la política. Naturalmente, se trata de evitar la catarsis hipócrita y dar lugar a una verdadera problematización.
¿Qué significa esconder? Una y otra vez pienso en los escondites y en sus miles de formas. Miro la televisión y en cada canal aparecen noticias, debates y polémicas que hablan de nuestra democracia mediática. Allí, en los estudios de TV todo se dice, todo se discute, amplia y vorazmente. La tiranía del tiempo escueto se vuelve participativa porque varios personajes –sean diputadxs, expertos, opinadores seriales, periodistas, “ciudadanxs de a pie”, etc.– dan sus ideas sobre la corrupción y el escándalo. Allí todo es muy transparente e incluso la amplia cobertura televisiva pareciera ayudarnos a medir el grado de acceso a esa información, tan vital para el devenir democrático y la formación de ideas sobre los acontecimientos que estamos viviendo.
Sin embargo, nadie se pregunta qué significa esconder. Pareciera que la cuestión se resuelve en la medida que aparecen bóvedas, tachos de material, actos desesperados en los que se arrojan millones de dólares por la medianera de un sitio –nada menos que religioso– que viene a consagrar la eficacia del símbolo, justo cuando la retroexcavadora fracasó en levantar en cada uno de sus movimientos, paladas y paladas de dinero como se esperaba.
Vi los acontecimientos de los días pasados y por un momento quedé perplejo por lo inverosímil del hecho pero a la vez por la potencia arrolladora que esa imagen genera en la conciencia y en el sentido común. Vale la pena preguntarse sí durante estos días hemos visto la imagen desnuda de la corrupción o de la mafia. Vimos bolsos, vimos un ex funcionario público fuera de quicio y además vimos una metralla. Todo esto en una secuencia de shock que paraliza, avergüenza, interroga, desmoraliza y desorganiza. Puesto en un televisor dentro de un espacio cerrado al vacío podría ser una imagen perfecta de un narco estado. Una imagen que quieren imponernos a cómo sea.
La maquinaria de la moralidad es tan bestial que el escándalo se potencia y nos impide ver más allá de los efectos que la inmediatez nos impone. Tenemos la obligación de mirar más allá de este episodio y asumir el desafío de desarmar la eficacia de la mediatización. Así como un pibe que roba no es un pibe chorro, el barrio donde vive tampoco es un barrio de chorros. De igual modo, un funcionario implicado en un caso de corrupción no vuelve corrupta toda la política. Sin embargo, la eficacia de la mediatización hace del pibe un “pibe chorro” y del funcionario un “funcionario corrupto”. Incluso antes que el poder judicial dicte condena, los medios ya han anticipado su veredicto. Este es el poder del estereotipo que impide ver más allá y que mancha a toda la comunidad política.
Aquí hay una operación que combina lo mediático pero algo más. Ese algo más es el corazón de una lógica mafiosa que vuelve delictivo todo lo hecho por una gestión de orientación popular. Se opera una conversión cínica que vuelve delito, choreo, estafa, malversación cualquier iniciativa de política pública del anterior gobierno. Es delito no haber ejecutado en su totalidad un proyecto presupuestado, es delito haberlo ejecutado tardíamente, es delito sí se lo ejecuto en etapas que implicaron correcciones, como también es delito sí se adeuda a determinados proveedores. Todo es delito porque sí un funcionario público cometió un delito, entonces todo lo que rodea a ese funcionario público también es delictivo. Es la lógica de la asociación ilícita aplicada a la organización de la política.
Claro que la política tiene vicios corruptos. Por supuesto que hay miles y miles de funcionarios dispuestos a dejarse sobornar por unos mangos a cambio de aceitar contrataciones. Pero esto es igual de cierto como que entre retorno y sobreprecio se establece una correlación que no es otra que la de empresario corruptor/funcionario corrompido. Desde hace muchos años, somos varios quienes decimos que “detrás de cada funcionario público corrupto, hay un empresario que corrompe”. Y lo decimos porque creemos que el fenómeno corrupto no tiene tanto que ver con la moralidad o inmoralidad de determinados funcionarios, sino que explica una matriz de reproducción y acumulación del capital económico y político también.
Un libro que siempre me pareció fundamental para entender este tema dice lo siguiente: “El elemento fundamental de la corrupción son las empresas, pues son ellas las constructoras sociales de los mercados, tout court, y además, del monopolio y del oligopolio, como nos demuestran todas las investigaciones sobre la extorsión […] Se trata de empresas ilegales, que adquieren ventajas competitivas a través de la violencia, la evasión fiscal y tributaria, la circulación de enormes masas de capital que derivan de actividades ilícitas, entre las que se destacas el narcotráfico”. Así arranca el capítulo sexto de Cleptocracia, del historiador económico Guido Sapelli.
La corrupción fue durante los años noventa un medio para la acumulación de rentas económicas construidas a costa del saqueo y la cooptación del aparato estatal y de las empresas públicas en un momento en el que junto a las privatizaciones (que pagaban parte de los intereses de la deuda externa) la patria contratista se reacomodaba funcional y estratégicamente en el nuevo entramado de la obra pública.
No podemos eludir más la discusión frontal sobre la corrupción durante la última década. No es sano, no es inteligente y deja sin herramientas a los movimientos sociales que apuestan por opciones de gobierno populares. Quieren queramos defender estas banderas y las políticas de inclusión social y de derechos construidas estos años, tenemos la obligación de hacerlo. Así como frente al gatillo fácil y la represión policial oponemos políticas de control civil sobre el uso de la fuerza y programas contra la violencia institucional, debemos construir programas de prevención de corrupción que pongan en el centro de la escena el rol corruptor de las empresas y los problemas de debilidad legal que favorecen la corrupción.
Por eso, sí durante los noventa las empresas de la corrupción se repartieron nuevas cartas de participación en el mercado de la corrupción; tal vez debamos explorar qué aspectos de ese proceso continuaron en los años posteriores. Para avanzar en esa línea deberíamos explorar todas las debilidades normativas que los sistemas de comprar y contrataciones tiene para permitirles a las empresas efectuar intercambios clandestinos con funcionarios corruptos.
Este punto es hoy imperioso porque cada vez que el empresariado coopta la política, se produce en simultáneo una apropiación privada de lo público y una clandestinización de los intercambios entre privados. Esto es así porque lo privado clausura lo público y al hacerlo sumerge en la clandestinidad las transacciones ilegales. En un determinado punto de este proceso las debilidades normativas, que son el plafón que retroalimenta los mercados criminales (de los cuales la corrupción es sólo uno de ellos), se transforman en el liderazgo de la ilegalidad. Tomo estas ideas también del texto de Sapelli.
¿Por qué no hablan los empresarios y cuentan cómo y quiénes los corrompían? ¿Por qué no explican los circuitos que recorrían cada vez que tenían que sortear los requisitos de un pliego de bases y condiciones? ¿No sería este el momento justo, especialmente sí se tiene en cuenta que el actual gobierno viene a traer aires de honestidad y transparencia a la gestión? Además, ¿no sería bueno este momento si ya el kirchnerismo no tiene capacidad de “apretar”, o sea, de volver rehén a los empresarios que quieren trabajar en el país?
Tal vez durante los últimos doce años la corrupción tuvo otras dinámicas, es decir, otras funcionalidades. Sin embargo, no dudo ni un segundo en creer que alimentó a los corruptores de obras públicas y de servicios de asesoramiento y provisión de bienes en todo el Estado. No quiero generalizar, pero vale la pena preguntarse por esto porque alguna respuesta tenemos que encontrar, especialmente porque el liderazgo de la ilegalidad está relacionado con la fuga de capitales, el endeudamiento externo y la evasión tributaria.
Algo está escondido y es la falta de capacidad para articular propuestas institucionales que permitan encerrar el fenómeno corrupto (digo encerrarlo porque no se puede eliminar, es un asunto que hace a la democracia, que hace a la distribución de razones deliberativas, porque forma parte del consenso, aunque la moral no le permita a muchos aceptarlo: siempre es más fácil indignarse). Nos guste o no la corrupción y la democracia conviven y se retroalimentan.
Pero algo también está escondido en la discusión sobre el financiamiento a la política, porque siempre llegamos tarde y de un modo poco lúcido para pensar estos problemas. Creer que la transparencia y la explicación de quienes financian las campañas es garantía suficiente es poco inteligente, poco atractivo y poco desafiante. Me arriesgaría a pensar que es parte de una afirmación indiscutida: sólo con guita se hace caja, sólo con la caja se ejerce el poder. Esta visión es profundamente neoliberal, y desde el campo popular tenemos que ser astutos para no quedar atrapados en estas formulaciones que son propias de la holgazanería pero no del esfuerzo por repensar el desafío de la emancipación política. La emancipación política requiere para el mediano plazo pensar otras formas de financiamiento de la política en donde los ricos no financian los proyectos políticos del pueblo. Sí se requiere de guita, son los movimientos y no las empresas quienes tienen que conseguir y generar recursos dinerarios. Ahora, para el largo plazo tenemos que aprender a pensar la política sin guita, porque la plata compra, privatiza voluntades y la política forma la escena de lo público, es decir, es su contrario más extremo.
El riesgo que corremos es muy alto, porque el poder económico siempre acecha las fronteras del aparato estatal (lo repudia pero cada vez que puede lo controla para doblegarlo a su favor; su vínculo es histérico) para desprestigiarlo y destrozarlo. El estado y la política sólo tienen razón de ser si se vuelven herramientas para la construcción de derechos, para la independencia de los pueblos.
Y los pueblos organizados molestan, generan irritación a los sectores dominantes porque la esfera pública politizada hace de la democracia una poderosa maquinaria que impone límites a la avaricia de los ricos.
De allí que la expansión del poder popular sea catalogada de clientelar. Quienes hacen esto confunden empoderamiento popular con servidumbre, porque le temen a la conquista de derechos sociales. Es así, los sectores populares no pueden ejercer la política, no pueden reclamar, no pueden exigir porque al hacerlo ejercen derechos que impactan directo en el corazón de la rentabilidad empresaria: el componente salario del costo de producción de una unidad económica.
De allí la acusación de ir detrás de un pancho, como si formar parte de la voluntad general sólo fuera admisible para unos pocos ilustrados. Por todo esto hay que repensar la dinámica y los circuitos del financiamiento de la política actual y de los mecanismos de financiazción que creemos son válidos para fondear la acción política de un proyecto popular.
En esta línea me pregunto, ¿qué diferencia hay entre la obra pública y el grupo económico que financia al candidato político? ¿Acaso no son los dos componentes de la misma ecuación, es decir, aquella compuesta por el retorno y el sobreprecio? ¿Cómo se mide esta relación? ¿Cuál es la tasa entre coima y sobreprecio?
Esto deberían explicar a la opinión pública los “rehenes” que se presentan sin identificarse como víctimas de la corrupción. Sería útil, al menos, para medir intensidades corruptoras, zonas de mayor o menor riesgo corruptor y, por supuesto, protagonistas con nombre propio. Esto no aparece nunca, no se discutió ni en la televisión, ni en la academia ni en las organizaciones de la sociedad civil, siempre conformes con presentar los malos índices de Transparencia Internacional, que además son subjetivos y efectuados por el poder económico.
Por este tipo de pliegues complejos que esconden preguntas fundamentales se perpetúan formas de corrupción que no hacen más que mancillar la política, que hacerle el juego a la potencia del empresariado que quiere que el juego del libre mercado no esté interferido por la decisión política.
Pero hay otro escondite muy alejado de nuestra cercanía conceptual y territorial y que pareciera que “no es delito en sí”. Los paraísos fiscales, las cuentas off shore, los bancos pantalla, las sociedades encadenadas y otras estructuras jurisdiccionales y/o societarias útiles y eficaces para la evasión impositiva, el lavado de dinero y la fuga de capitales.
Un paraíso fiscal es una guarida porque permite esconder. Aquí no vale la ontología del “en sí” y “para sí” cómo sí se tratara de un objeto sartreano. Nada de eso, no nos dejemos tomar el pelo por estas expresiones cínicas que pretender transformar la opacidad en virtud para esconder, justamente, la utilización delictiva de estas estructuras. Si cualquier persona de bien asiste a un curso sobre planificación tributaria o siquiera lee un libro sobre este tema, al igual que si asiste a una conferencia de lavado de dinero o utiliza un manual de prevención, rápidamente verá que un paraíso fiscal es una jurisdicción considerada de mayo riesgo por las implicaciones que en materia de evasión fiscal y lavado de activos genera. Quien constituye una off shore sabe que lo hace para estos fines que no son lícitos. Toda la Oficina Anticorrupción sabe esto al igual que lo sabe toda la Unidad de Información Financiera.
El mayor escándalo es que desde aquella oficina, liderada por un cuadro político del oficialismo, nos digan que “no es delito en sí” cuando la jurisprudencia en la materia establece que una sociedad off shore es una presunción de delito (que admite prueba en contrario, claro está). Y es el mayor escándalo porque apaña y esconde la realidad societaria de todo el empresariado que evade impuestos, sobreprecios o rentas usurarias como parte de sus estrategias de planificación empresaria. Más escandaloso aún es cuando los empresarios se vuelven funcionarios, porque es allí que necesitan blindar su situación reputacional para lo cual acuden al otro escondite.
El otro escondite es el más burdo. Es el escondite del tal López, a quien no me interesa defender. Que actúe la justicia esclareciendo los extraños sucesos que rodean su bizarro raid. Aunque lo primero que tendría que hacer la justicia es decomisar ese dinero que no sabemos de dónde viene, pero que no queremos que quede tirado en un sótano a la espera de integrar el presupuesto del Poder Judicial, como sucedió con el remate del Petit Hotel de Alsogaray cuyos fondos nunca fueron al Hospital Garrahan porque la CSJN lo prohibió. Este escondite que parece copiado de series televisivas es grotesco y escandaliza, por eso paraliza e impide pensar en todo lo anterior y, sobre todo, en el siguiente último escondite que resumo en una pregunta: ¿cómo se construye el consenso en torno a votaciones claves como las de estos días, que han implicado el sacrificio del sistema provisional, el traslado de la UIF al Ministerio de Economía y la designación de dos jueces propuestos por decreto para la CSJN?
Se requiere de un escándalo como éste que vuelva todo lo demás delictivo: es el efecto de la mancha venenosa. Es radioactivo porque todo lo que toca lo contamina y expande su contaminación radialmente. No dejo de pensar en este escondiste porque es el más siniestro de todos. Excede la incapacidad que hemos tenido para pensar respuestas audaces y poderosas frente a la corrupción, pero a su vez nos deja sin capacidad de respuesta porque al criminalizarlo todo, nos vuelve cautivos de un mecanismo extorsionador que trasviste la banalidad del mal en una virtud, el temor en seguridad, la opresión en libertad y la dignidad de haber construido derechos en avergonzamiento público.
Esta lógica es mafiosa en sí y para sí. Se impone en los recintos parlamentarios, en la justicia y en los medios televisivos. Es la única opción posible de enceguecernos para que la matriz criminal del poder económico, aumente el endeudamiento externo como mecanismo de financiamiento de la fuga de capitales a la par de asegurar que la pila de la rentabilidad financiera crezca obscenamente mientras las pilas de la producción y el consumo se destruyan progresivamente.
Es verdad que López intentó esconder dineros de procedencia no justificada y eso es suficiente para que la justicia actúe. No quisiera ni por un segundo que este texto se lea como una defensa de este señor repudiable, ni tampoco de ningún otro corrupto (sin importar su jerarquía) porque es éste el juego al que nos quieren llevar para impedir discutir políticas públicas y proteger así a quienes son titulares de los 400.000 millones de dólares fugados de la Argentina. Esos fondo sí que permanecen bien escondidos en las tierras de la banca off shore. Su exteriorización no es blanqueo si no implica repatriación, porque aquí también hay una deuda histórica con todo el pueblo argentino que quedó atrapado en el corralito impuesto a sangre y fuego luego del giro de utilidades que los banco efectuaron en el 2001 al amparo de un BCRA pasivo y dispuesto a no controlar nada (y que luego continuaron durante doce años violando todo tipo de control de capitales y cambios).
Esta es la corrupción del saqueo de la riqueza del país. Es la contracara más perversa, más oculta y más protegida de todos aquellos funcionarios que ayer y hoy cobran coimas. Es la corrupción del poder económico, que siempre permanece escondida en los pliegues de las tranzas e intercambios del poder oculto conformado por procederes empresarios y corporativos.