Para aquellos que vivimos nuestra adolescencia en los 90s, no se nos puede pasar por alto un detalle que, por menor y superfluo que suene hoy en día, representó una realidad tangible y certera de nuestro quehacer casi diario en aquellos años de juventud pava: los videojuegos de consola, como la MegaDrive de Sega o la Nintendo, tenían una “falla” que usábamos siempre a nuestro favor.
Resultado de un avance aún precario de la industria del videogame o simplemente guiño de los fabricantes para con los usuarios más jóvenes e inexpertos, este “agujero negro” en el diseño informático de nuestros pasatiempos del ocio y tiempo libre nos permitía pasar de fases, meter goles, superar al enemigo que nos acechaba al final del túnel o lisa y llanamente ganar la partida.
Había un jueguito, como le decíamos entonces, hoy prehistórico en prácticamente todas sus dimensiones, que se llamaba FIFA 95. Evidentemente, se trataba de un juego de fútbol donde los equipos de varias naciones, y sus selecciones, competían en diversas ligas y torneos internacionales. Yo solía jugarlo casi diariamente con mi hermano, dedicándole al menos veinte minutos de nuestro día a cada partida. Por supuesto, elegíamos a las mejores selecciones, intentando evitar, por obvias razones, a la temible canarinha.
Con el correr del tiempo, que no supo superar las dos o tres semanas desde su adquisición en un pequeño local de Villa Crespo, nos dimos cuenta de “la falla”. Caímos en ella por accidente, o por necesidad, como suele pasar con aquello que perdura y funciona. El desperfecto informático era el siguiente: Si se pateaba al arco desde fuera del área grande, y en diagonal, la pelota entraba. Insólito e inverosímil en la vida real -salvo para contadísimas excepciones: Messi, Ronaldo, etc…-, en el FIFA 95 de la Genesis de SEGA, si querías ganar seguro, tenías que pegarle a la pelota de esa manera efectista e irreal.
COMODINES
En política participa mucha gente. Se puede decir que todos, de alguna manera u otra, participamos algo de su formación, interpretación, etc. Sin entrar a valorar los grises y grados de influencia, ni mucho menos las razones históricas -excede por completo la intención de este artículo-, podemos decir que para algunos grupos las herramientas de trabajo se han volcado casi exclusivamente sobre el discurso, es decir, las armas de la Palabra. Relegados a esa realidad -que, repetimos, deviene de causas y razones que merecen un artículo aparte-, estos grupos luchan por influir e incidir sobre las “agendas sociales y políticas”, copiando la terminología anglosajona.
Aún sintiéndonos afines a sus ideas y valores, no podemos dejar de señalar, desde un punto de vista semiótico, una situación que, salvando las evidentes distancias, se parece a ese videojuego del FIFA 95 de nuestra infancia. Se trata de los comodines del habla y la escritura, es decir, del discurso, es decir, la tabla sobre la cual se apoyan, indefectiblemente, estos grupos.
¿Qué es un “comodín del discurso”? La falla.
Uno se preguntará, ¿puede un as en la manga, aquello que permite ganar la partida, vencer al malo, meter un gol al último minuto y salvar el partido, ser una falla?
La respuesta es, como la canción, depende; si solo podemos meter un gol de esa manera; si ese mecanismo se vuelve, ay, mecanismo; si, derridianamente, nosotros no hablamos con el comodín, sino que el comodín habla por nosotros… Sí.
Pero podemos ir más lejos.
¿Qué ocurre cuando “perdemos el control” de nuestro discurso, es decir, cuando nos enamoramos de la falla/comodín, cuando recurrimos siempre a patear de la misma manera? Nos volvemos, paradójicamente, aquello que tanto critican y desprecian estos grupos: postmodernos. Como ese personaje de Historia para un tal Gaido, de Abelardo Castillo, donde el protagonista toma consciencia de ser un personaje y se le rebela al narrador, decidiendo terminar con su vida, estos grupos -dentro de los cuales, debo decir, me incluyo- se vuelven presas del Lenguaje, enamorados del gol desde fuera del área grande.
El FIFA 95 y muchos de los videojuegos de los 90s nos enseñaron, antes que la universidad, que el algoritmo (¿significante?) busca, casi como una pulsión, su “eterno retorno”. Como Gaido, el comodín busca al comodín para sobrevivir. Esto no sería un gran problema si no fuera porque en el camino, además de dejarnos tirados al costado de la ruta, nos deja sin posibilidad de volver al carro. Y sin el carro, dicen algunos, no existimos.
Cabría preguntarnos, pues, si la crítica que desde otros frentes califican de “tocar de oído” no es, más bien, un error de lectura. Aquí no habría interpretación, sino performance. Performance que reproduce unos movimientos que, algorítmicamente (videojuegos, etc.) ya hicieron sus ecuaciones, cuyas cuentas dan como resultado señalarnos ese camino en diagonal, cerca del área grande, con el arco en perspectiva y la pelota lista para ser golpeada exactamente así.