Los diarios de Emilio Renzi // Sofía Mercader

“Tal vez Piglia sea, después de Borges, quien mejor ejerce en las entrevistas la tarea de ficcionalizar las afirmaciones personales, confundir la diferencia entre discurso crítico y ficción.”
Néstor García Canclini


Si hay algún libro que puede compararse con Los diarios de Emilio Renzi ese libro es el Borges de Bioy Casares. El último prácticamente comienza en 1947, cuando empiezan a abundar las referencias a Borges en los cuadernos de Bioy que fueron después compilados en aquel singular y voluminoso libro que genera pasiones y odios literarios (hay quienes lo consideran una falsificación de Borges, para otros es uno de los mejores libros de la literatura argentina). Los diarios de Piglia comienzan tan sólo diez años después, en 1957, año en el que su protagonista, Emilio Renzi (Ricardo Piglia) se muda de Adrogué a Mar del Plata con su familia y comienza a escribir un diario en donde registra su vida, pero además -y sobre todo- registra sus lecturas: “El narrador ¿debe ser turbio o distante? Turbio: Dosto, Faulkner; distante: Hemingway, Camus en El Extranjero”, anota en una de las entradas del mismo año 57, observaciones que se repetirán a lo largo de todos los diarios (“Leo Las Palabras de Sartre, es puro estilo, en el mejor sentido”/ “En verdad en Kafka los animales son intelectuales o artistas (…) Ahora bien ¿qué decir de los caballos que abundan en la literatura argentina?”).
“Le digo, envalentonado por el clima de intimidad y agradecido por la sensación de estar hablando con alguien de igual a igual: «Sabe, Borges, que veo un problema en el final de “La forma de la espada”», «Ah -dijo- Usted también escribe cuentos». En fin, me hundió, pero me reconoció como escritor ¿no es cierto?”
pregunta el Piglia maduro, de setenta y tres años, que no abandona todavía (¡cómo abandonarlo!) su gesto devoto.  
Es que esa búsqueda del reconocimiento del «ser escritor», y que es el hilo que recorre todos y cada uno de los diarios, no es una empresa reflejada sólo en las lecturas que hace Piglia durante esos años o en la ideas literarias registradas (“Algún día escribiré un cuento [fantástico] con la historia del ingeniero [¿o del enfermero?] que se encuentra con el inmortal”/ “Un cuento, narrado en futuro, como si el narrador conociera los hechos antes de que sucedan”). El «ser escritor» de Piglia se hace explícito casi brutalmente cuando repetidas veces el autor del diario anota que quiere ser escritor, o, mejor dicho, que va a ser escritor. Su vida entera gira en torno a una decisión que fue, si no fundamentada, definitivamente explícita: “La elección inicial definió todas las demás y, como sucede siempre, esa elección fue impensada y sorpresiva. «¿Y, entonces, qué pensás estudiar?», me preguntó la hermana de E., con la que en ese tiempo estudiaba francés. «Bueno, voy a ser escritor», le dije, tenía dieciséis años y tantas posibilidades de ser escritor como de ser aviador o mercenario.”
Algo de la tenacidad con que Renzi toma esta decisión es sin dudas admirable, mucho más que el objetivo confeso con que el narrador cierra este volumen: “Por eso yo estoy transcribiendo mis diarios, porque quiero que sepan que hoy, a los setenta y tres años, sigo pensando lo mismo, criticando las mismas cosas que criticaba cuando tenía veinte años”. Los diarios reflejan mucho menos qué es lo que Renzi criticaba a sus veinte años, que sus apreciaciones sobre la literatura, sus amistades y su tenacidad en convertirse, a veces incluso a costa del hambre, en un escritor.

Pero el Borges de Bioy y en Los diarios de Emilio Renzi no se asemejan sólo porque en ellos se retrata de una manera íntima el oficio de ser escritor-lector. Ambos textos, además, parecen dirigidos irónicamente a aquellos que acostumbramos a separar el mundo entre realidad y ficción; como una burla a cualquier pensamiento que se aproxime al positivismo, nunca podremos saber si las palabras del Borgesson de Borges o si las palabras de Renzi son las de Piglia. Puede ser por vanidad o por simple gesto estético, Renzi nos advierte de su intención de borrar esos límites entre realidad y ficción, casi desligándose de su responsabilidad: “por eso trabajo ahora con mi musa mexicana. Le dicto y escribe otra cosa. (…) Donde yo digo poemas, ella escribe problemas, donde yo digo, refiriéndome a mis amigos alfonsinistas, cívicos, ella traduce muy propiamente cínicos.”
Como en un gesto que refuerza la imposibilidad de acceder a las «verdaderas» palabras contenidas en los diarios, la película de Andrés Di Tella 327 cuadernos -que retrata la decisión de Piglia de publicar esta esperada obra- cierra con una imagen que parece una burla (tal vez borgeana) a aquellos que creen en los archivos: Piglia se sienta frente a uno de sus cuadernos, cuya vejez se adivina en sus hojas amarillas, lo abre a la mitad y le prende fuego a una de sus páginas. Piglia mira, tranquilo y sin desviar la vista, cómo lentamente se consumen esos registros de su vida que nunca nadie sabrá, entonces, cómo estaban escritos.

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