Los cuerpos de Pinochet // Rodrigo Karmy Bolton

El 5 de octubre de 1988 fue la fecha en que se celebró el plebiscito que abrió al país hacia la transición sin Pinochet como presidente de la República. Comenzaba así la transición a la democracia. Después de años de movilizaciones populares que mantuvieron a la dictadura en vilo y forzaron la salida institucional, tuvo lugar el plebiscito cuyo resultado fue un 54, 7% para la opción NO, y un 43 % para la opción SI. El resultado fue categórico. La Junta Militar de la época reconoce el resultado y Pinochet se ve forzado a dejar la Presidencia de la República. La remoción del cuerpo físico de Pinochet deja su presencia. Poco a poco su cuerpo envejece y sus jerarquías y poderes políticos decrecen. De ser Presidente de la República nombrado por la Junta Militar, pasa a ser Comandante en Jefe durante el primer gobierno de la transición liderado por Patricio Aylwin. Luego un Senador designado en cuanto la propia Constitución avalaba que un expresidente debía gozar de dicho cargo una vez dejaba la presidencia. 

La transición reconocía la legislación impuesta por el dictador y la derecha política, admitía la existencia de un co-poder en la figura de Pinochet que poco a poco experimentaba su crepúsculo, pasando por diversos cargos: de Presidente a General, de General a Senador para terminar en un pequeño viaje a Londres donde fue reducido a verdadero reo internacional. Pinochet regresó a Chile abogando “razones humanitarias” con toda la fuerza del gobierno de la época (el de Frei primero, el de Lagos después –progresismos) que puso sus esfuerzos en defender una “soberanía nacional” frente a la justicia internacional. El malogrado general, quien recibiera el apoyo de Thatcher –dada la complicidad del gobierno de Pinochet con el británico durante la guerra de las Malvinas-  abogó razones humanitarias para resucitar milagrosamente apenas pisó el aeropuerto chileno, recibiendo el abrazo del Comandante en Jefe del Ejército Ricardo Izurieta y del resto de los comandantes en jefe de las FFAA (marzo del año 2000). En el intertanto, la derecha política sufre un travestismo, y comienza a ir en otra dirección: frente a las elecciones entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín fraguadas a fines de 1999 –mientras el vetusto general era aún reo- la derecha se aleja de Pinochet, lo aísla, intenta menguar su presencia y así abrir posibilidades a que el “centro político” pudiera votar por su candidato (Lavín) y ganar, por vez primera, las elecciones presidenciales. Finalmente triunfa Lagos, pero la derecha emprenderá un progresivo alejamiento del patriarca, abandonando su cuerpo físico y reforzar así al cuerpo institucional.  

Pero lo relevante es atender al siguiente proceso: a menor fuerza de Pinochet mayor profundidad adquiría su orden político y económico; mientras menos poder político tenía el cuerpo físico de Pinochet, mayor poder adquiría su cuerpo institucional. Un proceso de desmaterialización se inicia. Una degradación de su cuerpo, al tiempo de una profundización de su orden. No importa más Pinochet. Importa el orden tejido en los años de transición. Un régimen sostenido por la Constitución de 1980, reformada en 1988 y vuelta a reformar en el año 2005 durante la presidencia de Lagos que, sin embargo, había dado lugar a la prevalencia de dos coaliciones políticas que tenían un solo consenso: el neoliberalismo. Por eso la “democracia” –como se la bautizó en algún momento dejando atrás la noción de “transición”- fue siempre concebida “en la medida de lo posible”. Esa “medida” era precisamente el pacto juristocrático de 1980 que funcionaba como soporte del neoliberalismo. La “medida” era precisamente el neoliberalismo. Como se decía en aquél momento cuando se forjó la fábula transicional: no hay que ir más allá de los límites porque o bien los militares pueden volver o bien los empresarios huir. Digamos que la transición fue posible porque la democracia cupular y consensual articuló, desde los primeros años, un nuevo partido fáctico (el “partido neoliberal”) constituido por las cúpulas políticas de las dos coaliciones políticas prevalentes. Un meta-partido que jamás estuvo expuesto a elecciones, pero que constituyó una verdadera máquina posibilitada por la estructura contenida en la Constitución de 1980. 

Una vez consumado el golpe de Estado de 1973, la dictadura se apresuró a formar la Comisión Ortúzar que, liderada por Jaime Guzmán, se propuso la redacción de la nueva constitución. Como ha visto, Renato Cristi, el impulso para instaurar un nuevo texto constitucional se basó en dos premisas: a) la Constitución de 1925 había sido destruida por la Unidad Popular por lo cual la Junta Militar podía investirse ahora de “poder constituyente” delegando en la señalada comisión la tarea de redactar una nueva Constitución y b) los principios que sustentan la nueva Constitución de 1980 son un férreo principio de autoridad y un mercantil concepto de libertad. La conciliación posibilitó el despliegue de la gubernamentalidad neoliberal sin contrapesos, en diversos campos de la vida social. La dualidad de autoridad y libertad deviene la episteme de la máquina “guzmaniana” que, una vez iniciada la transición, articuló al “partido neoliberal”: un partido constituido por un conservadurismo neoliberal que Reina y un progresismo neoliberal que Gobierna; por los patrones de la hacienda y sus mayordomos que se entienden con el pueblo. La autoridad y libertad, el poder y el gobierno, el conservadurismo y el progresismo neoliberales, se fraguan perfectamente en la máquina, cuya textura discursiva se juega en la Constitución de 1980 y el sistema binominal que puso en juego a nivel electoral, donde nunca estuvo en cuestión la continuidad del partido neoliberal mismo, sino solo sus administradores, su mayordomía. 

A esta luz, en la misma dictadura, el cuerpo físico de Pinochet comienza el largo periplo de disolución en el nuevo cuerpo institucional que posibilita el funcionamiento de la máquina de manera casi perfecta. En tal glorificación del modelo, en ese país exitoso, en el “mejor alumno” del Fondo Monetario Internacional, nos encontramos con una bifurcación que tiene lugar en la superficie de los cuerpos. Años de subjetivación neoliberal tramó, a su vez, un conjunto de resistencias. Visto retrospectivamente, digamos que el 18 de Octubre de 2019 cristaliza un ciclo de luchas que irían intensificándose con los años: desde el año 2006 (o incluso, antes con los escolares del 2001), pasando por el momento clave del 2011, hasta la rebelión feminista del 2018 hasta la revuelta de 2019. Todo un conjunto de luchas que encontraron en la Constitución de 1980 un muro, el dispositivo de separación de sus afectos, de sus potencias. Y, entonces, como ha sido visto, las luchas se “constitucionalizaron” con mayor intensidad cada vez hasta que la revuelta de 2019 irrumpe como una potencia destituyente que lleva al cuerpo institucional de Pinochet a su punto cero. El gobierno de Piñera está a punto de caer. Las FFAA salen durante las primeras semanas en que el Presidente declara el estado de excepción contra un “enemigo poderoso”, pero un tiempo después, desisten cuando el general Iturriaga señaló que él “no estaba en guerra con nadie” desautorizando así al propio Presidente y su poder civil. Así, el paso de la antigua forma de las dictaduras militares latinoamericanas tan bien aceitadas por la Escuela de Las Américas en los años 60, dio curso a la nueva forma burocrática del neoliberalismo que ha enviado a las democracias a exhibir su reverso tanático y donde las fuerzas policiales adquieren total respaldo del gobierno y actúan reemplazando la otrora función militar. Ya lo decía Carl Schmitt en su Prefacio para la edición italiana de El Concepto de lo Político: “(…) la policía es un asunto extremadamente político” a pesar que ella misma crea ser una simple fuerza técnica de carácter despolitizado.  

18 de octubre de 2019 es la irrupción de miles de estudiantes secundarios que saltan el torniquete del Metro de Santiago exclamando: “evadir, no pagar, otra forma de luchar”, dando lugar los días sucesivos a una verdadera revuelta que atravesó al país completo y abrió las esperanzas de un proceso constituyente que terminó por establecer una Convención Constitucional para redactar una Nueva Constitución. La revuelta destituyó al cuerpo institucional de Pinochet y, con ello, al partido neoliberal asentado en él. El itinerario ha sido transfigurador; los partidos políticos tradicionales se han hundido y, con ello, la oligarquía militar y financiera que había capturado al país con la “máquina guzmaniana”, parece haber perdido, en parte, el control del país. La intensidad de las luchas desde 1983 hasta 1990 lograron destituir el cuerpo físico de Pinochet, pero los “demócratas” restituyeron su cuerpo institucional en el pacto juristocrático de 1980. Las luchas de los años 2000 cuya máxima intensidad estalla en el 2019 destituyeron al cuerpo institucional de Pinochet. 

Todos estos años se ha tratado de pinochetismo. Porque por “pinochetismo” no se designa solo una corriente de ultra-derecha, sino un conjunto de prácticas de poder orientadas a defender el cuerpo físico e institucional legado por el régimen del vetusto general. En este sentido, el partido neoliberal fue el hijo predilecto de Pinochet. Y así, sus polos conservador y progresista, en la medida que ambos aceptaron el pacto juristocrático de 1980 que pusieron en juego la maquinaria “guzmaniana” que el proceso desencadenado por el 18 de octubre de 2019 lanzó a su grado cero. A partir de aquí, el “partido octubrista” –esa potencia afectiva de imaginación popular sin vanguardia pero de organización múltiple, se apropia del Acuerdo del 15 de Noviembre que, a cambio de que Piñera no fuera destituido, abrió el cauce para una Convención Constitucional (CC) que se pactó en vez de una Asamblea Constituyente. Con ello, el partido neoliberal intentó restituir su control sobre el país, pero el partido octubrista lo destituyó nuevamente obligando a dicha CC a integrar paridad, escaños reservados para pueblos indígenas y facilidad para que los independientes pudieran postular a la CC, cuestión que se consuma para el plebiscito del 25 de octubre de 2020 en que gana el Apruebo (para crear una Nueva Constitución) y se ratifica en las elecciones de constituyentes del 15 de mayo de 2021 cuando el partido neoliberal gana muy pocos escaños y el conservadurismo neoliberal (la derecha) no alcanza el tercio que, en teoría, le iba a alcanzar para posicionarse hegemónicamente en la CC ejerciendo posibilidad de veto. 

Los cálculos del partido neoliberal naufragan y el partido octubrista –en toda su heterogeneidad- se lanzó a la última elección para esta etapa: la elección presidencial. La diversidad de candidaturas (7 inicialmente) dispersó los votos entre varios candidatos y, entonces, sucedió lo imprevisto: la candidatura de la derecha liderada por José Antonio Kast alcanza el primer lugar en la primera vuelta presidencial con un 27,9% frente a un 25.8% de Gabriel Boric. Asimismo, la derecha empata en parlamentarios (tanto en cámara baja como alta) con el progresismo y la izquierda. Con ello, la signatura se abre y la candidatura de Kast –vinculada a Vox y a Bolsonaro- aparece fuertemente como la expresión de un movimiento de restitución del “partido neoliberal” que había perdido su mayordomía y se abalanzaba directamente sobre la presa. Kast deviene la signatura de Pinochet. No de una derecha extraña a la derecha oficial, sino como su más íntima verdad, como una derecha que siempre estuvo completamente atravesada por el cuerpo institucional de Pinochet y no hizo otra cosa que defender –boicoteando desde el gobierno a la propia CC- el pacto juristocrático de 1980. 

Los pueblos parecen contemplar la operación en curso. Experimentan la amenaza que significaría la posibilidad de que Kast llegara al gobierno. Y así, el partido octubrista –que parecía haberse replegado en medio del proceso-  se moviliza a favor de Boric. En Boric ve la posibilidad abierta en octubre de 2019, a la vez que en Kast ve la clausura del podrido cuerpo institucional de Pinochet. La segunda vuelta tiene lugar, la gente concurre a los locales de votación en los diversos rincones del país. La tensión es máxima. Se habla de la conspiración de los microbuseros que dejaron estacionadas las máquinas para impedir que la gente votara. Ello trae la signatura de la conspiración de los microbuseros al otrora gobierno de Allende. La rabia se expande, la gente, sin embargo, parece responder con el voto. Hacia la media tarde los primeros números comienzan a aparecer. Boric lleva ventaja, pero no suficiente. Las encuestas –esos dispositivos de subjetivación-  habían anunciado empate técnico. Pero la elección real acabó con esa ilusión. Boric lleva ventaja. No de uno o dos puntos, sino de varios. Habrán sido las 18 o 19 horas cuando finalmente se sabe que Boric pasó el umbral de votación y mantiene una cifra histórica de sobre 11 puntos sobre su rival. Ha triunfado. ¿Respiramos tranquilos? 

Entonces irrumpe la superposición de escenas: para el plebiscito de 1988 el NO gana con un 54, 7 % al igual que Boric en esta elección presidencial que triunfa con un 55,9; el SI pierde con un 43% como Kast que lo hace con un 44,1%. La votación Boric-Kast no fue solo una votación presidencial, sino una elección que posibilitaba mantener abierto el umbral de transformaciones exigidas por el partido octubrista o que las intentaría cerrar por la fuerza. Porque si Kast portaba la signatura de Pinochet, Boric la de Allende. La fantasmática entre “comunismo” y “libertad” que se fraguó en la elección no fue solo una estrategia publicitaria, sino también una remisión mítica de la tragedia que da origen a esta historia: la del golpe de Estado contra la Unidad Popular urdido en 1973. En ese fantasma estamos todavía atrapados. A esa escena estamos aún capturados. A los dos cuerpos de Pinochet estamos aún remitidos. 

En la elección del 19 de diciembre de 2021, los pueblos de Chile fueron leales al pasado de la Unidad Popular que, como proyecto trunco, ha “esperado su reclamación”. Los chilenos votaron por Boric como signatura de Allende o, lo que es igual, para proteger la posibilidad abierta por el octubrismo que, entre otras cosas, se cristaliza en la CC. Con ello, asistimos a una compleja repetición que expone tortuosamente cómo aún habitamos en el cuerpo podrido de Pinochet: la repetición del plebiscito de 1988 que destituyó al cuerpo físico de Pinochet se superpuso a la elección Boric-Kast para, conjuntamente con la CC, abrir la posibilidad de ir más allá del cuerpo institucional de Pinochet. 

Si bien el plebiscito de 1988 y la elección presidencial del 19 de diciembre de 2021  parecen operar al interior de una secuencia temporal, es preciso dislocar tal historicismo y superponer las dos escenas en la multiplicidad de luchas contra el doble cuerpo de Pinochet, su cuerpo físico e institucional, la máquina “guzmaniana” si se quiere, en que vida y forma se articulan en una misma soberanía. 

Sin embargo, el plebiscito de 1988 fue el paso a la facticidad neoliberal (el cuerpo institucional de Pinochet), tal como lo sitúa la película NO de Pablo Larraín, que sustituyó el discurso monumental de las izquierdas por el jingle de la publicidad “Chile, la alegría ya viene”. Pero no es menos cierto que toda repetición siempre trae consigo la novedad: como un fantasma los dos cuerpos de Pinochet se repetirán bajo la premisa fáctica de la “gobernabilidad”, pero ¿cómo podrá irrumpir lo nuevo capaz de quebrar definitivamente con él? ¿bajo qué fuerzas será posible atravesar ese fantasma y abrir una diferencia capaz de distanciar el destino de 1988 respecto del de 2021? O bien, ¿estamos en el escenario en que el neoliberalismo simplemente no necesita más de la soberanía estatal-nacional y puede prescindir de los dos cuerpos de Pinochet perfectamente? ¿En qué medida, esa diferencia, puede ser amenazada por la posibilidad de un neoliberalismo liberado de pinochetismo? 

Si efectivamente hay una diferencia, quizás, ella se exprese bajo el término “esperanza” y devenga nada más que la grieta que abrió la potencia octubrista sobre el cuerpo institucional de Pinochet y que devino un lugar que no tenía lugar, la posibilidad de transformación, la nueva patria por habitar. Diferencia que ha operado como un receptor de potencias, de formas, de múltiples vidas. Porque la CC devino el lugar en que los pueblos de Chile se han puesto a pensar sobre sí mismos. Sobre sus prácticas, discursos e historia. Ante todo, han comenzado a alterar la relación tradicional que la República instaló sobre el “sexo”, la “raza” y la “clase”. Tres pivotes en los que se articula la imaginación popular: feminismo, pueblos originarios y estudiantes. 

Un último detalle no es menor: el cuerpo institucional de Pinochet no fue inventado en 1973, sino que constituyó la reedición mítica de la gramática dominante durante los 200 años de República. Establecida bajo la sombra de Diego Portales –vicepresidente de la República entre 1831 y 1833; como Piñera, un político y empresario que deviene la figura mítica que articula el paradigma autoritario sobre el cual se basa la República de Chile. Su tesis era que los chilenos carecían de virtudes cívicas, por tanto, había que ejercer un poder centralizado y autoritario, sin contemplaciones. Esa técnica devino la episteme de la República cuya última forma fue precisamente la pinochetista instaurada por el golpe de Estado de 1973 y devenida democracia desde 1990 hasta la actualidad.  Enterrar el cuerpo institucional de Pinochet significa, en el fondo, desmantelar la matriz teológico-política portaliana e ir en búsqueda de otra relación de los pueblos con sus potencias, de otra relación al Otro.

 Quizás, redactar una Nueva Constitución no consista solo en desplegar una técnica jurídica, sino en aprender a hablar de otro modo. El golpe de Estado nos dejó mudos, con una lengua caduca que fue efecto de una “larga violencia” –diría Guadalupe Santa Cruz. Por eso, la nueva época histórica a la que asistimos con la elección presidencial del pasado domingo no consistirá sino en aprender a hablar de otro modo. Hablar menos el lenguaje de la “gobernabilidad” y más el de la “imaginación”. Aunque no sabemos que vendrá y el riesgo que el gobierno sucumba a la simple gobernabilidad adultocéntrica de la lengua conocida es alto, una cosa es cierta: con el octubrismo los chilenos hemos devenido in-fantes. Signo de un comienzo, quizás por eso, el pasado 19 de diciembre, elegimos al presidente más joven de la historia de Chile. 

 

Diciembre 2021

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