Los álamos del deseo // Julián Doberti

Al abuelo Héctor

A L.

 

A veces no se relata para contar un pasado, sino para darle un sentido a lo venidero

Percia

En la institución del superyó uno vivencia, digamos así, un ejemplo del modo en que el presente es traspuesto en pasado

Freud

Il n y a pas de Mémoire pure, simple, littérale, toute mémoire est déjà sens

Barthes

 

1

 

Me gustaría empezar –como si se tratara de una sesión de análisis- con una escena de infancia.

Mis abuelos maternos tenían una quinta hermosa en la provincia de Buenos Aires. La casa era amplia y cómoda, con varias habitaciones, un salón principal donde la luz entraba por grandes ventanales, un hogar que en invierno se encendía. El terreno era extenso y, a lo lejos, más allá de la pileta y los árboles frutales, mi abuelo había plantado tres álamos plateados que se podían contemplar desde la galería. Yo amaba sus siluetas altas y elegantes, sus hojas verdes de un lado y blancas del otro que, agitadas por el viento, transmitían una belleza melancólica. Un día, mi abuelo me vio mirando los álamos, se acercó y me dijo: son tuyos. Hasta el día de hoy lo recuerdo.

 

2

La cita de Freud que elegí como epígrafe se encuentra al final de ese texto tardío e inconcluso que lleva como título “Esquema del psicoanálisis” y –permítanme decirlo de entrada- me resulta un tanto enigmática. El escrito postula una filogénesis de las instancias del aparato psíquico, donde el “pasado cultural heredado” vendría a constituir una base de lo que luego será el superyó, pero Freud sospecha que en esas especulaciones puede haber algo que se escamotea (“no es fácil que tales generalidades sean universalmente correctas”). Sin entrar en las disquisiciones metapsicológicas sobre la constitución del aparato psíquico, lo que me convoca de la afirmación freudiana es el postulado respecto a la temporalidad. El superyó supone una trasposición (noción que Freud emplea para dar cuenta de los movimientos de la pulsión) del presente en pasado. ¿Cómo leer esa operación?

Cuando Lacan dice que el retorno de lo reprimido retorna desde el futuro, trastoca un modo convencional de entender el curso temporal: lo que retorna no lo hace desde el pasado y, en ese sentido, el análisis no desentierra algo que preexiste a la transferencia.

El retorno se vuelve menos un ejercicio de exhumación que de invención habilitada por la escucha y el decir en el espacio transicional del análisis. Se trata del pasado, pero no es el pasado el que retorna, sino lo que se leerá como reprimido en el discurso que atraviesa el tiempo y que, en el acto de lectura, relanzará representaciones y afectos. Es ese relanzamiento el que hará caer algún sentido coagulado y permitirá trazar nuevos caminos asociativos. Así, se produce una ganancia de matices –que no se confunde con una conquista de saber- volviendo al futuro menos repetitivo, menos destino. Lo opuesto a la operación superyoica.

Trasponer presente en pasado supone consolidar una repetición sin posibilidad de diferencia. ¿Un pasaje de actividad a pasividad? Pascal Quignard escribió que “el infinito de la pasividad humana” radicaba en la audición y propuso una figura que retoma orificios corporales para ilustrarlo: “los oídos no tienen párpados”. Freud pescó que una forma privilegiada de incidencia del superyó era la voz, aquellos restos de lo “oído” y también de lo “visto” (sobre todo aquello visto en silencio, como precisó alguna vez Jinkis). Un silencio y una voz donde el sujeto deviene objeto de aquello que ve y que escucha.

3

“Esto que me pasa, me pasa porque cuando era chico…”, fórmula trillada que ilustra a la perfección el modo de trasposición de presente en pasado, ubicando algo del pasado –cualquier cosa- en el lugar de causa de lo vivido en el presente. Si un análisis se orienta de ese modo, termina construyendo una esclavitud perfecta valiéndose de la neurosis de transferencia. Quiero enfatizar que llenar de sentido el lugar de la causa es siempre superyoico, del mismo modo en que lo es pretender asignarle un objeto al deseo (y ambas operaciones se asemejan en el rechazo de la falta de objeto). Esto no implica desdeñar la importancia del sentido en el análisis, al contrario: se trata de no hacer un cierto uso del sentido, para poder hacer otra cosa.

Cuando Barthes afirma que no hay memoria pura, literal, que toda memoria supone sentido, no vuelve a la memoria un campo ilusorio: nos recuerda la responsabilidad que implica trabajar con los efectos de sentido. ¿Cómo hacer uso del sentido sin colaborar con el superyó? Encuentro en el epígrafe de Percia (y en ciertas vivencias personales, ya volverán los álamos) una posible respuesta: “a veces no se relata para contar un pasado, sino para darle un sentido a lo venidero”. Si para Freud el superyó traspone presente en pasado, para Percia el deseo del analista traspone pasado en una pregunta por el sentido que involucra lo venidero.

En su escrito “Construcciones en el análisis”, Freud distingue las construcciones de sentido de las imposiciones de sentido, a las que compara con efectos alucinatorios y delirantes. Éstas últimas, dice, producen una “creencia compulsiva” que a las construcciones les falta. Las construcciones de sentido en los análisis son incompletas, provisorias, conjeturales, deseantes. Vuelven al porvenir menos desesperante, ese afecto donde el tiempo queda aplastado por demandas enloquecedoras. Todo análisis (se) construye sobre restos, palabras, recuerdos, repeticiones, fantasmas, que la transferencia permite ir leyendo. Pero, al final, no se arriba a una construcción robusta y sin fallas como si se tratara de un edificio a estrenar.

Se construye al modo de marcas en la arena que la marea irá borrando; marcas que se olvidan, nos sorprenden, nos hacen soñar, nos despiertan. La playa no será la misma después de ese trazado. Aunque el viento siga soplando y nos hayamos ido.

4

Hace unos meses, caminando en Paris con L, ocurrió un reencuentro inesperado. Al borde del Sena, sobre la orilla izquierda, pasando el boulevard Saint-Michel, nos encontramos con una fila de álamos plateados. Parecían custodiar las aguas del río en un ejercicio inusual de protección y modelaje. L sabía lo que significaban aquellos árboles para mí. Se acercó, le pidió permiso a uno de los álamos como corresponde a semejante acto, tomó una hoja y me la dio.

Borges decía que el gato que pasaba ahora frente a su ventana era el mismo que habían acariciado, siglos atrás –como quien dice minutos antes-, las manos de Cleopatra. Esa atemporalidad de los seres desprovistos de lenguaje me lleva a imaginar, con una sonrisa, que la hoja que me regaló L, meses atrás, aquella tarde parisina, es una de las tantas que yo miraba moverse en el viento, un día perdido para siempre en mi infancia, mientras mi abuelo se acercaba a anunciarme que, a partir de ese momento, los álamos eran míos.

Pero no nos apresuremos.

Una escena modifica a la otra, en ida y vuelta. Mi abuelo no sabía –no podía saber- qué me transmitía cuando me dijo “son tuyos”. Y L no sabía –no podía saber, aunque alguna sospecha pudiera tener- que ese gesto suyo me iba a permitir descubrir una cara amable del tiempo y de lo perdido. No se trata de alucinar que la hoja es la misma, sino de jugar en los bordes de la paradoja, con humor.

Si menciono el humor es porque, como podrán advertirlo, no deja de haber una dimensión dolorosa que logra elaborarse entre ambas escenas. Si el “son tuyos” pudo tener una resonancia superyoica –aunque no solamente-, el gesto de L me permite leer ahora, en su espontaneidad y ligereza[1], no tanto un “son tuyos” (si fueran míos, ¿cómo llegaron a Paris?) sino un deseo que advirtió mi abuelo en mí ese día y quiso reconocer. Un deseo que el gesto de L me ayudó a recuperar, desde otro lugar[2].

Podría seguir desplegando algunas consideraciones más, pero prefiero detenerme aquí y cederle las últimas palabras de este escrito a la poeta Beatriz Vignoli. El poema se titula “Silencio”:

 

Esa mujer estaba leyendo en el subte

y de pronto no tuve pensamientos;

 

solamente el color acumulado

de toda la memoria

en medio de un silencio

 

tan feliz que no quería decir nada.

 

[1] La ligereza no habría que asociarla a la liviandad, lo superfluo, o lo trivial. Ligereza en este contexto se opone a la pesadez del superyó. Una mano que se extiende y toma una hoja de un árbol para luego regalársela a alguien: en la ligereza ¿infantil? de ese gesto hay una potencia (la potencia del psicoanálisis probablemente tenga más relación con la ligereza que con las grandiosidades de ciertos relatos épicos) equivalente a ciertas palabras que, escuchadas durante una sesión en el momento oportuno, marcan un giro en cierto momento sufriente de la vida.

[2] Con un cambio de objeto: no es lo mismo un árbol que una hoja. La función de la metonimia no es menor.

 

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