por María Galindo
Sin embargo, y a pesar de ello, la Bienal de Arte de San Pablo no ha constituido una prolongación del imaginario de esta élite, sino que ha ido adquiriendo a lo largo de su historia la condición de novelesca sucesión de plataformas moldeadas más bien por la historia, por los contextos y las circunstancias. Una vez rota la lógica de las representaciones nacionales, la curaduría se ha convertido en un escenario definitorio de los contenidos y propuestas de las bienales.
En ese contexto, “la rebelión”, “el paréntesis abierto”, “el debate” ocurrido esta pasada semana frente a la presencia del logo del Estado de Israel como auspiciante gracias a una suma ridícula de dinero que es necesario subrayar: cerca de 40.000 dólares de un conjunto de 10.000.000 que es el costo de la bienal, ha supuesto la puesta en cuestión de la relación entre auspiciantes y arte.
Los y las artistas árabes, palestinas, libaneses afincados en la región en conflicto sentían afectada la integridad ética del sentido de su obra si ésta figuraba como auspiciada por un Estado genocida. Al mismo tiempo el conjunto de artistas presentes o al menos una amplia mayoría no sólo entendíamos perfectamente esta visión, sino que compartíamos el límite ético planteado por ellos y ellas. Se llegó a una solución con sabor a triunfo que supone la suspensión del link del logo del Estado de Israel con la web del consulado de Israel y la asociación del auspicio de manera directa y exclusiva con los artistas de origen israelí.
Para mi gusto, una sugerencia que hubiera tenido un impacto político mayor, cual era la de colocar de manera generalizada por parte de todos y todas quienes lo quisieran un logo específico de repudio del auspicio del Estado de Israel en la bienal, quedó desechada por propia voluntad de los y las artistas de la región que tuvieron, por la implicancia directa, un poder especial de decisión sobre el conjunto.