Este texto puede leerse como una serie de entradas de un diario. Y como un homenaje a distintas personas. Y –me gusta especialmente esta alternativa- como un punto de partida y de encuentro en estos días difíciles.
Domingo 20 de agosto de 2023, por la mañana
El cielo está nublado, una luz tenue envuelve el living. Tengo algunos mensajes sin contestar en el celular –no hay apuro-, la bruma de la noche que pasó aún no me abandona del todo. Retazos de frases escuchadas, la suavidad del vino, reflejos de risas en las ventanas.
Mientras tomo un café leo, una vez más, a Matthew Dickman. Se acaba de editar su primer poemario traducido al castellano, Café en la nieve. El poema que abre el libro se llama Problema. Empieza así: “cuando tenía treinta y seis, Marilyn Monroe se llevó a la cama/ todas las píldoras para dormir. La hija de Marlon Brando/ se colgó en el cuarto tahitiano/ de la casa de su madre…”. La enumeración de suicidios célebres continúa. Sin embargo, el flirteo con un tono que -en una primera impresión- confundiríamos con un informe forense, rápidamente encuentra su contrapunto en una extraña intimidad que irrumpe en breves fogonazos: “a veces/ mirás las nubes o los árboles y no se parecen/ ni al cielo ni al suelo ni a las nubes ni a los árboles”. Son digresiones, desvíos tan repentinos como delicados del sendero mortífero. En otro momento, leemos: “Deleuze, el filósofo,/ se tiró al mundo por la ventana/ para salir de él”. No cualquiera es capaz de construir un modo de decir así. Y, de pronto: “A veces me pregunto por la vida/ interior de los osos polares”. Mientras transcurren las muertes sucesivas, parece como si, cada tanto, la voz poética se distrajera. Creo que ahí hay un gesto decisivo. Matthew Dickman vivió en carne propia el suicidio de un hermano mayor. Ese hecho no es mencionado en ningún momento del poema. ¿Cómo hacer frente a lo irreparable?
Hay dolores que nos desbordan, que no tienen explicación, que exasperan todas nuestras certezas. En Problema el poeta parece ubicar una salida que no consiste en intentar entender esas muertes, ni en perdonarlas, tampoco en condenarlas; el poeta no se identifica ni juzga, no demanda explicaciones. Lo decisivo del acto poético reside en esa potencia que quiebra cualquier lógica tristemente paranoica: la potencia de la distracción. Mira al cielo, menciona su gusto por los jabones que hay en los hoteles (“Me gustan/ los jabones que te dan en los hoteles porque son lindos”), se interesa por la vida interior de los osos polares. Frente al horror, encuentra las pequeñas distracciones que lo suspenden, al menos, por un rato. Juan Gelman decía que la poesía era una interrupción del dolor. Qué importante es eso.
27 de abril de 2021
Sé que ese día estaba en Mar del Plata porque escribí esa fecha y el nombre de la ciudad en la primera página de La pasión suspendida, la compilación de entrevistas a Marguerite Duras. Habíamos ido a pasar unos días cerca del mar con Fede y Vera, dos amigos que en este momento están a miles de kilómetros de mi casa y que suelo extrañar. Hace un tiempo que convivo con el sentimiento de extrañar a personas muy queridas que están lejos. Es cierto que la tecnología (qué palabra desagradable, tan vacía, tan disonante con el deseo) parece acortar las distancias, como se suele decir. En mi caso, aunque hable por teléfono o haga una videollamada con ellos, la distancia no sólo no se acorta, sino que, de algún modo, se vuelve mucho más evidente.
Tengo una foto hermosa en el celular que les saqué el día que llegamos. Estamos sentados sobre la explanada de piedra de la Avenida Patricio Peralta Ramos, a la altura de la playa Varese. Vera está de perfil, tiene puesto un saco de lana amarillo y el barbijo por debajo de la pera (todavía eran tiempos pandémicos). Fede lleva un buzo negro y el barbijo también bajo, unos rayos de sol fríos se enredan con su pelo. La mira a Vera sonriendo mientras se toca con el índice y el pulgar de la mano derecha el labio inferior, en un gesto muy suyo, expectante. No recuerdo de qué hablábamos. Esa noche cenamos en el jardín de un restaurante hermoso, tomamos vino blanco y nos reímos tanto. Hay risas que se recuerdan.
A la mañana o a la tarde íbamos a un café que tenía un patio cómodo y tranquilo. Quedaba cerca de una librería en la que compré el libro de Duras, y que empecé a leer enseguida. Su escritura nunca cae en lugares comunes, sus palabras por momentos son tan precisas e implacables que duelen. Pero, no sé cómo explicarlo, ese dolor produce, subrepticiamente, un alivio particular. En un momento dice: “como todas las mujeres, me enojé, me fatigué, junto a hombres que me querían cerca de ellos para reposar de su trabajo o para dejarme en la casa. Y es ahí, en la casa, en la cocina, a menudo, donde escribí. Amé el vacío dejado por los hombres que salían. Sólo entonces podía pensar, o no pensar, lo que es lo mismo”. Esa última frase me deslumbra. Sólo entonces podía pensar, o no pensar, lo que es lo mismo. Estos días, en los que proliferan tantos análisis y sobreanálisis y llamados de alerta respecto a la situación crítica que estamos viviendo, días y noches donde el miedo, la frustración y la angustia son tópicos cotidianos, se vuelve difícil encontrar esos momentos de vacío en los que no pensar, para que algún pensamiento se vuelva posible.
30 de septiembre de 2022
Esa fecha está sellada en tinta negra en la primera página de una libreta de tapas azules que compré en una pequeña papelería artesanal de Valparaíso. Había ido a pasar unos días a Viña del Mar invitado por Magdalena, una de las mujeres más brillantes y apasionadas que conozco. Ella había asistido a algunos de mis talleres virtuales mientras estaba en Barcelona cursando una maestría en psicoanálisis. Desde su departamento viñamarino se veía el Pacífico, con su presencia solemne y plateada, tan diferente a la del Atlántico. Gracias a ella conocí la poesía de Daniela Catrileo y estrené el cuaderno de tapas azules con una cita de Río herido: “Este no es mi viaje/ Este es mi viaje”. Revisando anotaciones de ese momento, me encuentro con una suerte de crónica que escribí durante esos días. Transcribo algunos fragmentos:
Con Magdalena somos colegas, si es que eso significa algo. A ella le interesan las relaciones entre los sexos, los modos de la seducción, la “coquetería”, los malentendidos, los laberintos del deseo. Le interesan en el sentido en que una bala interesa al cuerpo al que se dirige: yendo hacia ahí, estando involucrada en el movimiento mismo de los asuntos que la convocan.
A mí no me importa demasiado “hablar de psicoanálisis” con ella, sospecho que a los dos nos terminaría resultando un poco tedioso, pero me gusta escucharla hablar de su relación con lo que le interesa del psicoanálisis, sus dificultades, su bronca con cierto ideal aséptico y asexual que pretende suprimir el cuerpo del analista. Como si un análisis fuera posible sin cuerpo. Según ella, esa pretensión la encontró, con frecuencia, en psicoanalistas varones.
Magdalena, su cabello rojizo, sus pecas alegres, su voz dulce. Magdalena, su manera de mirar, de reírse, de distraerse, de dejar en claro lo que quiere, de preguntarme si entiendo una palabra chilena que no entiendo. Magdalena cuando habla de sus amigos, de sus amigas, de sus amores.
Magdalena. La voy a extrañar harto.
Me impresiona releer estas palabras ahora, cuando todo parece tan distinto. Ella se mudó y está viviendo en otro país, en mi país todo está cambiando muy rápido hacia algo desconocido y tenebroso. Pienso en esos días y algo, por fin, se detiene. Sonrío.
En Los años de Annie Ernaux encuentro esta reflexión que me resulta muy actual: “al revés que durante la adolescencia, cuando tenía la impresión de no ser la misma de un año, y hasta de un mes, para otro, mientras el resto del mundo a su alrededor permanecía inmutable, ahora es ella la que se siente inmóvil en un mundo que corre”.
23 de octubre de 2022, cumpleaños de Charly
Miro una foto de Charly García que siempre me gustó mucho. Tiene puesta una campera de jean azul en el mismo tono que el pantalón, está de cuclillas, usa unos anteojos grandes, ochentosos, mira a la cámara con una leve sonrisa y el pelo despeinado, el bigote bicolor. En la mano derecha sostiene -agarrándolo por la punta de su larga cola- a un dinosaurio gris de juguete. Con la mano izquierda extendida señala el objeto, exhibiéndolo con picardía. ¿Quién posa así, con un dinosaurio de juguete dado vuelta, después de escribir Los dinosaurios? Sólo un genio como Charly puede esquivar la solemnidad con tanta ternura, enfrentar al horror con la mejor poesía. Y reírse como un chico.
Hay una grabación del recital que dio en Ferro, en diciembre del ’82, donde cierra tocando Inconsciente colectivo. La dictadura estaba en retirada y se notaba. Es una noche calurosa y feliz. Antes de irse del escenario, mira al público y se despide diciendo: “buenas noches, duerman tranquilos”. Debió haber sido un momento muy especial.
Todos necesitamos, después de haber sobrevivido a momentos difíciles, que nos digan eso. Charly, con su música, nos lo dice, no nos deja solos.
3 de septiembre de 2020
Esa fecha –mi cumpleaños- encabeza la dedicatoria que me escribió Ro en el ejemplar de La belleza del marido de Anne Carson que tengo en mi biblioteca. Cada tanto vuelvo a leerlo. Hace unos días lo estaba revisando sin prestar mucha atención y me encontré con un fragmento subrayado que me estremeció. Lo había olvidado. Lo transcribo:
Te gustaría ver de nuevo esa película brasilera me perdí en
algunas partes
¿Esa sobre los torturadores?
Se llamaban a sí mismos generales.
No me interesa.
Es complicada tal vez te guste. En una escena están torturando a
un tipo
y hablan de películas mientras lo hacen películas que les gustan
y por qué y uno de ellos dice sabés
para mí una buena película es en la que el enemigo dice algo que
tiene sentido.
Entonces me da miedo.
Entonces no sé qué puede pasar después
y siguen torturando al tipo.
En la dedicatoria, Ro escribió: “por la potencia, el juego, la poesía, por el refugio y la insistencia, por la sensibilidad y la aventura, la resistencia cuando todo parece derrumbarse”. En esa enumeración hay un conjuro frente al horror. Vuelvo a leerla. Una vez más.
3 de agosto de 2023, mediodía
Milena P comparte en Instagram un fragmento de un artículo de Cynthia Szewach en el que la autora relata lo siguiente:
Natalia Ginzburg recomienda a su amigo Federico Fellini (abrumado y ensombrecido) que consulte con su psicoanalista, quien la había ayudado a salir de un pozo de pérdidas dolorosas después de la guerra. Le escribe: “Yo llegaba al consultorio y me esperaba un vaso de agua y una rodaja de limón en una bandejita junto al diván, sentía la brisa que entraba por la ventana (…) y escuchaba la voz (…) sólo puedo decirte que son las pequeñas cosas como esas las que nos salvan”
El otro día en análisis recordé esa escena, esas palabras. Tienen una vigencia que me resulta evidente, cristalina. Confieso que nunca me resultó demasiado atractiva la idea –el fantasma, diría, si respondo a cierto reflejo lacaniano- de la salvación. Pero en la cita de Ginzburg descubro algo con lo que coincido íntimamente. En esos momentos, en esas fechas y lugares, en esos encuentros en los que algo cobra sentido en medio del sinsentido, la salvación acontece como un respiro compartido en medio de lo asfixiante del mundo.
Hace unas semanas, en una clase de francés con Milena R –quien, además de ser profesora de francés, escribe, actúa, reseña películas, da talleres y todo lo hace impecablemente bien-, quería usar una palabra francesa que significara algo que no lograba precisar. No te preocupes –me dijo ella, notando mi ansiedad- ya vamos a encontrar la palabra que queremos. Esa frase tuvo para mí una resonancia que siguió más allá de la clase, y que ahora, mientras termino de escribir este texto, empiezo a entender. De eso se trata, de salir a buscar con otros, que nunca son cualquiera, la palabra que queremos. Un poco de brisa, un vaso de agua, una rodaja de limón. Sólo puedo decirte que son las pequeñas cosas como esas las que nos salvan.