Apenas caminabas unos pasos la atmósfera se enrarecía. “Perá un poquitito”, te decía de espaldas mientras tecleaba con sus dos dedos índices, al viejo estilo del tipeo en las máquinas de escribir, mientras redondeaba alguna idea. Y uno no salía de su asombro. Porque lo que veía allí era una imagen dantesca. Libros y papeles atiborrados a más no poder. Brotaban desde el piso y se acumulaban en pilas inclasificables cuya estabilidad no estaba garantizada. Lo que para todo el mundo era un quilombo, para Horacio González era un orden interno, inmanente a su estilo de trabajo. Y no aceptaba que nadie arreglara ni ordenara nada. Se enojaba con ganas. Lo mismo hacía en su oficina de la Biblioteca Nacional, donde un libro de Ernesto Laclau se filtraba entre memorándums perdidos y expedientes infinitos, en cuyas portadas cada tanto anotaba algo mientras hablaba por teléfono. Recuerdo su resignación cuando J, una querida compañera, persistía infructuosamente intentando conjurar el caos de ese extraño despacho de Dirección. Cuando Horacio ya no estaba en la Biblioteca (no quería volver. No soportaba ver lo que allí ocurría: la desarticulación de lo hecho anteriormente, la mansedumbre de sus trabajadores y los ecos de un bullicio que la hizo vivir más allá de sus límites históricos) me citaba en un bar para que le llevara algún libro de las Obras de León Rozitchner que habíamos editado y precisaba para sus clases en un seminario de la facultad de Filosofía y Letras, donde tal vez se estaba gestando su tremendo libro Humanismo. Impugnación y resistencia. Cuando nos sentábamos, Horacio confesaba que ya no encontraba más nada, que perdió todos sus libros en esa desconcertante disposición de los materiales que lo rodeaban. Más que un orden propio, finalmente pienso, el espacio de trabajo de Horacio era un ecosistema. De ese revoltijo desmadrado surgían cosas. Siempre González necesitaba del tumulto y la aglomeración. Sin esas propiedades, que recreaba desproporcionadamente en su escritorio, no se sentía tranquilo.
Hace pocos días, revisitamos ese espacio. Una extraña conversación, de tan extraña parecía irreal, se dio entre esas paredes. Una cálida Liliana Herrero recibió en su casa al joven Pablo Fernández (quien llevó una torta de limón) y a Diego Sztulwark. Conversaron largamente, cada uno sentado en un sillón individual de madera maciza recubierto por almohadones, que conformaban un semi círculo, una especie de ronda inconclusa. Tres generaciones reunidas sin saber bien cómo hablar.
Liliana luce algo nerviosa al principio. No sabe cómo será la charla. Tomó unas notas desordenadas (ella misma confiesa que no entiende su letra) para guiar lo que le quiere decir a Pablo. Ese pibe, migrante y habitante de las periferias barriales, expone una lucidez forjada en ciertas condiciones extremas de la vida, allí donde se vislumbra lo que Viñas llamaba el revés de la trama. Ver desde donde nuestro ojo habituado no puede hacerlo. Pero esa mirada precisa encontrar aliados. No sólo personas dispuestas a escuchar aquello que se ha visto, sino también una historicidad de experiencias con las que dialogar. La historia sin experiencias presentes no es nada. Como nada es, tampoco, la experiencia presente que no es capaz de escuchar el latido de la historia y hundir sus pies en los restos de un pasado que ha quedado irrealizado. Eso parece querer decirle Liliana a Pablo. Y lo hace afectuosamente, en un habla llena de emociones, quebraduras y tonos múltiples que van desde el cariño hasta la desesperación. Y Diego, un fino artesano de estas amalgamas extrañas, el atrae y reúne a los extremos de esta conversación. Busca y organiza aquello que en la vida es disperso e indiferente. ¿No es acaso la insensibilidad con los demás y la imposibilidad del encuentro entre generaciones lo que nos ha llevado hasta aquí?
Liliana quiere decir algo. Hay un modo de comprensión no textual de las cosas. Ella cuenta que del autor italiano Franco Berardi, cuyos libros no leyó, no le impresionan sus elaboraciones teóricas sino su exaltación. Su extraordinario escepticismo sobre lo que fuimos, “la percepción del fracaso de las cosas”. ¿Qué es lo que hay que entender?, se pregunta Liliana. Lo importante de Bifo es que se trata de alguien que está pensando el fin, el fracaso; “y yo pienso todo el tiempo en eso”. Las cosas no se entienden por lo que dicen sino por la gestualidad que rodea aquello que se dice. Comprensión gestual, materialismo perceptivo, versus comprensión conceptual, ideal y abstracta. Dice Liliana: “vi unos videos y me interesó toda su gestualidad. Muy musical. Como si fuera un director de orquesta. Cuando él dice: `no pudimos curar´… ¡Mirá lo que dice de una generación!” (se lleva la mano a la cabeza, recogiendo los dedos entre sí, como señalando algo que es inconcebible, aquello que nadie ha podido pensar). Y sigue: “yo cuando vi eso me puse a llorar. No tenía otro modo de acercarme a él. Él se estaba acercando a mí por una palabra” (levanta el índice reafirmando que es sólo una). “Ser intelectual quiere decir que alguien dice una palabra, una oración o una relación inesperada, monstruosa incluso, y te provoca algo como Shumann o como el Flaco Spinetta… Me importa más el golpe físico que provoca alguien, un exaltado, que lo que provoca haber leído 400.000 libros. Pero a su vez, admiro a las personas que los leyeron”. Así piensa Liliana.
Hay una cuestión, cree Liliana, que rodea con su fantasmagoría toda conversación: ¿por qué hacemos lo que hacemos? “No sería bueno confiar en esta charla —dice—, ni en ninguna otra (menea la cabeza). Las charlas tienen que ser como los acordes: tienen que llevarte a otro lado. Para eso hay que buscar. No hay que confiar en las charlas que tengan la pretensión de resolver problemas. Eso es lo que yo quiero decir. El temor que yo tenía antes de la charla es no poder mostrar la fragilidad que significa una conversación. Si yo pienso que quiero extraer algo de vos, que también es un problema de mi vida misma, entonces la situación se pone en otro lugar. Lo que yo quiero saber de vos es, al mismo tiempo, lo que yo quiero saber de mí. Lo que yo tengo para preguntar a Pablo es algo que también tengo como pregunta para mí”.
No es habitual que uno se quede mudo, incrédulo frente a lo que ve, como en esta conversación que muestra pasajes impactantes. Ese hilo frágil que hilvana el diálogo, nos mete adentro suyo. No somos ya espectadores. Cada palabra de esa tensa escena conversacional nos interpela dejándonos estupefactos, sin saber cómo asumir eso que vemos y escuchamos.
Pablo siente que los intelectuales no están dispuestos a poner en juego sus ideas, sus imágenes y sus estereotipos para ser interpelados por una persona cuyas experiencias y saberes no son tenidos en cuenta en las grandes reflexiones de la escena dominante. “A mí me emociona tenerte acá. Porque yo percibo un fracaso de las cosas, de las vidas, de los destinos, de las aspiraciones. Y al mismo tiempo, uno tiene que pensar. Pero se piensa con alguien al que se quiere. Porque pensar es producir una conversación. Y una conversación es una tensión”, responde Liliana. “El mundo es una extraordinaria tensión entre la barbarie y la máxima belleza. Entonces, conversar es sostener esa tensión entre la barbarie y lo sublime. Una conversación es algo que te llevará a un lugar abismal y precioso. Eso es lo que yo quiero decir”, remata.
Tecnología, afectos, lengua y experiencia
Todo empezó cuando ganó Milei las elecciones. Esa noche, frente a la sorpresa, Pablo llamó a Diego para decirle que se sentía amenazado. “Yo sentí que era el momento de pensar y conversar para expresar las cosas que no están dichas o no habría otro momento, es el final”, dice Pablo. La amenaza estaba ahí. En ese punto preciso y determinante. Porque cuando hay que pensar lo que debe ser pensado y no se lo hace, no cabe que preguntarse nada cuando las cosas no fueron dichas y tomaron el rumbo frente al que nos declaramos derrotados.
¿Qué hizo que Miliei irrumpa en la escena política con un plan antiguo y fracasado para ganar las elecciones? Liliana piensa que hay un plus, un excedente que puso “sobre esta puta patria” una exaltación, pero contraria a la de Bifo. Porque en Bifo ronda la muerte como problema, pero no la muerte colectiva. “Y en Milei [la exaltación] es la muerte colectiva”. En este sentido, Pablo cree que a Milei se lo ridiculizó sin preguntarse por su fuerza afectiva. Desde los mejores tiempos de Cristina no había una movilización de esas pasiones en la política. Cristina, de manera antagónica, piensa Pablo, también generaba una identificación pasional.
—“Fue un error que la aparición de Milei no provocara algo en nosotros como pregunta. Porque él, con teorías falsas, ya fracasadas, convenció a un montón de gente, y no le hizo preguntar a la política en qué consiste la política misma. Si la política argentina se hubiera preguntado —en su aparición exaltada e intempestiva, muy cercana a la locura— por su propia historia, y en ella nosotros habernos pensado a nosotros mismos, hubiera sido otra cosa”. Lo que triunfó, piensa Liliana, es la razón instrumental. Triunfo de la tecnología que aplana la conversación y la lengua que es actividad común, ligazón comunitaria. Tecnología y Estado, en su dimensión policíaca, son los modos en que se anula la lengua colectiva bajo la apariencia de una mayor comunicabilidad y una transparencia del lenguaje.
Sin embargo, Pablo contrapone a esta dimensión de control, propia de la tecnología, la experiencia de las mujeres cochabambinas (habitantes de la ciudad con más femicidios de Bolivia). Cochabamba, dice Pablo, es una ciudad comercial, de tránsito. Está entre Santa Cruz y La Paz. Liliana interrumpe el relato con una pregunta fundamental e inesperada: “¿es lindo?”. Pablo, sorprendido, se desvía de su razonamiento. “Para mí es hermoso. No tiene un atractivo turístico grande, pero para mí es el mejor lugar donde se come en todo Bolivia. Y se lo puedo discutir a quien quiera”. Vuelve Pablo al encadenamiento de sus razonamientos: “la liberación femenina, en un país tan machista como Bolivia, se dio por la alianza entre la tecnología y las mujeres. Cuando la mujer encontró su intimidad potenciada con el celular, generó una rebeldía frente al hombre que [el hombre] no pudo manejar. La tecnología abrió una libertad que antes no existía”.
Se armó allí una discusión de esas fundamentales. Diría que es el gran tema contemporáneo que nunca puede ser tratado con esta profundidad. No porque se trate de expertos sino porque son sensibilidades encontradas, igualmente críticas y experimentales, que tratan de pensar todas las aristas de un asunto que nos concierne a todos.
—“¿Por qué reducís la tecnología a una mera instrumentalidad?”, pregunta Liliana
—“Me parece que hay una potencia en la tecnología. Que no la sepamos leer es otra cosa. Que una mujer pueda encontrar en su intimidad, desde lo sexual a lo laboral, en el contexto de un sometimiento, esa libertad expresiva me parece súper valioso. Es súper necesario. Diría: más celulares para Bolivia, más redes para Cochabamba. Lo mismo con el movimiento feminista acá. Su potencia se multiplicó cuando dejó de ser un tema de libros, universidades y movimientos políticos y pasó a ser un slogan tecnológico. Se simplificó la lucha con una frase (`Ni una menos´) y se generó un colectivo más grande”. Así piensa Pablo, fundamentando sus afirmaciones en su experiencia.
—“¿Pero por qué suponés que eso lo generó la tecnología?, insiste Liliana sospechando de cualquier propensión concesiva hacia lo que percibe como lo oscuro de este tiempo.
—“No, no lo provocó. Se usó la tecnología…”, argumenta Pablo.
—“La tecnología no es una mera utilización de las cosas, Pablo. Piensa por vos, habla por vos”, he ahí el asunto de la sospecha. No es mero soporte neutral, sino que se emancipa de los hablantes para imponer sus propias lógicas al habla misma. Digamos que, a esta altura, la tensión que se respira es tremenda.
—“Pero por qué no podés pensar por vos con la tecnología de aliada…”. Hay en Pablo una convicción acerca de las estrategias que podrían desarrollarse remitiendo la tecnología a conjuntos más vastos y heterogéneos que podrían utilizar estos mecanismos sociales para amplificar luchas y reivindicaciones.
—“Porque habla por mí. Incluso me corrige si escribo mal. Yo tendría que decirte, en el caso de las feministas que planteas, me alegro. Que se hayan juntado a través de una consigna me parece bárbaro. Ojalá después se hubieran juntado para quemar los teléfonos” (risas), enfatiza Liliana. “La tecnología no puede ser explicada solamente por ser eficaz, por su capacidad para que se entienda todo rápido y fácil. ¿La gente de tu barrio, que se caga de frío en invierno, no prefiere comprar antes que un calefactor un celular?”.
—“Sí, pero no veo lo malo ahí. El celular garantiza una conectividad, una comunicación que es indispensable para el trabajo. Hoy es más necesario un celular que la calefacción. Es difícil decirlo. Suena estúpido. Pero es así”. Hay un modo de transmitir la racionalidad que se experimenta en barrios y generaciones que en Pablo es muy natural. El sistema de cálculos de su entorno no lo escandaliza. Él entiende muy bien lo que se juega en cada apuesta.
—“Pero porque lo estamos pensando instrumentalmente. La instrumentalidad también existe en la política (en los entuertos, los pactos, las lealtades, las conveniencias), ¿cómo es que no podemos salir de ahí?”. La voz de Liliana oscila entre la angustia y la desolación.
Y Pablo insiste: “lo que abre el mundo digital en la música, ¿vos no lo aplicás?”
Liliana contesta: “¡preferiría que no existiera! Habría que hacer una historia del oído, incluso. Oímos menos. Yo sí porque estoy medio sorda (risas). Ese es un problema mío. Pero cuanto más concentración y condensación tecnológica hay sobre algo que se grabó, menos oímos. Todos los agudos se aplanan. También los graves. ¡Y todo para que vos lo puedas escuchar en el audio del celular! (se agarra la cabeza con las dos manos y ríe)
Y Pablo va: “pero la música sampleada, ¿no es una expresión de esta época que hay que atender?”
Aquí Liliana, como discutidora, me recuerda al Che: se calienta sin perder la ternura. “¡Pero por qué tenemos que adherir tan rápidamente a la época! ¿Por qué las poblaciones adhieren tan rápidamente a la época? ¿Por qué se considera que la tecnología es un avance? La tecnología es un sistema de vigilancia”.
El impacto de cada frase de Liliana, que habitualmente nos dejaría fuera de combate, en Pablo exige un esfuerzo más por desplegar sus intuiciones. “Si no tenemos la posibilidad de escapar de eso, sólo nos queda la posibilidad de usarlo como herramienta. Porque si no estamos frente a una batalla perdida. En el ejemplo de `Ni una menos´, si pudiste asimilarlo y utilizarlo, creo que es un triunfo”.
—“Yo entiendo lo que vos decís. Pero me resisto a creer que un celular sea tan inofensivo como para pensar que es solo eso: su uso”, dice Liliana.
Y Pablo reafirma: “Yo no creo que sea inofensivo. Es un sistema de vigilancia, como dijiste, un sistema de cuantificación de datos”.
—“No solo eso”, interrumpe Liliana. “¡Es una lengua que retira los cuerpos! Yo hago un esfuerzo por pensar lo que me decís, Pablito. Pero detesto la razón instrumental. No admito la comprensión del mundo por su utilidad”.
Da la impresión de que la tecnología depende mucho del cuerpo que la solicita. Cuando se trata de un cuerpo individual, la tecnología tiende a suplir al cuerpo y su habla. Pero con esta conversación en marcha debemos preguntarnos: ¿hay posibilidades de profanar aquello que nos viene dado cuando se trata de una experiencia colectiva que reintegra la tecnología a una maquinaria comunitaria que la atrae y somete a un uso común no instrumental? No sabemos si esto sea posible. Tal vez, buena parte de nuestras chances de ser algo distinto de lo que somos dependan de la resolución de estas tensiones fundamentales.
Honor e instrumentalidad
—“Milei representa todo lo que me convierte en enemigo. Todos sus discursos me convierten en enemigo: ser pobre, negro, extranjero. El único discurso de Milei que unifica es el económico (vos tenés la posibilidad de hacerte a vos mismo, etc.). Milei forma un colectivo hecho de individualidades claras. Es un tipo de colectivo que parte y respeta el egoísmo individual”. Pablo parece conocer muy bien de qué se trata. Buena parte de sus amigos son votantes de Milei y se sienten interpelados por las desafiantes ideas del falso libertario.
Liliana contrapone: “A mí me interesa mucho la idea del honor. Horacio era un hombre honorable. Hablando con vos me dan ganas de llorar. No porque esté o no de acuerdo. Porque me conmueve”. Pablo responde: “Me contagías el llanto si llorás”. “Y llorá”, dice Liliana. “En los narcos hay un pacto de honor que no existe en la política”, dijo Milei. Es así, reflexiona Liliana. A pesar de lo que es el narco, claro. Pero el honor es lo contrario a lo instrumental. Mi problema es pensar el mundo instrumentalmente. Es un cuchillo clavado que tengo. Esa idea de la instrumentalidad es la que impide que le encontremos a la vida misma, y a nosotros en ella, esa hondura que tienen que tener las cosas y las personas. La instrumentalidad impide las preguntas que sobrepasen la linealidad de creer que una mesa sirve solo para apoyar cosas”.
Diego, que ha seguido toda la discusión con una intensidad, digamos sigilosa, agrega un elemento: “Milei es el nombre de una sociedad que perdió el honor”.
—“Lo que a mí me carcome no es la aparición de Milei sino la ausencia de lo común que permitió su aparición. Lo que me queda por vivir será esto: pensar lo que fracasó. Yo no estoy en el fracaso. Porque si estuviera en el fracaso dejo de hacer esa pregunta; qué se rompió en el corazón de nuestras creencias”. La emoción con la que Liliana Herrero da cuenta de su preocupación fundamental no nos deja posibilidad alguna de indolencia. Esas palabras caen en cada uno de nosotros como filosas espinas que se adentran en nuestros corazones al escucharlas. Nuestras pupilas se iluminan al ver esa escena infinita. Nos queda pensar lo que fracasó. ¿Qué política funda esta particular perspectiva? Estamos habituados a que la política solicite adhesiones y condescendencias. No quisiéramos imaginar qué se desprende de la interrogación que, con su voz entrecortada, Liliana piensa imprescindible para vivir. Si hay una persistencia es la de pensar qué fue de nosotros en nuestros fracasos. Qué no supimos decir ni preguntar.
—“Creer es tener una relación con lo que no existe y no creer es tener una relación instrumental con lo que existe”, acota Diego con una pudorosa sofisticación.
Los legados aparecen en la conversación. “Cuando los tenés como aliados son una potencia. Si no, se transforman en una mierda”, dice Pablo. Y Liliana refuerza: “todo lo que quede coagulado es un estorbo”. Ella se adentra en el folklore. Hay allí una unidad perdida. Se le canta a eso que ya no está. No es mera nostalgia, es metafísica y filosofía. Preguntas que están “por debajo de la mesa”, irreductibles a toda idea de instrumentalidad, por debajo de la idea de herramienta y uso. Pasa de “Lapacho” y “Chañarcito”, de Gustavino, entonados a capella con una suavidad estremecedora a “El tiempo está después” de Fernando Cabrera. Y ahí surge la gran pregunta de Liliana: “Si el pasado no está atrás, como dice Cabrera, estos días he pensado si nada podrá efectivamente disolver aquello que fuimos”. Lo que fuimos, agrego, está en peligro. No porque el presente le da la espalda, sino porque aún no ha sido realizado. Las promesas, las derrotas, nuestros muertos y nuestras huellas penden de un hilo.
Liliana pregunta a Pablo, tomados de la mano y frágiles, por su “bolivianeidad”; y si desaparecerá en él. Pablo cuenta una historia de su viaje, de adolescente, a Cochabamba, ciudad que le era prácticamente desconocida. “Lloré y me conmoví al llegar a Cochabamba, y también lloré al llegar a Buenos Aires. No renunciaría a llorar cada vez que voy a Bolivia”.
La política, ¿no tendría que pensar en esto?, dijo Liliana. La tecnología, sus dictámenes y determinaciones, la política y su relación con los afectos, compromisos y legados. Los automatismos técnicos, linguisticos, conceptuales y políticos; el narcicismo individualista y el consumo como compensación; el sistema de consagraciones, adaptaciones e indulgencias. Que estas cosas hayan sido discutidas bajo la niebla de una comprensión afectiva, en la que se desdibujan los contornos de cada quién, en ese lugar donde tanto se pensó y se escribió, no deja de recordarnos todo aquello que no piensa la política. Que tres generaciones allí reunidas, atravesadas por una angustia que es pulsión vital, nos entreguen estas revelaciones, a nosotros, espectadores involucrados, nos llena de fuerza y de ternura. Así, en un sistema de traducciones y contra-traducciones, se va tejiendo un horizonte bordado con los utensilios más antiguos de cierta artesanalidad a los que, por costumbre, insistencia o empecinamiento, seguimos llamando política.