“Llamar política a la tradición anarquista es arriesgado”. Entrevista a Christian Ferrer

por Pablo E. Chacón


La reciente publicación de El anarquismo, de Edouard Jourdain, permite a Christian Ferrer, sociólogo y ensayista argentino, reflexionar sobre ese libro y su autor y otras cuestiones que ese volumen pone sobre el tapete, así como sobre otras que están aunque parezcan no verse.
En principio, ¿quién es Edouard Jourdain y cuál es su especialidad? (Parece que fuera el anarquismo y Proudhon en particular, pero también es profesor en Ciencias Políticas, lo cual no creo sea -necesariamente- una incompatibilidad).
Edouard Jourdain es profesor universitario en Francia y profesa las ideas libertarias. Integra, además, Refractions, revista dedicada a actualizar las ideas ácratas, o, por decirlo de otra manera, a pensar con libertad los problemas del mundo actual sin remitirse a modos de pensamiento que han sido dominantes en el siglo XX, como el liberalismo o el marxismo en sus diversas y rocambolescas variantes. De Refractions es también miembro un argentino, Eduardo Colombo, hace tiempo emigrado a Francia, que en su momento tuvo destacada actuación en las luchas estudiantiles de la década de 1950. En otras palabras, Jourdain se ha interesado por la vitalidad y amplitud de las ideas anarquistas, una tradición de pensamiento que, a pesar de haber sido declarada difunta muchas veces, una y otra vez reaparece con una insistencia difícil de ponderar, como si dispusiese de una suerte de maná, de atracción antípoda para aquellos que no se conforman con el estado actual de las cosas, sean administradas por el Estado o por los intereses privados, que demasiadas veces conluyen entre sí, y que tampoco se sienten a gusto con el mecanismo productivista que transforma a los seres humanos en cosas, o en hamsters movilizados en su rueda giratoria. Jourdain es, en efecto, un lector productivo de las obras de Pierre-Joseph Proudhon, un sabio francés que en su tiempo -siglo XIX- pensó lo que por entonces era llamada la cuestión social, y propuso soluciones a la injusticia constitutiva de nuestras sociedades. Proudhon fue un pensador tenido en cuenta por muchos lectores, habiendo recibido homenajes a veces inesperados, pues alguna vez el Estado francés emitió una estampilla en su homenaje y su nombre está inscripto en el frontispicio de la Universidad de la República Oriental del Uruguay.
La cuestión anarquista, como escribís en la presentación, su singularidad de ave fénix, ¿implica un horizonte emancipatorio ideal, una antropología que haga posible lo imposible? ¿Qué es lo imposible, si las cosas fueran así?
Alguien, alguna vez, escribió que los anarquistas pecaban por tener exceso de razón, con lo cual quiso decir que sus ideales (vivir en un mundo sin jerarquías, en sociedades menos productivistas pero atenidas a pasiones más alegres, y liberando los afectos de constreñimientos hipócritas o deteriorantes) eran deseables pero imposibles. Más bien se podría decir que las ideas anarquistas se vuelven impensables en un mundo regido por la codicia, el afán de ascender socialmente y el temor a desafiar creencias políticas que parecen naturales o útiles aunque cada tanto demuestran ser solamente fracasos o falsas soluciones, y vuelta a empezar. Lo que se llama anarquismo -lo impensable- sería un modo de vivir que suponga menos dolor, y por lo tanto menos especialistas en medir el dolor y trocarlo por subsidios o consuelos o tolerancias, y que permitiría a las personas desplegar sus fuerzas vitales no hasta donde comienza la libertad de otro sino justamente hacia encuentros en los cuales las libertades se potencian a sí mismas. En fin, el anarquismo es como un espejo mágico que se niega a reflejar el tabú de la realidad, es decir que no confirma el mecanismo social, económico y afectivo que, a fin de cuentas, arrasa con las vidas de cada cual, incluyendo la de los animales, a los que ahora parece que estamos empujando hacia su apocalipsis, entendiendo que el cuerpo humano también tiene su parte alícuota de cuerpo animal.
La Argentina tuvo (no sé si tiene) una tradición política de ese signo. ¿Llamarla política no es arriesgado?¿Qué sucedió con ese mundo?
En efecto, llamar política a la tradición anarquista es arriesgado, sobre todo en un país como el nuestro donde esa palabra arrastra un sinfin de decepciones e intereses vergonzantes. Los anarquistas de hace cien años diferenciaban nítidamente lo político de lo social. La revolución que preconizaban era social, lo que quiere decir que anteponían una subversión cultural de la forma de vivir a cualquier propósito de toma del poder o de representación de víctimas o del pueblo, entendido en sentido abstracto o retórico. Su revolución ideal era aquella que ocurriría cuando hasta el último de los habitantes del planeta se hubiera vuelto libertario. Quizás por eso le concedían tanta importancia a dar ejemplo con sus vidas. Por lo demás, las ideas libertarias son de difícil digestión en Argentina, donde hace mucho tiempo que la autoridad estatal se transformó en vector de organización social, lo que quiere decir que los habitantes todo lo esperan del Estado aunque a la vez tratan de no entregarle nada a cambio, comenzando por los impuestos o la renta que se saca de la tierra, las reses o el trabajo de los demás.
Los indignados españoles, ciertas movidas en Brasil, Tiqqun, etcétera, ¿son herederos de la autonomía italiana, de las luchas anticolonialistas, del mayo francés?
No lo sé. Hay gente que hoy está indignada y mañana no. A veces las indignaciones ceden ante concesiones menores o cuando aquello a lo que se aspira se parece mucho a lo que disfrutan aquellos que pueden concederlas. Entiendo que en todos lados, e inevitablemente, prospera un malestar existencial ante el modo en que somos compelidos a vivir cotidianamente, a trabajar, a desear, a amar. Algunos de esos malestares transmiten ideales libertarios, o se contagian de ellos, otros no.
Finalmente, ¿cómo pensar en esa perspectiva en la sociedad del espectáculo, la transparencia y las redes sociales?
Quizás pensando con buena dosis de escepticismo, es decir no creyendo. Por lo menos, desconfiando de toda promesa de amplitud de libertades que redunda en mayor vigilancia y control.

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