a Silvina Mercadal
- La desobra
Hace varios años que el fantasma de las Obras completas de Héctor Libertella asedia la librería argentina. Quizás este año, o el próximo, aparezca expuesto y desnudo ante la mirada boba de los lectores de vidriera, o redes. Tal vez no y haya que esperar. Lo cierto es que en el ambiente ya se anuncia la «publicación de la década», y creo que esto marca decididamente una vieja relación, más profunda, que se ha discutido con todos los fantasmas posibles: la de la literatura con el mercado.
Desde que apareció El camino de los hiperbóreos entre los anaqueles de las librerías, con gigantografía de autor incluida, novela con que el «viejo bebé que bebe», como se denominaba en su autobiografía, ganó el premio Paidós en 1968 con 22 años; desde aquellos «ruidosos sesenta», Libertella encaminó su escritura con la singular preocupación, en forma de chiste, claro, por la noción de «obra». El protagonista de El camino…, Héctor Cudemo, era un joven escritor que después de ganar un concurso literario invitaba a una performance en la que se iba a quemar públicamente su «opera prima». En la senda de la forma-novela-río, se arrastraban temas, personajes, frases, siempre bajo un tono cómico, con la vieja sensación macedoniana sobre la imposibilidad de realizar o tener una obra. Se escribía para quedarse seco, boyando en el río. Y en aquellos años todavía se podían ganar premios literarios así.
Algo de ese ejercicio de quedarse sin obra acompañó al resto de las novelas, de los textos críticos, de los montajes a medio camino entre novelas y críticas (juego de pasamanos entre «literatura crítica» y «crítica lírica»), e incluso de la publicación que apareció en el año de su muerte, 2006, por pocos meses póstumo, La arquitectura del fantasma. Una autobiografía.
La mejor conjetura libertelliana se abría, por eso, en la prueba hermética sobre la posibilidad de escribir y, a la vez, quedarse sin obra. Su ofuscación consistía en ejercitar una escritura que fuera capaz de dejar diversas publicaciones (libros, entrevistas, notas, artículos, etc.) y no erigir una obra.
Por esto, a partir de lo mucho que ya se ha dicho en los últimos años, creo que el viejo bebé Libertella escribió y dejó una «obra ausente» a partir de un estilo donde la escritura se realizaba absorbiéndose, sustrayéndose a cualquier idea y realidad de obra. En esta línea, María Moreno recordó en su Black out un encuentro con el ya viejo Libertella (que siempre fue viejo: el arcaísmo era su mejor arma), en el que el bahiense dejaba las copas vacías y se servía en nuevas lo que quedaba de la bebida, porque así podía contar cuántas llevaba y no ser considerado alcohólico, con lo que concluye: «Como en literatura, Libertella proponía a la dipsomanía, una práctica de vanguardia». La dipsomanía, marca de vida, fue también un estilo literario. Se podría seguir la línea y decir, entonces, que su escritura, que ahora será publicada como Obras completas, no dejó obra porque a medida que avanzaba, absorbía, se embebía, de lo ya escrito. Cuando se publiquen, deberíamos decir las (cri cri) Completas de Héctor Libertella. Porque el alcoholismo no solo fue su adicción de vida, también fue la forma que tomó su práctica literaria «de vanguardia» para sustraerse a la «obra». Y fue del mismo modo su manera de ponerle el cuerpo al texto para astillarlo mientras se le astillaban los órganos.
Esto se palpa claramente en el pasaje de las novelas-río (El camino…, Aventura de los miticistas, etc.), de los ‘60/’70, a las novelitas casi taquigráficas, donde se cocinó el gran momento libertelliano: El árbol de Saussure. Una utopía, libro que, se podría decir, cerró el Siglo XX literario y se hizo con pedazos de ese siglo, de su cuerpo y de lo que tantos años han determinado como «texto». Por eso, «el último escritor del Siglo XX», como lo tituló nada menos que Tamara Kamenzsain, es aquel en cuya ofrenda se cierra el giro lingüístico desplazándolo a un tiro literario, para que el resto pudiéramos escribir el Siglo XXI.
- La reescritura
Sustraerse en la escritura, y por ella, al «fin» de la escritura, precisar un estilo que no se dejara reducir en obra, fue una práctica que extremó el viejo impulso de la auto-cita de su padre literario, el ahora redimido Osvaldo Lamborghini. Ahí donde este se traficaba en citas, la práctica de Libertella supuso una intensificación donde ya no solo se citaba a sí mismo, sino que se reescribía constantemente, algo que definió una producción teórica, crítica y de ficción en tráfico constante. Entonces: en cada libro del bahiense se lee otro libro, publicado o no.
Este gesto no buscaba en lo más mínimo «progresar» o «mejorar», porque para un tipo que repetía como loro una elíptica sátira temporal que rezaba, como pasacalle de barrio, «EL FUTURO YA FUE», la escritura-reescritura era una práctica que dislocaba al libro en sí, en su materialidad de escrito. Por eso, en este estilo de reescribirse hasta los huesos, no solo se perdía la noción de obra, sino también la misma unidad del objeto-libro, porque cada uno se embebía del anterior, o bebía el anterior e incluso el posterior, haciendo que la escritura excediera cualquier idea de unidad: cuando se lee a Libertella de verdad, y no solo se reflota el anecdotario pintoresco que pide el mercado para canonizar, es imposible decir cuál libro es cuál. La sensación boba del lector libertelliano es la misma siempre: «¿acaso esto lo leí ya en alguna parte?» Y el viejo bebé responde con su risita de fondo: sí y no.
Lo que nos queda entonces de Libertella para el Siglo XXI es una escritura sin obra, o una permanente reescritura que se mueve lateralmente sin acabarse o cumplir un destino. ¿Cómo vamos a leer sus Obras Completas, entonces? En las frases.
Con todo esto quiero decir: cualquier frase de Libertella es ya sus Obras completas. Como dijo Guebel sobre su escritor muerto: «La perfección de lo inconcluso». Algo siempre va a faltar en este juego, porque en lo que falta está precisamente la obra completa. En definitiva, la literatura es un juego donde gana quien más pierde.
- El mercado
Bien. Lo astillado, lo embebido, lo evaporado es una táctica, «la única táctica es la sintáctica», repetía también, que se abre en el lugar que ninguna literatura puede eludir: el «mercado». A pesar de nombrarlo en numerosas ocasiones, nunca queda claro qué entiende por mercado el viejo bebé. Y sobre todo qué por mercado literario. Pero hay una frase que se repite tal cual, acá y allá. Una sentencia, inclusive: «ALLÍ DONDE HAY UN INTERLOCUTOR, UN SOLO INTERLOCUTOR, ALLÍ SE CONSTITUYE UN MERCADO». Esta es la frase de la disputa.
En algún lugar, Martín Kohan ensaya cierta indagación topológica de la literatura argentina actual y problematiza la relación entre escritura y mercado. Lo que le interesa es señalar cómo este último, al imponer la división «vende/no vende» para evaluar la escritura, elide la pregunta central de la literatura: el cómo se escribe. Menciona la famosa frasecita de Libertella para señalar que lo que ella diría es que lo esencial no es la masividad, sino la relación con un «uno». Porque lo que a fin de cuentas «hace el escritor en el mercado no es ni triunfar ni renunciar, sino sobrevivir». Lo que significa que para escribir en el mercado no se trata de vender mucho, sino simplemente encontrar un interlocutor. «No se vive ni se muere en el mercado, se sobrevive». Así, y allí donde un simple interlocutor es ya un mercado, Kohan muestra que no se trata de oponer la escritura al mercado, algo de por sí naif, sino de liberarse «del mandato de conformar a todos, de agradar a todos», imperativo propiamente mercantil, para asumir el riesgo de escribir entre las líneas del mercado solo para «un solo interlocutor, uno solo».
Esta es la lectura canónica de la frase libertelliana. Y algo se oblitera ahí. Porque lo central de la frase es que el bebé viejo haya escrito «interlocutor» en vez de «lector». Ariel Luppino, en la misma línea que Kohan, invierte la fórmula para mostrar que invertida no tendría gracia: «Ahí donde hay un mercado no se constituye un lector», pero lo hace, precisamente, cambiando «interlocutor» por «lector» y negando la posibilidad de constitución de tal «lector». Sin embargo, si dejamos «interlocutor», en cambio, la gracia sigue sin negarse: «Allí donde hay un mercado, se constituye un interlocutor».
Quiero decir: para Libertella, el mercado literario, y con él la literatura de mercado, hacen del lector un interlocutor. Es decir, lo niegan e invierten: en la bolsa de acciones literarias, la fellatio de vidriera (o redes), donde abundan las interlocuciones. Por eso, para «entender» el hermetismo libertelliano, hay que entender que para el viejo bebé la escritura sobrevive al mercado, en el mercado, vaciándose de su tendencia, de su «mandato», a la interlocución. Esto no lo oponía al mercado, sino que lo deponía en un «sin-lugar»: acá se puede balbucear su utopía, con que se subtitula a El árbol de Saussure, que es también una apuesta por la hiperliteratura: la de no tener lugar (utopía: u-topos) en el mercado.
Esto supone que su alcoholismo literario consistía primero que nada en una estrategia desplegada en la teta del mercado, y que era sobre todo una estrategia de supervivencia. Extremando esto, la literatura que no es de mercado sería aquella que niega la existencia de un «interlocutor». En otras palabras, la que no invierte en el lector con un gesto de interlocución y que por eso se cierra sobre sí: es ilegible, hermética, inalcanzable. El lector, para Libertella, se podría concluir, es quien lee lo ilegible y larga discursitos herméticos, que cargan con la ventaja de que en ellos «cada uno entiende lo que quiere». El resto, los que leen lo legible, los que interpretan, son lectores-interlocutores, o bien, transacciones de mercado.
- La literatura del y/o
Vamos al umbral que abre toda esta discusión. Siglo XX-XXI: El árbol de Saussure. Una utopía se publica en el año 2000 y se coloca en el lugar cumbre de la lingüística. En la afamada, y ahora vilipendiada, barra que separaba (¿ya no lo hace más? ¿El signo ha desaparecido?) al significante del significado en la estructura del signo lingüístico que tantos líos hizo en su Siglo. Libertella comienza su libro así: «Con los codos apoyados en la barra de metal, los parroquianos del ghetto miran con mirada boba el único árbol de la plaza, sin imaginar siquiera que el bar donde se encuentran proviene, casualmente, de “barra”». Y más adelante, agrega: «Aquellos parroquianos que miran el árbol de Saussure desde la barra (del bar) acaso no saben que, entre las mil y una lenguas del mundo, sólo el castellano les da la posibilidad del yo como algo que está constituido por una letra que une -y- y otra que a continuación separa -o-.»
El chiste general del libro es proponer a esa barra como el lugar imposible de la misma utopía literaria, sugiriendo que ésta no es un lugar al que todavía no se ha llegado, sino, más fiel a su etimología, lo sin lugar, un lugar imposible, «que no está ahí». Así las cosas, el lenguaje, tal como lo pensó el Siglo XX, no tiene lugar. No está ahí. Para Libertella, esto es lo que viene a decir la literatura, su operación sobre el lenguaje: decir que ni la literatura ni el lenguaje están ahí, que ahí siempre hay un desvío o un fantasma, y otro, y otro. Por eso, la interlocución es un mal chiste, porque quiere estabilizar un lugar cuando en verdad «el lugar es lo que no está ahí». Ni acá.
De modo que la cuestión no está en escribir como oposición «literatura o mercado», como si hubiera una diferencia radical entre ambos términos, como tampoco «literatura y mercado», como si la continuidad entre los dos fuera inmediata. Es preferible, en el eco de la risita libertelliana, escribir literatura «y/o» mercado porque la función de conjunción y disyunción entre ambos que introduce nada más y nada menos que la barra del signo lingüístico en «y/o» es lo central dado que separa al yo del propio yo, y así no le permite venderse como interlocución de: autor-libro-obra. Sin esa barra habría un tándem que diría «literatura-yo-mercado», casi mostrando la cadena de producción literaria donde el «yo» es lo que se vende de la literatura en el mercado. Pero tampoco se puede prescindir del yo, porque habría una oposición demasiado obvia, y de peligrosa cercanía (como en cualquier oposición) entre «literatura-mercado». Es con «literatura y/o mercado» donde el yo ya no se articula sino como fantasma, un desvío de sí que se hace ilegible para el mercado. Algo pre- o post- interlocutor.
Eso es el genio libertelliano. El bebé viejo que bebe acodado en la barra del lenguaje y le dice, al lenguaje del Siglo XXI, y/o bebo así. No me olviden.
Bueno. Estas son mis hipótesis. Claro que si al interlocutor no le gustan, tengo otras. Mientras tanto, espero las Obras completas limándome las uñas y con la conciencia tranquila de haberlas leído en alguna frase libertelliana, quizás en dos.
* La imagen que acompaña al texto es Acuarela de Jorge Bonino de 1969, que podría ser El árbol de Saussure. Una utopía.