El cine se nutre de la literatura, lo sabemos. Pero también: los textos literarios muchas veces parecen una película. Un ensayo sobre el diálogo que hermana estas expresiones artísticas.
En el capítulo introductorio del documental The story of film: An Oddisey, Mark Cousins afirma: “No hay flashbacks enShakespeare”. Ese invento, el flashback, es apenas uno de los procedimientos narrativos del cine que recupera la literatura. Sí, la literatura -que tanto ha aportado al cine- en más de una ocasión parece estar contando una historia a la manera de un film. La enumeración de hechos, la descripción de espacios, decorados, disposiciones de los personajes, la creación de imágenes -sobre todo visuales, pero también auditivas-, suelen hacer que las esferas de lo literario y lo audiovisual se crucen.
El cine se nutre de la literatura, lo sabemos. Pero también: los textos literarios muchas veces parecen una película.
La idea no es novedosa. John Berger reconoce en Whitman —“que nació hacia fines de la era napoleónica y murió dos años antes de que se filmaran los primeros rollos de películas”— nuestra “visión cinematográfica”. En su texto Cada vez que decimos adiós, un ensayo inaugural para los enamorados del cine, Berger copia la sección 8 de Canto a mí mismo de Whitman para ilustrar su idea. Observemos este fragmento:
El mozo y la doncella de mejillas empurpuradas
descienden entre los arbustos de la colina.
Yo los espío desde arriba.
Hay al menos dos planos en esta escena: el reconocimiento de ese “Yo” que observa, el protagonista que espía a los enamorados. No sabemos mucho de ese plano, pero alcanza con sus ojos para saber qué está mirando, así que bien puede ser un primerísimo primer plano, quizás apenas en contrapicado, porque está en lo alto. Como es Whitman, bien podrían estar iluminados sus ojos, remarcando las sombras de su rostro cansado. El otro plano (que con ese solo alcanza para esta estrofa), muestra a los enamorados descendiendo. Este plano va primero, pero en la película es probable que ya sepamos que el protagonista está arriba, mirando. Sabemos que hay luz solar, pero probablemente es el amanecer o el atardecer para remarcar el color de las mejillas. Es un plano general, con cámara subjetiva, en picado. El sonido ambiente seguramente se ve opacado por el silencio rotundo de quien descubre, y la música de amenaza, de suspenso. En este plano hay descripción de vestuario, porque deben ser un mozo y una doncella, y también maquillaje, para resaltar las mejillas y lo que están diciendo.
Pero Whitman no conoció el cine. Sus recursos son anteriores. De tanto cine descubrimos los planos, la quietud de la cámara, la angulación, reconocemos roles de producción, nos armamos la película.
Es demasiado arriesgado afirmar que hay procedimientos cinematográficos en la escritura de algunos cuentos, novelas, poemas. Deberíamos revelar el proceso de escritura de cada escritor y escritora a quien sometemos a semejante juicio. Y no tiene mayor mérito tampoco. Más bien es válido admitir que de tanto mirar películas reconocemos algunos procedimientos narrativos similares, aun cuando cambian los lenguajes. Entonces, aventuramos que El viento que arrasa de Selva Almada es una novela bien cinematográfica, o que Relatos salvajes de Szifrón está bien cerca de los relatos de María Teresa Andruettoen Cacería -y no sólo por el tópico-, y que Saer y Conti estaban realmente inmiscuidos en el cine. Hay huellas, rastros, escenas de acción y de quietud, con música estelar o susurros del agua calma que desafía, en algunas lecturas con las que nos vamos encontrando. Y develar esos cruces es develar las estructuras profundas, hallar un claro en la neblina de todo lo que ya se ha dicho.
Escribir filmando en Argentina
Haroldo Conti, además de cuentos y novelas, escribió guiones. Laura Di Marzo dice en Sobre Sudeste, el río y sus bifurcaciones —que acompaña a la edición de Sudeste de Tinta Fresca—, que Conti, “aunque desiste de escribir esta historia como guion cinematográfico, las secuencias de imágenes predominan en la obra. Conti constituye su novela, más que con hechos, con detalles, con climas, con pinceladas que se demoran en la descripción de un atardecer”.
En este sentido, Sudeste sería una película lenta, descriptiva, con gran ahínco en los detalles, en el sonido ambiente, en lo imponente del río, más que en la narración. La misma quietud que en La León de Santiago Otheguy de 2007. Y comparten más que la calma aparente que desespera.
No se puede decir que el río cambie de una manera en invierno y de otra manera en verano. Cambia. Eso es todo. Las islas, por el contrario, parecen distintas con cada estación que llega. No sólo por la intensidad del verde, en el verano, sino por algo mucho más sutil. En el invierno, desde el río abierto, se pierden en una lejanía brumosa. De pronto están, de pronto no están. Uno duda del río y piensa que es imposible llegar alguna vez, a pesar de toda esa tenue ansiedad que lo aísla y lo mece y lo acongoja en parte. Más bien son un borde ilusorio, una sombra que oscila con el horizonte, hacia el oeste. Si por fin logra acercarse, entonces parecen todavía más remotas, habitadas por el silencio y la soledad y por una tristeza irreparable.
Con esa lejanía termina La León. Pero es en la descripción de los planos comparativos donde quiero detenerme: ¿cómo reflejar el paso del tiempo en el cine? El párrafo recuerda a El cuento de Navidad de Auggie Wren de Paul Auster, y la enorme repetición de las fotos. Pero en la escritura de Conti las imágenes no son estáticas, aun cuando nada parece moverse allí. Introduce la palabra “mece” como toda alusión al bote y quien está observando, mientras espera que algún pez pique en la línea. En esa espera, la cámara se deja perder por el río, sigue las líneas de los bordes, trata de despejar la bruma, deja también que el tiempo pase. Es una toma larga y un plano que apenas se mueve. Es un plano reflexivo, general, quizás subjetivo, con cámara estática, en exteriores a la luz del día. Ángulo normal.
Y de pronto la inmediatez de la monotonía. Escribe unas páginas antes Conti:
Al caer la tarde, el Boga recogía las líneas y volvían a la casa, muertos de sueño y fastidio. Él se ponía un pantalón arriba de los calzoncillos, así como estaba, y se echaba en un rincón del pasillo. El viejo, en cambio, se lavaba con excesiva prolijidad, se ponía una camisa limpia de frisa, sin cuello, un par de pantalones enteros y el par de botas Pirelli. Luego se sentaba en la galería, partía un Avanti con la navaja Sheffield y fumaba pausadamente hasta la hora de la cena, con el perro bayo tendido cerca de él, observando el río, observando el cielo, observando la silenciosa entrada de la noche. La vieja encendía un farol.
La cámara estática deja paso al movimiento y el cambio de planos. Ya no hay quietud sino cuerpos que recuperan su animosidad. El objetivo no es el río, sino todo lo que ocurre mientras el río descansa: plano detalle de las líneas de pesca, plano general del bote con los dos pescadores que retornan a su hogar. Montaje paralelo del protagonista y el viejo: la prisa del protagonista en dos planos, la tranquilidad del viejo en por lo menos cinco, y varios segundos más de film. La entrada de la vieja, apenas su mano, y la luz incandescente en medio de la noche de otros.
Estas secuencias en párrafos se repiten mucho en la literatura argentina contemporánea. En “En el sur del mundo” de Sylvia Iparraguirre, cuento que forma parte de El país del viento, los planos se suceden estrepitosamente al llegar al clímax de la narración:
Plano general, ángulo normal, panorámica horizontal:
Ante el estupor general, su madre cruzó el espacio vacío, fue hacia una mujer tehuelche y se detuvo ante ella.
Primerísimo primer plano:
La miró fijamente unos segundos,
Plano medio (dos en un plano):
luego extendió los brazos y le puso a Mary contra el pecho.
Primerísimo primer plano (un poco más extenso que el anterior PPP):
La mujer le devolvió la mirada y por un momento interminable no hizo nada;
Plano medio (de la mujer tehuelche, con espacio sobre su cabeza):
después, levantó los brazos y sostuvo a la criatura contra sí.
Plano en escorzo:
Con dedos delicados corrió el rebozo y miró la carita. La escena quedó inmóvil.
El párrafo continúa, también la sucesión de planos. Iparraguirre introduce la palabra “escena” y no en vano. Bien podría ser un film. Se sugieren los vestuarios, el decorado. Se enfatiza en la dirección de las actrices. Hay movimiento, cambios en quienes miran. No es una escena teatral: se remarcan los detalles, hay planos que demandan mucha más cercanía visual. El silencio se acentúa. Pareciera imponerse un instrumental desgarrador por todo sonido.
Veamos lo que sucede en “Un hombre viejo a la orilla del camino” de Andruetto. Ya el título es bien visual. Y empieza con diálogo.
Primer plano enfocando desde la ventanilla del auto, que está abierta. El conductor abre la puerta:
Suba, maestro, lo llevo, le dijo.
Plano medio corto desde el interior del auto sobre el conductor:
Pensó que iba a responder con alguna palabra amable, quién no necesita eso. Él lo necesitaba, una palabra de agradecimiento, porque no todo es dinero en la vida;
Plano general al viejo y el auto:
pero el viejo sólo se acercó al auto, arrastrando la pierna. Es la gota, dijo, no me deja en paz.
Y el flashback en el segundo párrafo:
Había hecho un negocio redondo esa mañana […].
Probablemente este cuento en el cine se narraría de otra manera, porque el corte es muy abrupto. Quizás convendría hacer el flashback en cuanto un plano detalle nos revele el bulto con dinero. La descripción anterior de planos sólo sirve para ilustrar la capacidad narrativa de estos relatos, su estrecha relación con el cine, de modo didáctico. Volvamos a Conti y los sonidos:
Antes del amanecer, oyó el largo lamento de una lancha, amortiguado por la distancia. Era imposible precisar el punto que estaba atravesando en ese momento. El viejo jugaba con el sonido, adelantándolo, atrasándolo o sofocándolo. Hasta que bramó indistinto sobre la entrada de El Sueco y, a partir de ahí, creció parejamente en la noche invadiéndolo todo, como si se encaminara hacia el cobertizo y lo fuera a embestir de un momento a otro.
Inevitablemente para esta secuencia, en cine se deben generar hiatos. El sonido de la lancha se siente durante todo el día. Como es “Sudeste”, los planos serán largos y sus cambios para nada frenéticos. Pero lo que importa acá es el sonido: la lancha no se ve, sólo el río y las islas del delta. La lancha entonces está en el fuera de campo, y su bramido es lo que invade la secuencia.
Mientras que en el último fragmento de Sudeste el elemento fundamental es el sonido, en este fragmento de “Sombras sobre vidrio esmerilado” de Juan José Saer, es la iluminación, el decorado, el vestuario y el maquillaje lo que se apodera de la imagen:
Ahora estoy sentada en el sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se desviste en el cuarto de baño.
Es Viena y una mujer es la que está sentada. Sentada en un sillón de Viena. Sentada y observando. Hay intimidad así que ella debe estar en ropa íntima, en una salida de baño, quizás. Debemos leer más para enterarnos de cómo es el sillón, pero está en un living y, entre todas las habitaciones, la que se privilegia es la del cuarto de baño. Hay un color en esta imagen que no se dice, que es cálido, iluminado con luz artificial probablemente, y otra luz que proyecta una sombra que invade el living y el pensamiento de la protagonista a quien, por el momento, no le conocemos el rostro. Es “Ahora” así que el pasado es inminente y la sombra de Leopoldo es un detalle por develar.
Con tan sólo una oración, la segunda del cuento, Saer nos introduce en un universo audiovisual. Ya se ha planteado el suspense, y aunque ahondará en digresiones, el relato se fundará en iluminaciones, planos detalles y miradas inquisidoras.
Decía que El viento que arrasa de Selva Almada es una novela bien cinematográfica. Para argumentarlo, apenas voy a mencionar el montaje paralelo del final, cuando los protagonistas emprenden sus propios caminos. El coche se aleja y, antes de los títulos, y con la música de cierre, pasan ante las cámaras con sus ojos dispuestos a ver algo nuevo, ahora que ya no son las mismas. Y la enumeración en párrafos:
No lo vio el Reverendo que conducía, medio echado sobre el volante, el cuerpo dolorido por la paliza, los ojitos miopes sin anteojos […].
No lo vio Tapioca. Sacó la cabeza por la ventana y miró cómo la casa y el viejo surtidor se hacían cada vez más chiquitos hasta desaparecer por completo […].
No lo vio Leni que apenas subió al auto se echó cuan larga era en el asiento y se cubrió los ojos con un brazo […]. No lo vio el Bayo, que de un salto trepó al catre de Tapioca […].
Y no lo vio el Gringo que después de dejarse abrazar por su entenado, le pegó dos palmadas en la espalda y lo apartó con firmeza y le dio un empujoncito para que terminara de salir. Tampoco se asomó a ver cómo se iban. Quedaba solo para el trabajo, las borracheras, darles de comer a los perros y morirse. Bastante que hacer de ahora en más. Entonces, necesitaba dormir un poco antes de arrancar.
Saer, Iparraguirre, Conti, Selva Almada y Andruetto, por sólo nombrar algunas, escriben páginas enteras como si estuvieran pensando en un film, en las motivaciones que deben encontrar los actores en los personajes que van a interpretar, en el tratamiento de la imagen, en las cualidades del sonido. Detallan planos con cada signo de puntuación, nos dejan apabulladas ante un paisaje por más de un par de segundos. Recuperamos los sonidos con apenas una insinuación y nos acercamos al clímax con la enumeración de imágenes que acechan el final.
Y terminamos el libro como queriendo verlo de nuevo, y lo recordamos como luces y sombras que se agitan en la pared cansada de nuestra memoria.
*Por Leandro Almeida para La tinta.