por Pablo Domínguez Galbraith & Gerardo Muñoz
Gema Santamaría es especialista en temas de violencia, crimen, y vigilancia en Mexico y Centroamérica. Investiga las formas de linchamiento y violencia en el siglo veinte titulada «Lynching violence in twentieth century Mexico: State formation, vigilantism, and local communities in Puebla«. Ha publicado ampliamente sobre estos temas en diversos espacios y revistas. Actualmente ocupa una residencia de investigación en la Universidad de San Diego. Esta entrevista tuvo lugar en Manhattan el 18 de Mayo de este año en la coyuntura del enfrentamiento de las autodefensas y cárteles en el territorio de Michoacán. Lo que sigue en una transcripción de aquel intercambio.]
¿Cómo comenzaste tu investigación sobre linchamientos? ¿Desde qué categorías se puede pensar ese fenómeno que has venido estudiando en la historia específica del caso mexicano?
Empecé la investigación sobre linchamientos en México a partir de un caso actual. Empiezo con el caso de Tláhuac, que se transmitió en vivo y en donde se linchó a dos policías que se pensaba que iban a secuestrar niños, supuestamente vinculados a una red de secuestros. Entonces, mi interés se deriva de ese caso. En un primer lugar me interesó pensar qué lleva a la gente a ejercer ese tipo de violencia; un tipo de violencia brutal y colectiva, muy visible, que tiene un fuerte carácter espectacular. Y me interesaba preguntarme, entonces, un poco a contrapelo de pensadores como Michel Foucault, por esas formas de violencia que ya no siguen una narrativa lineal de la economía del castigo en la modernidad. En el caso de Foucault se trata de la prisión, desde luego; o bien en el caso de Norbert Elias, de un proceso civilizatorio que hace que la gente tenga menor tolerancia a formas brutales de violencia.
Luego comencé a indagar y me encontré con que el linchamiento es una práctica que excedía ese momento, e incluso que desde los años ochenta había incrementado en México. Me pareció desde un principio que ese tipo de violencia era completamente expresiva. En la violencia siempre hay una voluntad comunicativa; el victimario intenta articular un mensaje, por lo que la violencia tiene un sentido cultural. Lo distintivo de la violencia de los linchamientos es que, primero, nos dice algo fundamental sobre la comunidad. Y segundo, es un tipo de práctica muy cercana a la “justicia”, es decir, no se consideran como criminales propiamente, como si hubiera algún tipo de legitimidad en esa práctica. Luego, al revisar la literatura, me di cuenta de que los estudios se enfocan en el presente, lo cual le otorgaba cierta aura de “novedad” a esta práctica. Además, en la literatura especializada se intenta leer el linchamiento como una forma de empoderamiento de las clases marginales.
En un principio yo también pensaba así, pero después quedé insatisfecha. Me parecía que había que hacer algún tipo de llamamiento crítico hacia esta forma de violencia, a pesar de que se reconozca que ocurre en zonas marginales en términos de servicios públicos, y que la presencia del Estado se da principalmente en forma de castigo. Entonces, más que leer esos actos en clave de “justicia popular” vis-a-vis el Estado (comparable a la pena de muerte o la violencia extra-legal), me parece que estos actos imitan la violencia estatal; esa misma violencia estatal que excluye y criminaliza las poblaciones y sus sujetos. Lo que termina ocurriendo es que se reproduce el ciclo de violencia sin llegar a una justicia para la comunidad. Estos ejes me llevaron a pensar el fenómeno históricamente; esto es, cómo pensar la articulación de estas prácticas desde una perspectiva crítica.
Un punto de referencia para mí fue estudiar los linchamientos en Estados Unidos, ya que tienen un tinte racial, y no entra en una narrativa clara de empoderamiento, sino que los victimarios son los que están en el poder. En Estados Unidos la historia del linchamiento es mucho más crítica por quienes protagonizan la historia como victimarios y víctimas. El linchamiento sirvió para reforzar la hegemonía blanca. En Latinoamérica la cobertura mediática se acerca a las comunidades o grupos que linchan, se habla del linchado o de la víctima como un criminal, pero poco sabemos de esta historia. La historia de Estados Unidos como punto de contraste permite desplazar la narrativa latinoamericana hacia otro punto.
Mi estudio en concreto es sobre linchamientos en México de 1930 a 1990, tomando como caso puntual a Puebla, que elegí porque es una región con linchamientos altos y porque hay dos casos emblemáticos de linchamientos: durante los años 30 contra maestros socialistas en comunidades católicas (parte de la segunda cristiada); y en San Miguel Canoa en 1968, donde confunden a trabajadores con estudiantes comunistas.
¿Cómo distinguir, entonces, distintas formas de violencia? ¿Podemos llegar a algún tipo de definición del linchamiento?
El linchamiento, en los casos que he estudiado, refleja una forma de control social. En contrapunto a René Girard, que habla de la figura del chivo expiatorio (alguien externo a la comunidad), el linchamiento es el medio que permite crear una distinción y perpetrar esa expresión. El linchamiento no es efecto sino causa del racismo, un instrumento a través de cual se perpetúa la diferencia entre buenos y malos, ciudadanos y marginados. Están dirigidos a quienes pueden representar una amenaza para la comunidad, aunque pertenezcan a ellos, e históricamente han sido perpetrados contra evangélicos, socialistas, chupasangres, brujas y criminales, entre otros. Los linchamientos anti-criminales son los que más han cobrado fuerza en los últimos años. Ya no el comunista o el enemigo político, ni la amenaza mitológica del chupasangre o la bruja, sino el criminal, la figura que condensa los miedos de toda la sociedad y que codifica un mensaje claro de que “la sociedad debe ser defendida a toda costa”. Los linchamientos no operan fuera de estas estructuras de poder, pero lo distintivo es que es una violencia que sucede en los márgenes, articulando un hartazgo muy fuerte a lo que se considera injusto. No es una violencia que revindique, ni es una violencia contra-hegemónica (muchas veces es violencia de pobres contra pobres). Por ejemplo, es curioso pensar aquí en Frantz Fanon quien busca revertir esa violencia fratricida de la comunidad contra sí misma. El linchamiento no es reivindicativo ni logra salirse de eso. En el caso de Latinoamérica, la diferencia entre el linchamiento y los escuadrones de la muerte, o el paramilitarismo –que también son violencias privadas– es que se da en los márgenes, y por tanto entra en un circuito de representación distinto: como actos de violencia indígena (aunque no haya datos para comprobarlo), o como violencia salvaje que “necesita ser controlada”. El caso de Tláhuac es muy claro: el linchamiento como violencia de los márgenes autorizó que la policía entrara y ejerciera con mayor autoridad su propia violencia. El linchamiento invoca ciertas representaciones que perpetúan la violencia de Estado desde su forma simbólica.
Nos parece que la práctica genealógica es fundamental. Mencionaste un aumento de linchamientos desde la década del ochenta, por lo que habría una intensificación de esta práctica que quizás tenga mucho que ver con lo que hoy buscamos pensar a partir de eso que llamamos un “nuevo conflicto social”. ¿Cómo pensar ese aumento a partir de esta intensificación?
Lo que sucede es que hay un vacío en la literatura sobre los linchamientos antes de la década del ochenta. Pero también localizarlos en el archivo es un problema; ya que excede al sujeto criminal, desbordando los márgenes de la culpabilidad personal que es lo que se persigue en los marcos jurídicos modernos. Por ejemplo, en los 30 en México es muy violenta la práctica del linchamiento, pero ya en los 40 y 50 hay una transición hacia formas como el “pistolerismo” y bandas criminales. Primero, diría que los linchamientos en México han servido para articular un tipo de control social en las comunidades que se ejerce de forma paralela a la forma de justicia que prevé el Estado, y que en buena medida refleja la falta del Estado de derecho, la desconfianza en la autoridad, y la recurrencia de la impunidad. Lo que ha ido variando es quien se considera peligroso: el conflicto tuvo que ver con cuestiones religiosas, con el derecho a la tierra, con la pobreza, y finalmente el delito. ¿Cómo podemos leer el ascenso en los ochenta? Yo creo que lo que ocurre es un proceso de reivindicación distinta; un tipo de descontento social que habla a partir de una toma de derechos, de un ‘nosotros’ contra ellos que se abre a partir de la democracia. Lo otro que ocurre es que la gobernabilidad ya no pasa por proveer justicia, sino por articular un modo de seguridad. La tensión entre inseguridad y delito es lo que da lugar a un ascenso del miedo en las poblaciones.
Esta genealogía que has trazado nos hace preguntar por la idea de “autodefensa” en las comunidades, y lo que hoy ha sucedido en el territorio de Michoacan; tierra marcada por las guerras cristeras. Para un estudioso como Gareth Williams, por ejemplo, no es casual que sea en Michoacán donde surja un grupo delictivo como Los Caballeros Templarios, íntimamente ligados a cierta teología política antecedida por el conflicto cristero*. ¿Cómo podemos situar las autodefensas en esta reconstrucción histórica-analítica?
Comenzaría retomando esa idea del nuevo conflicto social, y diría que específicamente el conflicto que atraviesa varias realidades de América Latina hoy pasa por este tipo de prácticas concretas. En los 70 y 80s vemos figuras partisanas de lo político, mientras que hoy la violencia se articula en el eje de lo criminal, donde son las clases más desprovistas y marginales quienes participan en esta conflictividad (pandilleros, gangas, etc.) de una “nueva guerra fratricida”. Y esto me lleva a la pregunta de cómo se construyó la autoridad del Estado mexicano –que es fundamental–, y de cómo se fundó el Estado posrevolucionario, no a través de monopolizar la violencia, sino tratando de administrar el uso de la violencia mediante poderes facticos a nivel local. Cuando tienes una forma de Estado que representa no solo la violencia legal, sino también la ilegal, entonces ocurren otros modos de legalización de violencia que pudiéramos situar en lo que llamo la historia de la autoridad en México. En realidad de lo que se trata es de que el Estado en México nunca pudo monopolizar la violencia, sino que instrumentalizó la violencia como herramienta política en muchos casos.
Las autodefensas, por lo tanto, no nos deberían parecer del todo nuevo, sino que se inscriben en esta genealogía histórica del país. Tanto las autodefensas como el linchamiento se conectan no por estar ligados a lo común, sino a una distinción muy clara de la división política de enemigos. Me parece que el discurso del Estado priista, lejos de tratar de monopolizar la violencia, intenta acomodar la violencia a los intereses de la clase política, tal y como vimos en la respuesta a los autodefensas, donde hubo cierto intento de integrarla al marco jurídico del Estado. Me parece que la respuesta a las autodefensas no puede ser ni la militarización reactiva, ni tampoco en el intento de formalizarlas o institucionalizarlas. La respuesta debe de estar dada entendiendo sus fuentes de legitimidad, y desenredando los intereses de varios actores, entre los que se encuentran empresarios, narcotraficantes, etc. Lo central, entonces, radica en abonar el esquema maniqueo que posiciona «buenos» y «malos», ciudadanos y criminales.
Volvamos entonces a retomar lo que mencionabas sobre la expresividad de la violencia, que tiene conexiones claras con ese tipo de inscripciones de la violencia en el cuerpo que ha estudiado Rita Segato en Laescritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (Tinta Limón, 2013). Entonces nos interesa preguntar, ¿cómo piensas tú ese nexo entre escritura, tortura, e inscripción que llega hasta los cuerpos?
Me parece que lo central en los linchamientos pasa por deshumanizar a la víctima. Las mutilaciones, desfiguraciones, o la quema, más que una cuestión instrumental se da en el plano simbólico, esto es, animalizar y humillar al cuerpo como materia. Me parece que también comunican la lógica de las comunidades: es curioso que en algunas comunidades en México ya han tomado las narcomantas y las han colocado en vecindarios para alertar y volver visibles el tipo de prácticas que allí se producen. Es un tipo de aviso de que aquí no se llevan a policías, sino que se lincha. Primero, entonces, el cuerpo es inscrito un proceso de deshumanización. Lo otro que me parece muy comunicativo es que los linchamientos en México ocurren en espacios públicos – la plaza pública, en la Iglesia – lo cual reafirma el acto en donde toda la comunidad está involucrada, por lo que excede la esfera del delito. Lo que se busca es inscribir una advertencia, y a la vez, que el delincuente es cualquier persona en potencia.
Una de las categorías a pensar es la comunidad, entonces. Y para volver al trabajo ya aludido de Rita Segato, hay un momento en donde la socióloga argentina refiere a Nicaragua como caso donde el narcotráfico y la presencia de estos nuevos microfascismos han sido frenados gracias a la persistencia de un fuerte tejido social comunitario que viene desde los años del sandinismo**. Ahí la comunidad es capaz de activar ciertas fuerzas que, en efecto, logran repelar «segundas realidades» ligadas a la criminalidad y su proximidad sobre los cuerpos. ¿Cómo ves tú esta hipótesis?
Lo primero que diría es que el narcotráfico si está presente en Nicaragua, pero quizás de forma distinta. Creo que Centroamérica la podemos dividir entre el ángulo norte, que incluye países como Guatemala, Honduras, y El Salvador, donde vemos una presencia mucho más fuerte del narcotráfico y pandillas como Las Maras que tienen contacto con estructuras concretas del crimen organizado. Por otro lado tienes países como Costa Rica, Nicaragua, y Panamá, donde no es que el narcotráfico o las pandillas no estén presentes, sino que se articulan de forma distinta. En el caso de Nicaragua o Costa Rica, por ejemplo, es claro que la ecuación tiene que ver más con la corrupción y el lavado de dinero, desplazando la violencia expresiva a un segundo plano. Ahora bien, el narcotráfico tal y como lo conocemos, en forma de agrupación criminal está muy presente en la costa atlántica de Nicaragua. Esto no es casual, y tiene mucho que ver con las rutas ya establecidas del narcotráfico, así como con el hecho de que la costa atlántica históricamente fue la más problemática para los sandinistas. Desde la Revolución Sandinista ésta fue la zona más desligada del Estado, o sea, donde las instituciones no llegaban plenamente. Entonces, sí es cierto que la institucionalidad de seguridad sandinista y el tejido comunitario lograron detener los niveles de criminalidad.
Pero, ojo, también habría que decir que estamos ante una ciudadanía que confía en la policía nacional, ya que esta es una policía política que se profesionaliza con el sandinismo. También habría que recordar que en Nicaragua las comunidades sostienen un fuerte control social. Si bien por un lado hay cierta «organización» y un «fuerte tejido comunitario», hay un lado perverso que tiene que ver con duros controles sociales y políticos que denuncian a un «otro» de la comunidad de una forma parecida al método empleado para denunciar a un desafecto del partido durante el sandinismo.
En el último año hemos estado viendo una oleada de linchamientos, ya no solo en México o Centro América, sino también en Brasil y más recientemente en Argentina. ¿Cómo podemos pensar la especificidad del retorno de esta práctica en el interior de una gobernabilidad que parecía dar cierre al ciclo neoliberal en la región?
Lo que me parece interesante del caso argentino es que funciona para probar que la práctica de linchamientos no se reduce al tema de «justicia indígena», ni tampoco a la categoría del «Estado fallido», entendido como conjunto de instituciones débiles. Lo distintivo de lo ocurrido en la Argentina también pasa cómo pensar el territorio de los barrios y la presencia delictiva zanjada por nuevas formas del consumo. Ahí la situación es distinta al tipo de actividad que acontece en la zonas rurales del delito que conocemos, por ejemplo, en el caso de Guatemala. El narco-menudeo en Argentina ha tenido una presencia visible desde hace años, pero aun queda por investigar cómo es que este tipo de actividad se traduce al linchamiento; a un tipo de violencia colectiva tan brutal y visible, que obviamente quiere comunicar algo de modo inmediato.
De modo que hay una sobredeterminación entre narcomenudeo y descontento social que se percibe deteriorada, y se articula con una serie de quejas que afectan a los territorios. Aquí es importante recordar lo que decía Rene Girard en cuanto al sacrificio, es decir, se sacrifica a alguien externo a la comunidad para así evitar ciclos interminables de venganza. Pero sabemos que el problema con el sacrificio de delincuentes es que por medio está un discurso que se legitima a partir de una fantasía que supone que el delincuente es un otro externo a la sociedad. Evidentemente esto es una fantasía que borra la porosidad que existe en el interior de las sociedades latinoamericanas y en cada uno de sus actores.
Notas
*Gareth Williams. «Paramilitarnism and the end of the katechon: decontainment and extreme theology in México», ponencia leída en la conferencia ACLA NYU 2014. Para consultarla ver: https://www.academia.edu/6869284/ACLA_2014
** Rita Laura Segato. «La nueva elocuencia del poder», en La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Buenos Aires: Tinta Limón, 2013.