Letra y letrina // Manuel Ignacio Moyano

Machine Sex Action. Pornografía juvenil. Miserables que flotan en las calles maquilladas por luces baratas de una ciudad. No elijas la vida. No elijas un trabajo. No elijas una carrera. No elijas una familia. No elijas un televisor grande donde cagarte. No elijas lavadoras, autos, equipos de música y abrelatas eléctricos. No elijas la salud, el colesterol bajo y seguros dentales. No elijas pagar hipotecas a interés fijo. No elijas una casa. No elijas a tus amigos. No elijas ropa deportiva y valijas de fuego. No elijas pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. No elijas bricolaje y ni si te ocurra preguntarte quién carajo sos los domingos por la mañana. No elijas una película de la adolescencia. Elegí la nada, el sexo, la muerte. Elegí comer basura. Elegí ser un viejo de mierda que se caga y mea encima en un asilo perdido, donde ningún familiar te visita porque nunca los tuviste. Tarde o temprano te van a reemplazar: esa es la falsa familia. No elijas tu futuro. No elijas Trainspotting. No elijas a Danny Boyle. Elegí la pornografía. Elegí la muerte, la nada, el sexo: la vida es una elegía psicotrópica… Yo la elegí y también elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tenés ACRODOXA? No elijas restos de historias que se cruzan en la vida de un tal Mick Juárez mientras corre. No elijas esto, porque acá comienza la máquina idiota de relatar.

            El sexo era poco. Las drogas, muchas (esas raras drogas nuevas). Una música nacida del infierno y el Monstruo tecleaban los nombres de la realidad. Soledad dura, un cuerpo en el piso, un monoambiente en Txilon (ciudad fantasma) y el hastío que todo lo corroía. Mick había sido electricista y después se dedicó a la industria del porno. Mick era la estrella y desde el centro de su mundo se irradiaban las luces con las cuales se comercializaba la industria en la cumbre de su apogeo.

            Corrían los años noventa. De esos años que comenzaron corriendo que uso para relatar, de ahí parte la profecía que en todas estas páginas voy a repetir: la distopía pertenece al pasado. En esos años, en alguno que es preciso no mencionar, Mick se despierta en su monoambiente con resaca (flujos de alcohol, botellas dispersas, líneas de ACRODOXA en polvo y jeringas; pero, lo central: el Monstruo durmiendo a su lado, en la cama de escamas). Mick se dirige al baño mientras la habitación pérfida se da vuelta a cada paso, tomando un giro de trescientos sesenta grados a cada paso, y recortándose en dos en cada nuevo intento de paso. Las matemáticas se convierten en bailarines eunucos entre sus parietales y se abren portales a una cuarta, quinta y séptima dimensión en su cráneo. Las paredes (mosaicos rotos, una inscripción en diarrea que dice: ¡VIVA LA ACRODOXA!, sin signos de exclamación, pero con la intención de ellos)… al fondo, el inodoro como en los bares de mala muerte —elegí siempre esos bares. Mick avanza tambaleándose. Se sostiene como puede e intenta lo que no puede. Mear.

            A Mick Juárez, ex electricista y actual star del sistema porno (muchos videos, muchas fotos y poco sexo), le falta el órgano. Mick y la ACRODOXA son una misma sustancia cansina, que se revuelca en infiernos superpuestos sobre un fondo azul eléctrico donde cantan los soldados de la División de Joy. Esa sustancia no produce alucinación, sino defectos de realidad que se alean en trozos ajados de percepción. Es la puta realidad y Mick, Mick, Mick intenta salir de la compulsión, tomar su miembro con los dedos índice, medio y anular de la mano derecha, agarrarlo con su pulgar oponible, pero no hay miembro y el sistema de la pornografía trastabilla sobre el único escenario en el que puede sostenerse (les recuerdo que eran los noventa y la pija todavía no había sido deconstruida).

            En el lugar de la cosa, no hay tajo ni cicatriz, sino una piel atizada por vellos dispares que revuelan la incertidumbre. Mick (a.k.a. ACRODOXA) desespera y se enjuga los ojos para mirar, para mirar de verdad porque lo que está viendo parece una ceguera que le viene desde el fondo de los miedos. Y lo que esas pupilas ven, rodeadas por dos escleróticas amarronadas, es que en lugar del trono hay una inmensa extensión donde el exceso y el descontrol fueron desterrados para siempre. Mick ve una llanura tupida como vista con binoculares en la noche de la locura. Ve la letra originaria: un alephante sin trompa ni marfil.

            Suena el teléfono y el Monstruo ni siquiera se inmuta —sigue plácido, despatarrado sobre el colchón, respirando con la cabeza escondida en el antebrazo derecho y el cuerpo revuelto en las sábanas. Suena todavía el ring-ring de aquel teléfono noventoso y es el ruido permanente el que entra en las paredes del baño (hace daño) y tres palabras se escriben en un graffiti del infierno: paranoia, hastío, caos. La vida no vale la pena sin ACRODOXA.

            La distopía pertenece al pasado y a eso me refiero cuando me sitúo en aquellos años con este relato. Corren los noventa y Mick desespera como en una mala película de acción. El contestador automático da el “beep” para que la voz del interlocutor se habilite y hable con la hondura que solamente una voz ajena puede tener en esa situación.

            — Mick, ¡¿dónde carajo estás?! ¡Son más de las once y la grabación empezaba a las diez de la mañana!

            La pérdida de todas las esperanzas está a la orden del día, es la historia genética del día a día, y yo no estoy a la altura de recitarla salvo en una estructura de excepción. No soy un narrador, soy un dongui y avanzo engullendo pedazos de ficción que no tienen sentido ni quieren tenerlo. Pienso que Mick quizás haya respondido o que quizás haya despertado al Monstruo para contarle la hecatombe y pedirle alguna pista sobre lo sucedido. Es como pedirle al sistema literario qué significa un relato, qué un poema, qué una letra compulsada tras la otra. Pero prefiero no pensar y sí imaginar que la ACRODOXA maneja cada movimiento cerebral y físico en Mick. Que lo lleva, en el colmo de la desesperación, al HOTEL GÓTICO (con su cartel escrito con letras verde botella) donde está el set de grabación en aquella mañana de los noventa. Un set agazapado como un puma que espera a su gran star: el hombre del momento y del miembro.

            Todos los diálogos que suceden a continuación han sido expresados en un inglés de mucho slang, aunque yo por acá los reproduzca en mi lengua madre (la única abominable: ni los espejos ni los hombres lo son, solamente ella lo es).

            — ¡Hijo de mil putas! ¡Hace dos horas que te esperamos! Mirá la cara de sorete destruido y corroído por la miseria, la noche y el espanto; mirá la cara que tenés, la de una bestia culeada por todos los orificios y emputecida por la fiebre idiota de existir.

            — Director, tengo un problem.

            — Sí, un problema y miles de problemas: yo soy tu problema, la cinematografía para adultos es tu problema, la incandescencia de las pantallas va a ser tu problema porque… escuchame bien hijo de la gran puta señora de todos los mares, escuchame bien: me voy a encargar de que nunca más te contrate nadie, vas a volver para siempre al sótano imbécil en el que naciste y nada ni nadie te va a recordar.

            — Director, tengo un problem.

            — Sí, el problema es que te voy a trocear el cuerpo y me voy a quedar con tu pija de trofeo para tirársela a los cerdos y que la devoren en dos segundos mientras se devoran tus problemas y los últimos pedazos de tu intrascendental existencia hasta que solamente quede alguito de piel que les será dejada a los gusanos y su tortura china, esa que te avanza en el cadáver mordisquito a mordisquito.

            — Director, ese es mi problem. Ya no hay más pija. Ya no hay más carne. Un Monstruo me la comió.

            La esencia soez de las letras y su tendencia natural a las letrinas ya no me espantan, por eso me atrevo a seguir a pesar de los pruritos que alguno padecerá. Todo es posible en el cine, ¿por qué no en la literatura? Esa es mi fe. El infierno de todas las posibilidades juntas, desgastándose en un último incendio. Ahora que me he declarado y desnudado, puedo decir que sí pienso en Mick —si es que por pensar se puede decir “delirar”. Pienso en su falsa tragedia y, en un eco psicoanalítico, me encargo de colgar la piedra que se balancea desde su cuello y lo condena desde las cervicales, colgarla en toda la existencia. Romantizo el infierno y lo prefiero así: romantizar significa asumir la putrefacción de las cosas en la médula espinal del escritor. El resto es moral dominguera. Recuerdo un poema que leí de un rabino acrodoxómano que decía más o menos así:

           

            La existencia es nimia

            al lado de la tragedia de ser

            que carga toda criatura en sus espaldas

            y que lleva a cada una

            (en un camino irremontable)

            hacia la nada, el sexo, la muerte.

 

            En el fondo, creo que ahí reside el problema de Mick y su pija pérdida: nunca la tuvo, siempre fue un irrefrenable pedazo de carne que tendía al cero absoluto.

            Ahora, cuando lo veo en imágenes borrosas de una película extraña, cuando lo veo ahí consultando con un astrólogo para solucionar su problema, o al menos hacer algo con eso que no se tiene, entiendo que su viaje estaba hecho solo para él —tal como la parábola kafkiana del campesino que llega a la puerta de la ley. Y ese viaje, en verdad, era un viaje a las estrellas, a los arquetipos que trascienden todas las infancias y se conectan con el polvo cósmico que relata, desde muy lejos, cada pequeña tragedia y cada pequeña mentira. La tuya y la mía. La de Mick. Una forma de la ciencia ficción de la que nacen repetidamente el sexo, la nada, la muerte.

            Ahora, recuerdo también una sentencia: “el verdadero amor solo ama lo que no se tiene.” Y con la letra todavía apañada en su pequeñez de hez, la reescribo: “el verdadero amor es un monstruo dormido con el que soñás algunas noches y te matás las otras.”

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