“Uno está siempre perdido en la lengua”.
Carolina Sanín.
Allá afuera se nos pide cuadrar acontecimientos, experiencias, discursos.
Se exige allanar, para que sean más transitables por sus pies, los caminos propios que muchos supimos encontrar disímiles y heterogéneos. De nuevo, esa nivelación del territorio se intenta a través de su herramienta más poderosa, que vuelve una y otra vez abanderada de «lenguaje oficial».
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Pero también, esa explanación se hace mediante el Resumen, que es la síntesis disfrazada por medio de la contracción; del Cierre, o la forma de pasar página siempre con la impresión de anudarla; del Encaje, hoy la manera frívola y algo cínica de matchear los elementos que se fueron solapando a lo largo de estos últimos años inciertos; del Patrón, pariendo un centro allí donde se lo solicite y por tanto una estructura, presuntamente regular y regularizada; y finalmente, a través del Redondeo, que sirve para descartar aquellas rugosidades que puedan haberse desviado algo de todo lo dicho anteriormente.
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En la escritura, también, se nos solicita prolijamente hacer que la caja cierre “sin pérdidas». Y a veces nosotros, sin darnos del todo cuenta, caemos a su vez en una liturgia un tanto rígida para contrarrestar esos embates.
La palabra que nos persigue, y que nosotros compartimos casi vitalmente, busca una identidad que por momentos da la impresión de haberse encontrado hace rato. Previa de sí, se reconoce anterior a la escritura misma.
La gran paradoja, sin embargo, es que lo hace(mos) mediante una supuesta extensión, progresivamente, alejándonos a medida que avanzamos.
Si avanzar en la escritura fuese como el movimiento dentro de un espacio, el tono sería la velocidad de los pasos y de los movimientos con la que nos deslizamos entre los textos. Hay un presentimiento de que esta voz está solo leyendo lo que quiere escribir.
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No saber qué escribir, o qué decir para el caso, lo que comúnmente se denomina «quedarse en blanco», lejos de reconocer una quietud, un desarraigo, sería el espacio (necesario hoy entre nosotros) donde el lenguaje aún no se ha vuelto vocabulario.
Aún quiere decir en este caso movimiento sin espacio, un impasse productivo.
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La urgencia por querer nombrar, hoy motivo de discusión en la agenda política, se vuelve en algunos -no llamativamente- una cuestión estética. En otros, una necesidad 2.0 de aproximarse lo máximo posible al objeto.
La función detrás de ambos gestos, un misterio que ni unos ni otros siquiera llegan a re-plantearse, deja al descubierto el más que probable escenario de un mundo donde nadie hable ninguno de los dos lenguajes. Sin embargo, nos dominan.
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Un zig-zag de formalidades heredadas de antaño, creencias implícitas y funcionalidades ciegas, hacen de nosotros una suerte de buceadores erráticos. De allí, la urgencia del encuadramiento, y la tensión siempre decisiva ante cualquier gesto más o menos vanguardista.
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«Uno siempre está perdido en la lengua», dice la escritora colombiana Carolina Sanín, reafirmando ese costado eternamente «en construcción» del lenguaje. Una visión ante la deriva quizás menos esquemática, pero al mismo tiempo difícil en estos tiempos de algoritmos y publicidad.
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La excepcionalidad del momento parecería radicar en estar viviendo en un etiquetado digital constante en medio de un anhelo lingüístico cultural igual de persistente. Esa contradicción, que al principio algunos pudieron haber interpretado como una oportunidad, poco a poco se está volcando por el lado menos creativo (y más reactivo), quizás, presa del vértigo que causa no pisar sobre seguro, sobre todo si se viene desde tiempos inmemoriales de doblajes que todo lo quieren traducir.
Tenemos el extraño honor de estar presenciando, así, una nueva capa de cobertura a la ya sobrecargada «realidad». Esta vez, también desde dentro mismo de nuestros círculos, que descontentos ven como el pensamiento por sí solo no puede cambiar las cosas.