Anarquía Coronada

Lejanía compartida // Daniel Alvaro

 

                         

Una buena parte de los diagnósticos modernos sobre el estado y desenvolvimiento de las sociedades occidentales se encargaron de alertar sobre la debilidad creciente del vínculo social. Desde la época de Rousseau circula la idea de que las grandes transformaciones económicas, políticas, culturales y técnicas que marcaron el pasaje de la forma de vida tradicional o comunitaria a la forma de vida moderna, incidieron de forma negativa en la fuerza y solidez del lazo social. De acuerdo con esta tesis, desde el momento en que el interés común es desplazado por los intereses particulares y egoístas de unos pocos individuos, se cierne una amenaza latente sobre la integridad de aquello que mantiene juntos a los miembros de una sociedad.

No es este el lugar ni el momento de analizar el vasto derrotero de esta idea. Basta con tener en cuenta lo siguiente: se trata de una interpretación que tuvo un impacto decisivo en el modo en que las ciencias sociales y humanas de los últimos siglos explicaron el nacimiento, el desarrollo y, en ciertos casos, el fin de la sociedad capitalista. Lo cierto es que este esquema de pensamiento, promovido por teorías heterogéneas y un sinfín de prácticas a lo largo de la historia, ha tenido entre otras consecuencias problemáticas una cierta idealización del vínculo social. Dicho muy rápidamente, esto significa que a fuerza de repetición nos hemos acostumbrado a considerar el lazo social, casi de manera exclusiva, bajo la forma de relaciones “positivas” entre los individuos. De modo tal que nuestra visión general de la vinculación humana ha quedado reducida a la perspectiva que privilegia la unión y la convivencia armónica, que por cierto no es más que una de sus múltiples posibilidades, en detrimento de la separación y los intercambios conflictivos o incluso violentos. Así se explica, al menos en parte, que lo que en la actualidad entendemos por relación social se asocie normalmente a la proximidad en todos los sentidos que evoca la palabra, incluidos los de presencia y cercanía, contemporaneidad, afinidad, identidad, etc.    

De ahí la enorme dificultad a la que nos enfrentamos cuando intentamos pensar el vínculo social en medio de una situación, a la vez inédita y extrema, por la cual nos vemos en la obligación de vivenciar el distanciamiento social. En una coyuntura signada por la propagación mundial del coronavirus COVID-19, es legítimo preguntarse si las medidas de aislamiento preventivo –que en algunos países deciden los gobiernos y en otros la misma población– no constituyen acaso la ruptura definitiva y largamente anunciada del lazo social. La pregunta es legítima, entendible si se quiere, pero no deja de estar arraigada en el más llano sentido común que hoy más que nunca es necesario rechazar. Sin dejar de tomar en consideración los efectos desiguales de la pandemia sobre los distintos estratos socioeconómicos de la población, y sin subestimar las consecuencias materiales de proporciones todavía impredecibles que el virus arrastra consigo, es preciso resistir las lecturas sociales apocalípticas. No solo porque contribuyen a generar el pánico colectivo, sumando angustia y confusión al escenario crítico ya existente, sino también porque si nos atenemos a la sucesión de los hechos en varios países del mundo, comprendida la Argentina, lo que vemos es una mutación drástica del vínculo social, pero en ningún caso su ruptura o anulación. Estamos en presencia de un fenómeno excepcional donde sale a la luz el lado oscuro y menospreciado de la relación social –su “parte maldita”, como diría Georges Bataille–. Pues es la separación, antes que la unión, la unidad o cualquier otra forma de relación afectada de connotaciones afirmativas, lo que en este momento constituye nuestro vínculo más preciado. Concretamente, la ralentización del contagio de la enfermedad, objetivo buscado por el gobierno nacional para evitar la implosión del sistema de salud, depende en última instancia de nuestra disposición y sobre todo de nuestras posibilidades reales para minimizar la interacción física con los demás, hecho que en el contexto actual no significa ser indiferentes ni insensibles, sino más bien todo lo contrario.

“Nuestro prójimo ha sido abolido”, escribió por estos días el renombrado filósofo italiano Giorgio Agamben en referencia a las medidas de emergencia adoptadas por las autoridades de su país. Esta afirmación reproduce a su manera el sentido tradicional, idealizado y unívoco de la relación, en la medida en que niega o deniega el carácter eminentemente social de la responsabilidad que implica rehuir el contacto con los demás por su propio cuidado, por el nuestro, y por el de la sociedad en su conjunto. A raíz de reflexiones como esta, cabe preguntarse si es acertado continuar apelando a la figura del “prójimo”. Esta vieja palabra, hoy caído en desuso, deriva del latín proxĭmus, que significa literalmente “el más cercano”. Su acepción corriente refiere a cualquier persona “considerada como ser con el que se está unido por lazos de solidaridad humana”. Ahora bien, la responsabilidad social a la que actualmente nos debemos supone la vinculación, por lejana que esta sea, con lo radicalmente otro, es decir, con cualquier otro, otra u otre, y no solamente con el prójimo, figura que en el fondo siempre termina por remitir a lo que nos es más próximo, semejante, si no idéntico. 

Quizás la lejanía que paradójicamente compartimos y que hoy vivimos como confinamiento sea un recurso inesperado para poder dar lugar a otro sentido y otros sentidos de la proximidad. Quizás la distancia y la aislación proporcionen lo que, hasta ayer nomás, casi nadie esperaba de ellas: herramientas para pensar y poner en práctica formas alternativas de vida en común.

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