Consolidado como el argumentador más elegante del muy poco elegante aparato de la comunicación dominante, este veterano “guerrillero de la derecha” (como suele definir su formación en Ámbito Financiero de fines de los ‘80) despierta adhesiones en un público que se había desacostumbrado al escurridizo arte de la argumentación conservadora. Historiador universitario, aunque menos profesoral que su antecesor Mariano Grondona y biográficamente desvinculado de la dictadura (nació en el ‘61), Carlos Pagni, columnista estrella de La Nación, analiza el presente político con los límites visuales autoimpuestos por las premisas de un liberalismo irónico y tautológico.
Pagni no se siente exactamente un hombre de derecha. Así lo aclaró ante una pregunta que le formuló la revista Crisis, en una entrevista realizada en agosto de 2015, sobre la caracterización que de él hizo el ensayista Horacio González como una “pluma sutil de la derecha moderna”. Su respuesta fue: “Yo me considero un liberal. Hay una cantidad de temas donde yo estoy a la izquierda de González, otros donde él puede estar a mi izquierda”. Y ser liberal en la Argentina de esos meses previos a la elección que consagraría a Macri Presidente era desear antes que nada la alternancia en el poder. En la misma entrevista ofreció una fórmula sintética de su propia comprensión de lo político: “Lo importante, lo primero que hay que mirar en la política es el formato. Lo segundo es la agenda. Lo tercero es el candidato”. En otras palabras, el principal problema de la Argentina de aquellos años era la crisis de formato ocurrida en 2001. La secuencia podría ser presentada así: estallido del bipartidismo de la postdictadura –vigente entre 1983 y 2001–, derrumbe del radicalismo –instrumento político de los sectores medios– y toma del poder por parte de la provincia de Buenos Aires. Una nación sin límites ni contrapesos se manifestaba en sus síntomas. En particular, la emergencia de un kirchnerismo dos veces reelecto. Frente a ese estado de cosas, Pagni se declaraba un utopista de las reglas.
Un año después, ya bajo el gobierno de Cambiemos, Pagni vuelve sobre algunas de estas cuestiones en el prólogo que hizo a un libro de conversaciones de Marcos Novaro y Héctor Magnetto. Allí vuelve a referirse al trauma de 2001 como “tormenta que pulverizó el sistema político y alimentó un discurso anticapitalista” cuya propagación se vincula no sólo a la “ausencia de oposición organizada” sino también a la descalificación de las empresas como “corporaciones”. Su interpretación del conflicto con el Grupo Clarín es que el conglomerado económico diversificado de Magnetto, Aranda & Pagliaro era el último refugio de los sectores medios capaces de oponer una resistencia y sostener alguna autonomía frente a la embestida kirchnerista. El CEO de la gran empresa como estratega y último héroe de la libertad de prensa ante un autoritarismo triunfal que, a no confundirse, no es sino el “método detrás de la locura”.
Hay en Pagni una idea del liberalismo, menos como valores y doctrina y más como procedimiento. Es una idea práctica, que enfatiza la importancia estratégica de las reglas como instancia organizadora de formatos en los que deben actuar los sujetos. En las enseñanzas del general Perón esta acción era un asunto confiado al arte de la conducción, y descansaba en la máxima según la cual los hombres son mejores si se los controla. En el liberalismo de cuño procedimental, en cambio, este control se transfiere del saber del político al apego a la norma. La política liberal, así concebida, sólo surge cuando la arenosa lucha por el poder se inscribe dentro de las coordenadas del espacio de la representación, constituyendo en él agendas y liderazgos. Y al contrario, se deshace peligrosamente ante la irrupción de fenómenos que cuestionan moldes y formatos. Un liberalismo de este tipo tiene como contracara forzosa un principio de exclusión que se torna intolerante ante toda voluntad colectiva que pretenda revisar las condiciones mismas –por caso las económicas y sociales– del juego político.
Hay también en Pagni una idea del periodismo como práctica política ligada a la verdad, que lo lleva a plantear problemas y a desentrañar aspectos opacos vinculados al diagnóstico de la actualidad. Un gusto por la interpretación y una conciencia histórica del presente. Aunque en su caso esta conciencia no apunta hacia una superación crítica del estado de cosas ni menos aún a una transformación radical, sino más bien a la defensa de un cierto ideal de orden que en su propio imaginario se presenta como republicano, nominación sólo admisible si olvidamos la importancia de la desconfianza que la tradición republicana radical mantiene ante los lazos entre periodismo y gran empresa y ante la postulación del periodista como mero corrector de desvíos institucionales. Nicolás Maquiavelo, por caso, consideraba que las buenas leyes de la antigua república romana surgieron del vigor tumultuoso de las multitudes más que del apego a esquemas normativos, y que no hay república cuando el partido de los ricos concentra más poder que el de las instituciones del común.
A propósito de la “tensión política” que siguió al pedido de condena a la Vicepresidenta por la llamada causa “Vialidad”, Pagni ofreció una nueva exposición de sus ideas. En el editorial de la última edición de su programa Odisea Argentina (LN+) del lunes 29 de agosto, cuestionó que se apele a la legitimidad del discurso de los derechos humanos como parte de la lucha por el poder. Su reflexión apuntó de ese modo a un aspecto central de la defensa que hizo desde el Senado Cristina Fernández de Kirchner al contraponer la política de derechos humanos de su gobierno con una serie de vínculos y lazos que emparentan a la acusación con la última dictadura. La irrupción del antagonismo marcado por la politización de la larga lucha por los derechos humanos irrumpe una vez más como fuente de tensiones y problema de fondo. El propio juicio a la ex Presidenta fue presentado los días pasados por no pocos intelectuales y periodistas bajo los ecos del juicio a las juntas militares. El propio Pagni, luego de la editorial mencionada, recibió al fiscal de aquel juicio, Luis Moreno Ocampo, trazando una continuidad de hecho entre terrorismo de Estado y corrupción como dos modos de exceso de algún modo equiparables de poder estatal.
Lo que Pagni plantea es la existencia de un conflicto en torno al significado político que adquiere la noción de derechos humanos en la Argentina. A su juicio, se trata de un conjunto de garantías que por su misma naturaleza universal no debería ser esgrimido como discurso de contienda por el poder, cosa que sin embargo sucede cada vez que una lucha colectiva establece lazos estrechos entre derechos humanos y reforma social. Su crítica se dirige, en esta oportunidad, a deslegitimar el planteo político que yace en el corazón de la acusación que la ex Presidenta lanzó contra quienes la juzgan: que el Poder Judicial actúa como instrumento político de una clase social cada vez que bloquea la posibilidad de reformas económicas democráticas, disciplinando al funcionariado político, y que de modo coherente con ello protege a quienes durante el gobierno anterior dilapidaron unos 45.000 millones de dólares, otorgados por el FMI.
El problema de la retórica política del liberalismo procedimental no es su alusión a las normas, que por supuesto son indispensables cuando se las considera en su carácter reformulable, sino la naturaleza sacralizante de un apego a ellas. Porque en ese apego se cancela el derecho a la revisión de los supuestos que estructuran el orden social y, por esa vía, de cualquier tipo de reforma. Sin una relación viva con ellas, el mundo de las reglas se vuelve incapaz de examinar aquellos procesos en los que los poderes actúan de manera extra jurídica, produciendo, sobre todo en los procesos económicos, desigualdades lacerantes en cuanto al acceso a bienes, títulos y recursos entre grupos y clases sociales. Los límites de un liberalismo así aferrado a la retórica procedimental se vuelven nítidos cuando se considera de cerca su voluntad de clausura ante el impulso igualitario y el deseo de reformas que recorre las luchas colectivas. Es esta clausura la premisa sobre la que prosperan todo tipo de dispositivos de poder y es extremadamente oscuro el lazo que liga el derecho a la concentración de la gran empresa –incluidos los grandes medios– con las modalidades hermanadas del periodismo que allí se practica y las formas de parcialidad judicial denunciadas actualmente como persecutorias.
La íntima miseria de este tipo de liberalismo radica en su orgullosa incapacidad para rendir cuentas del modo en que sus propios enunciados emanan de estas estructuras de concentración de la renta. Se trata, por tanto, de un discurso que naturaliza como norma incuestionable un hecho de poder. Que cierra las puertas a temas de indudable valor comunicacional, como son los procesos contemporáneos de gobierno, cada vez más constituidos bajo la poderosa presencia de la economía neoliberal.
Otra escena comunicativa y política se abriría si liberalismo y periodismo accedieran a reflexionar sobre la pregunta que de modo acuciante pesa sobre ellos: ¿en qué términos podrían también ellos contribuir a afrontar el problema absolutamente crucial de la agresividad de los poderes económicos como principal amenaza a todo aquello que tan cuidadosamente atesoramos bajo el nombre de los derechos humanos?