Leemos, leemos y leemos. Por hábito, por profesión, por defecto, por angustia, o porque en realidad no sabemos hacer otra cosa. Pero no siempre esas lecturas producen un verdadero acontecimiento intelectual que toma el cuerpo y afecta, transforma el pensamiento y produce una alegría infinita que te pone en la difícil tarea de transmitirla, contagiarla, comunicarla de algún modo. De allí la escritura insistente. Eso me ha pasado muy pocas veces, pero creo que podría anotar algunos hitos que han marcado mi vida en momentos puntuales: (i) cuando entendí que el sujeto no era el yo en Lacan, (ii) cuando entendí la lógica paradójica del acontecimiento en Badiou, (iii) cuando me encontré con la escritura de sí en Foucault, (iv) y ahora con la beatitud y la vida verdadera en Spinoza.
Quizás la venganza por haber leído tanto haya tomado forma de escritura; quizás sea una forma-de-vida. Estoy escribiendo mucho, por todas partes, mis amigos me dicen no puedo seguirte y yo sigo escribiendo: post, notas, colaboraciones para distintos medios, artículos, capítulos, eventuales libros, en espacios como este, etc. ¿Por qué escribo? No sé. O sí: no puedo no hacerlo, es mi modo de pensar y vivir al mismo tiempo, de orientarme en el presente: necesito lanzar escritos e imaginar que quizás algo pase, algo vuelva, aunque sea mínimo, infinitesimal, un desvío, un encuentro, una lectura, etc. He llegado incluso a pensar que la escritura es mi “práctica de sí” ejemplar, paradigmática: el modo de transformar mi relación imaginaria con las condiciones reales de existencia, el simbólico redoblado, el sinthoma, y no sé qué más. Pero he comenzado a notar que además de escribir necesito decir, practicar un decir veraz, directo y simple, nada elocuente ni erudito, que vaya al hueso, a lo real, que trabaje el concepto. Quizás retome las clases: la lucha de clases. Es la nominación de un deseo real.
Pero antes necesito volver a pasar por el psicoanálisis y el despertar de un sueño. Pese a que me he resignado a escribir sobre Freud, pues me siento un poco alejado en este momento de esas lecturas, hace poco desperté pensando en su teoría. Viniendo de un sueño denso, se me arremolinaban algunas palabras: psyché extensa, escritura, tópica, etc. Y pensaba que había algo de lo real en esas escrituras metapsicológicas, algo real que se había constituido en Freud más allá del “amor al padre” o el “complejo de Edipo” o la “realidad psíquica” (todo términos señalados por Lacan como límites freudianos); y que, en definitiva, cada quien escribe con el material que puede. Luego leí una cita de Lacan donde habla justamente de la materialidad del decir y la escritura matemática; entonces pensé que el psicoanálisis podría concebirse como una teoría materialista del sujeto, en dos vertientes, precipitadas en la escritura: materialismo de la psyché tópica extensa (Freud), materialismo del decir topológico intenso (Lacan).
Topología en extensión e intensión, podría decir. Esto de habitar en distintos planos, temporalidades desfasadas, espacios superpuestos, etcétera, quizás haga de mis intentos de comunicación, actos fallidos por naturaleza; pero creo que hay quienes captan la idea que voy tramando topológicamente en el decir y escribir, entre equívocos, incluso a veces me lo hacen saber y me alegra. La topología no sustituye a la historia, solo que acelera las conexiones y las historicidades. El fin del mundo llegó hace rato, el descerebre y el estado zombie es lo normal, el asunto es siempre: cómo vivir después de todo. Somos seres en relación, ineluctablemente. Todo lo real es relacional porque no hay relación-proporción esencial entre las cosas, las palabras, los seres, los saberes y los sexos. Por eso hay que inventar o fabricar o modular o desarrollar cada vez, caso por caso, singularmente: las relaciones, conexiones, operaciones, nominaciones. Lo que hay y lo que no hay no son opuestos, son demarcaciones que se habilitan mutuamente. O mejor dicho: Lo real es racional, y lo racional es relacional, y lo relacional emerge verdaderamente cuando se constata que en el fondo no hay relación-proporción entre las cosas, ni entre las palabras, ni entre nada, y elegimos salir del fondo y la angustia que eso genera. Aunque podríamos no hacerlo. Y a partir de allí hablamos, callamos, hacemos política, arte, amor o ciencia. Es la potencia infinita e inmanente. Quienes no han accedido a estas simples verdades, viven como zombies en esos mundos imaginarios que llaman “realidad” (psíquica o mediática, no importa), donde es posible decir una cosa como la otra porque lo simbólico es moneda falsa (“posverdad”, le llaman), donde cunde el horror a lo real y lo único que se valora es lo que dicta el mercado (económico, social, cultural o subjetivo, tampoco importa).
El modo de ser zombie tiene su correlato comunicativo en el troll. A veces leo reacciones intempestivas muy agresivas en las redes sociales. Y me preocupa. Porque pienso que la potencia en la cual podemos encontrarnos y desarrollarnos, neutralizando los dispositivos que nos debilitan y dándoles otro uso, implica captar la singularidad de cada medio, de cada práctica. Escribir donde se pueda, practicar el psicoanálisis, practicar la filosofía, la política, el arte, el derecho, etc., no todo es lo mismo: cada práctica tiene su especificidad, su modo de exceder los límites, los aspectos reglados, normalizadores, para abrir nuevos posibles, desplegar aspectos estratégicos, reformular lo dado, etc. Si no confundimos todo, mezclamos todo, aplanamos todo y le exigimos a cada práctica que responda en los términos y valoraciones de las otras. Hay que trabajar delicadamente los entrecruzamientos, los tejidos y entramados. No proceder como elefantes en una cristalería. Lo cual no excluye decir lo que hay que decir en el momento oportuno: la práctica de la parresia. Pero hay que asumir el riesgo, captar el nudo de determinaciones y exponerse, asumiendo el equívoco irreductible. Decir la verdad, ser directo, implica al sujeto que la enuncia y se compromete por ese mismo acto; de ninguna manera es una simple descarga agresiva, montada en una aserción incuestionable. Quizás se trate, como canta Drexler, de amar la trama más que el desenlace.
Milner afirma que el nudo borromeo sólo se verifica por el corte en el que todos los hilos se dispersan. Sin dudas, ese modo abrupto de lo real del nudo resulta insoslayable. Hay que pasar por ahí al menos una vez, o dos veces. Borde de la locura o la muerte: figuras del horror. Pero el nudo borromeo también puede pensarse desde un principio constructivo: el trenzado solidario. Basta con que vayamos alternando y entrecruzando los cordeles, como se hace en una trenza, para que al contar seis gestos de cruce (o múltiplos de seis) y conectar los extremos, volvamos a hacer el nudo. Esos cordeles figurados pueden ser nada más y nada menos que las pulsiones eróticas, autoconservadoras y mortíferas; el ello, el yo y el superyó; el cuerpo, el alma y el pensamiento; la vida singular, la imagen y el intelecto material, etc. En fin, los elementos necesarios que hayan encontrado para mantenerse con vida, con cierta forma-de-vida que no se reduzca a la mera supervivencia.
Me vuelvo a preguntar, después de un tiempo, sobre tempranas escrituras: ¿tiene sentido hablar de “ontología política”, incluso de “ontología nodal”? No puedo dejar de asumir esa co-implicación entre los términos aludidos, y sin embargo hoy me resuenan distinto. La expresión en sí, “ontología política”, me resulta insensata: una solución de compromiso momentánea (sintomática) entre tendencias contrapuestas, ante el temor de dispersión inminente. Lo real habrá sido el corte. El anudamiento real se verifica retroactivamente por el corte en que se afirma: eso se sostenía. No hay a priori ni garantía alguna. La ontología, hoy, define para mí una práctica concreta; la política, otra. Entre medio: infinidad de prácticas. Si hay encuentro entre ellas, acaso, es en virtud del deseo real en juego en cada práctica y de lanzarse a la contingencia absoluta; de nuevo: nada lo garantiza. Y sin embargo, esa es la apuesta de transmisión entre la diversidad de prácticas motivadas por el deseo real; no por el imaginario de las clases, los lazos y las representaciones; ni por el discernimiento correcto de los nombres, las tradiciones y la lengua. En términos políticos: el nudo no es la rosca, y la trenza no es la transa. Si hay una política ontológica de la transmisión de saberes y el uso de las prácticas, es porque se apuesta al anudamiento de deseos desde el trenzado riguroso, por co-implicación, en el cual solo el corte mostrará cada vez que eso se sostenía.