Para Alexandra, que me enseña a leer
I
En una carta dirigida a Alejandra Pizarnik, León Ostrov –quien era, en esos días, su analista- le escribe: “usted es de esos seres que trabajan siempre porque la intimidad no descansa”. Frase que resplandece por el modo, a la vez preciso y rotundo, en que sitúa una imposibilidad –de descansar- que indica menos una compulsión –a trabajar- que un efecto ineluctable de una intimidad que no cesa.
Varios años después, Diana Bellessi comienza un poema titulado “Creación de la intimidad” con el verso que sigue: magia precaria contra la nada. No es una definición, tampoco se limita a un principio. Una magia precaria – ¿resultaría excesivo leer allí un nombre posible del deseo? – contra la nada que el poema mismo suspende, que la intimidad de la lectura interrumpe. Hay un acto performático en el verso, que produce algo donde había nada, un acto que confronta la nada previa a la lectura. En esa irrupción del poema en la nada, en la lectura de esa irrupción, algo se crea, una intimidad asoma.
Quizá por eso María Zambrano escribió que el poeta no le teme a la nada (lo cual es muy diferente a afirmar que no le teme a nada). No temerle a la nada no indica necesariamente una posición valiente, una suerte de heroísmo poético que sería muy difícil de sostener. No temerle a la nada se acerca a no temerle al mar para poder entrar en él. Quién no conoce el placer y el vértigo de zambullirse entre las olas, de experimentar la fuerza de la corriente, el sabor de la sal, la suavidad de la espuma en el cuerpo bajo el sol. Zambullirse en la nada a través de la escritura y la lectura no exime de peligros, pero nos permite una experiencia que, en tanto nos desborda a la vez que nos atraviesa íntimamente, nos hace sentir vivos en la mágica precariedad de lo que dura sin eternizarse.
Tamara Kamenszain llamó “Una intimidad inofensiva” a un ensayo sobre la poesía argentina de los años ’90. Si la intimidad puede ser inofensiva, si se vuelve necesario especificar con ese adjetivo el tipo de intimidad que cifra un estilo poético determinado, entonces la intimidad no está codificada de antemano y puede llegar a ser, por qué no, peligrosa, amorosa, valiente, frágil. ¿Cuántas intimidades habitan un tiempo, una lectura, una vida? ¿Existirán, a pesar de Ostrov y Pizarnik, intimidades que descansen?
La idea de intimidad suele pensarse en un sentido que la confunde con la interioridad: lo íntimo como espacio cerrado, como zona alejada de los asuntos públicos, de la mirada ajena, de los ruidos del mundo. Sin embargo, la lectura como acto –como acto poético- se enlaza a la intimidad de una manera que disuelve esa representación privatizada de lo íntimo. En este sentido, Ricardo Piglia plantea que la lectura construye un espacio entre lo imaginario y lo real, “desarma la clásica oposición binaria entre ilusión y realidad”. Para él “no hay, a la vez, nada más real ni nada más ilusorio que el acto de leer. Muchas veces el lugar de cruce entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, entre lo real y la ilusión está representado por el acto de leer”. Entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte, entre lo real y la ilusión: esa zona intermedia (no “interior”) es el espacio donde la intimidad se despliega cuando la lectura acontece, también, en el psicoanálisis.
II
Encuentro, en ciertos momentos del seminario de Jacques Lacan, una sensibilidad plena de lucidez que se enlaza con la cuestión de la lectura y la intimidad. Uno de esos momentos ocurre en la clase del 20 de noviembre de 1957. Es otoño en Paris, podemos intuir los colores tenues, los cristales empañados, el frío que se disipa en la calidez de los cafés.
Lacan está comenzando su quinto seminario; decide volver sobre la manera en la que Freud trataba a las palabras, el cuidado y la inteligencia con los que, en psicoanálisis, se afrontan los problemas del sentido, la represión, los sueños, los chistes. Esa tarde menciona a la poesía, dice: “si todo el mundo pensara, en efecto, qué es la poesía, no tendría nada de sorprendente advertir que Mallarmé se interesaba profundamente por el significante”. No hay poesía ni psicoanálisis sin significantes, es evidente, pero en ambos casos se trata de la lectura de un cuerpo que es afectado, marcado, sacudido por los efectos de esos significantes. Un poco después sucede algo importante. Lacan se pregunta qué pasa cuando leemos, desde el presente, textos antiguos – por ejemplo, los poemas de Homero. ¿Qué sentidos hallamos en las palabras escritas hace más de dos mil años? Nos llegan de tiempos lejanos, perduran en la escritura, pero ¿qué sucede con su significación? ¿qué intimidad construye la lectura de esos poemas escritos hace siglos? Lacan lo dice así: “el mundo de las significaciones, de los héroes homéricos, se nos escapa con toda probabilidad por completo, y muy probablemente tenga que escapársenos de una forma más o menos definitiva. La distancia entre el significante y el significado permite entender que a un encadenamiento bien formado, que es precisamente lo característico de la poesía, siempre se le pueden atribuir sentidos plausibles, y probablemente por los siglos de los siglos.”
Hay significaciones que se pierden por el paso de los siglos, pero también por el modo singular en el que cada acto de lectura configura pérdidas de sentido y apariciones de significaciones nuevas. La lectura difiere, desplaza, trastorna los sentidos con esa magia precaria contra la nada durante la que se produce el encuentro del lector y lo escrito. El paso del tiempo y la lectura coinciden ahí donde ambos revelan una distancia que se abre entre las palabras y el significado. Quizás la intimidad no sea otra cosa que lo que surge de esa distancia que se cierra para volver a abrirse, que no descansa en su movimiento deseante y que es capaz de brindarnos un cierto placer que Roland Barthes definió equívocamente como placer del texto.
Tal vez no es otra cosa que la búsqueda de ese íntimo placer lo que animaba a Diana Bellessi cuando escribió:
¿A dónde
vamos? A lo que somos
siempre siendo
nuevos, expresando
una belleza
que se define
porque se pierde.
Somos siempre siendo nuevos en la intimidad de la lectura y allí experimentamos, como un descubrimiento frente al que nunca dejamos de ser niños, el asombro de una belleza que se define porque se pierde y que nos hace seguir analizándonos, seguir leyendo.