Las rubias y los rubios // Abel Gilbert y Diego Sztulwark

La ultraderecha argentina escupe imágenes como perdigones simbólicos. No salíamos del estupor de la representación digital de la otredad infectada cuando se impuso sobre nuestras retinas la imagen de la octogenaria Susana Giménez junto a la secretaria de la Presidencia, Karina Milei, desternillándose de la risa frente a una cámara y acompañadas de un perro. La imagen fue difundida en el instante en que se conocían las astronómicas cifras oficiales de pobreza e indigencia. Entre una y otra artimaña iconográfica hubo un giro de pigmentación pilosa: de la amenaza morocha (encarnada en una Natalia Saracho zombi) se ha pasado de modo festivo a los cabellos auríferos, platinados, con algo de color arena, debidamente tratados por un coiffeur. Sonrisas rubias impresas sobre las estadísticas oficiales del despojo, festejadas por la comunicación amarilla.
No hablamos de un déficit de melanina (lo que le da el tono levemente trigueño al cabello) sino del exceso de un color que aspira a enfatizar una pertenencia y un plus que si no se ostenta naturalmente puede ser disimulado a través del teñido sistemático que borra orígenes (rubias de New York, ya no de Broadway como las invoca Gardel sino de Wall Street). Cómo no recordar a Luca Prodan expresando su asco en plena transición democrática por las asociaciones entre esos pelos bronceados y aburridos y una sociedad de aristas intolerables.

Pero, lo sabemos, en ese color anida también un equívoco más profundo, por lo que antes de volver a “las rubias” debemos pasar por Los rubios. Así se llama la película de Albertina Carri que se propuso una investigación sobre los mecanismos de la memoria. En una escena crucial, Carri visita la casa de la que sus padres, militantes, fueron secuestrados por una patota militar. Ya adulta, Albertina pregunta a una vecina si recuerda cómo eran las personas que entonces vivía a su lado. La vecina los recuerda rubios, aunque no lo eran. Rubios en un barrio de morochos. El recuerdo del barrio dice mucho sobre los mecanismos de la distorsión. Rubios, en ese contexto, bien puede remitir a diferentes o extranjeros. Provenientes de otras tierras. Es curioso el modo en que la distorsión de la memoria da en el blanco a pesar del yerro. Sí, la familia era distinta. Madre y padre -Ana María Caruso y Roberto Carri- eran intelectuales, militantes y pertenecientes a una organización de la izquierda peronista.
El color que de modo equívoco atribuye la vecina a los militantes desaparecidos acierta a su manera al reponer una discriminación de sentido inverso: delimita una exterioridad que no puede ser explicitada en el lenguaje de la política. El barrio no se asume como sitio de delaciones. Dice la diferencia sin abrir una reflexión -si quiera mínima- sobre lo que pasó durante aquellos años. Señala en el cabello una cualidad capaz de concluir una distinción que la lengua barrial no ha elaborado.

En Los Rubios se trata de reconstruir la identidad de unos padres pertenecientes a “la generación diezmada”, pero no tal y cómo los recuerdan sus compañeros ni para satisfacer algún tipo de narración política que la generación derrotada reclama y precisa. Sino para reconstruir la propia identidad quebrada de la generación que le sigue -la de sus hijos-, imposible de restituir por medio de la apelación a la memoria de los otros. Es la propia Carri la que busca recomponer esos pedazos astillados del pasado con los restos distorsionados de recuerdos que va buscando aquí y allá, y que conducen a ese final que -sobre fondo del cover de Charly García de “influencia”- muestra al grupo de investigadores que protagoniza el film marchando de espaldas con pelucas rubias.

Con el trasfondo de esas pelucas que se alejan de la cámara podemos seguir los pasos de Susana Giménez desde la oficina donde se tomó la fotografía con la secretaria de la Presidencia hacia el balcón presidencial donde se unió a Javier Milei para saludar hacia la nada (una plaza vacía y una caricatura comunicativa) y darle un nuevo giro a un historial de simulacros donde dos sustantivos vuelven a componer el binomio que atraviesa las escenas del desastre: “balcón” y “rubia”. Aceptamos que hubo un tiempo en que esa locación tuvo un componente mítico y emocional: Eva toma el micrófono y se dirige a una multitud, Eva saluda, Eva es abrazada por su esposo, Juan Perón, el del cabello oscuro, aindiado, y en esas pigmentaciones diferenciadas también podía jugarse la alianza de clases. 

En 1996, Madonna ocupa el mismo balcón para darle lustre veraz a una de las escenas de Evita, la versión cinematográfica del musical inglés de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, a cargo de Alan Parker. La presencia de la chica material -cuatro años después de su libro Sex- en la Casa Rosada fue vivida por parte del peronismo como un acto de profanación. Le dijeron “prostituta” a la cantante: el mismo calificativo que recibía la ex actriz Duarte cuando querían denigrarla. La situación fue tan paradójica como inadvertida: en plena ejecución de un programa económico neoliberal era la ficción del peronismo clásico y distributivo la que provocaba enojo. La rubies de Madonna, su mimetismo físico con la figura plebeya y polisémica, no hacía más que poner delante de los ojos de los argentinos aquello que no se podía ver o aceptar: hasta qué punto se había teñido de gamas tatcherianas el movimiento materializando el programa económico de 1975. “Papa, d´ont preach”, podría haberles cantado Madonna (papi, no prediques) a sus impugnadores e impugnadoras.

En esta línea de degradaciones es que vemos primero a la secretaria general de la presidencia y a la presentadora televisiva, y luego a Giménez y Milei en una coreografía que otra vez convoca a dos de sus brazos operativos del espectáculo. Antes o después de esos saludos desde el balcón Susana entrevistó a Javier, y le preguntó porque su gobierno desfinanciaba a la cultura. Él respondió que la cultura debía ser comprendida como un hecho del mercado. Sonrisas. En este juego de inversiones capilares no se nos pasa por alto de que al anarcocapitalista también le dicen “el peluca”. Lo postizo. Milei es el bisoñé que nos distrae con sus disparates y recurrencias sexuales.  No debería olvidarse, al observar su embeleso por Yuyito -nueva integrante de la familia de rubias estatales- que Federico Sturzenegger es calvo y Nicolás Caputo tiene el pelo ceniciento.

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