Uno de los berretines mas tradicionales de las fuerzas ortibas es la crítica al timbeo por empiojar la racionalidad de ustedes los jugadores en el manejo de sus presupuestos; se malgastan los ingresos en vez de cubrir necesidades de primer orden. ¿Pero qué es lo importante? ¿Quién lo define? Somos testigos de una distribución moral de las necesidades básicas. La producción de una escala de gustos como ordenamiento del deseo en una tabla de mandamientos con sus jerarquías de importancia. Con lo que no puede quedar afuera –pagar un alquiler, comprar la comida– como con aquello que es una herejía -todavía retumba la sentencia de “la asignación universal se va por la canaleta del juego y la droga” (Iglesias dixit). Sea porque son mantenidos o ellos mismos se la ganan laburando, no se puede creer que los de abajo se la patinen timbeando. Un blindaje a los deseos populares y mucho más en tiempos de ajuste y bolsillos desplumados: si hay bolsillos secos, a gastar en lo importante.
Fuerza ortiba que apunta mucho a ustedes las mujeres: si históricamente son quienes de forma híper racional hacen rendir el sueldo del marido en la economía doméstica, estirándolo hasta donde se pueda y haciendo magia si es necesario, también tienen fama de que son más sensibles y proclives a gastar. Lo que ven, lo quieren y se lo compran. Más hoy en día que muchas laburan o manejan fondos de programas estatales, esta repulsión a la mujer gastadora irrumpe con fuerza en muchos discursos ortibas. El imaginario tan expandido de la mujer como un ser sensible, afectuosa, poco racional y pensante, habilita la noción de que es fácil de engatusar y caer bajo los cantos de sirena de la interpelación publicitarias. Las fuerzas ortibas no reconocen la yapa que se llevan muchos timberos al gastar su moneda en las salas. Este gasto se traduce en incorporar fuerzas anímicas. Es el rol terapéutico del juego. Es la carga energética de los nervios que ante las afecciones que nos provoca la precariedad urbana, repara los daños causados, desconectando a los cuerpos de esa rutina e inyectándole una buena dosis de combustible para amortiguar lo que se viene, o por lo menos, lo saca de circulación y le hace olvidar los golpes recibidos, lo cual no es poco. Terapéutica que da más fuerzas para encarar lo que se viene, multiplica la potencia de los cuerpos para que hagan más de lo que hacen, o al menos los equilibra, les permite no sucumbir y desarmarse ante la presión de la rutina. Un hacer más que puede torcer mandatos, conquistar una singularidad que rompa con la exigencia del laburo por ejemplo, como no; ser una intensidad que motoriza seguir con las obligaciones de siempre, todo aquello que hay que hacer. Sea lo primero o lo segundo, las fuerzas ortibas obturan esta terapéutica y le quitan toda importancia.
En la organización lineal de los deseos no entra la timba, dejando sin aliento a multitudes que necesitan de este apoyo. Lo denuncia como un gasto inútil, una ilusión para bobos que no se dan cuenta de que nunca van a lograr lo que buscan, desconociendo la ganancia libidinal –en sus diferentes sentidos– que esta experiencia significa para muchos.
Otro frente que abre la fuerza ortiba es la crítica a la desintegración social: la timba empuja a los problemas laborales y a las peleas familiares. Faltazos, desconcentración, quilombos de guita con otros compañeros: apostar y trabajar no van de a mano. Pero el zoom de esta crítica recae sobre la sagrada familia y en la erosión de su integrante más sensible: las mujeres. Es casi inconcebible que una mujer no se ocupe de sus hijos, las actividades domésticas, o que después del laburo no vuelva a su casa porque se fue a jugar unos pesitos… Una postura que entiende que por fuera del modelo de la sagrada familia, hay caos. Si la mujer es concebida como el sostén del hogar, que esa columna se quiebre es condición de desastre.
Pero la timba conecta de distintas maneras con el mundillo familiar. En primer lugar, muchas mujeres utilizan parte de sus ingresos en asuntos personales sin dar cuanta a nadie, siendo esto aceptado. Mujeres solas que bancan a sus hijos y que no tienen obligaciones con nadie. Mujeres en pareja que van con sus maridos, donde comparten una salida que les resulta muy atractiva (“hacemos algo juntos pero cada uno por su lado”). Hay quienes lo hacen a escondidas (las varias veces mencionadas escapaditas) por gastar en lo que no hay que gastar o en una frecuencia excesiva. Ahí aparece un cortocircuito que más que ver con el juego, se relaciona con una jerarquía de roles donde las mujeres salen desfavorecidas. Se tensionan las asimetrías. El discurso ortiba es miope a estas experiencias. Por ejemplo: si una mujer sale del laburo y no va para la casa sino para el bingo, además de las chirolas que ponga en la sala, hay que ver cómo tensiona todo un abanico de expectativas familiares que la agobian. Más allá de que gane o pierda apostando, su gasto permite un ingreso que abre su autonomía como persona y le genera mucha ganancia en tanto fortalecimiento de sus estrategias vitales. Las tensiones familiares, la conquista de cierta libertad, la generación de fuerza de alguien que está en el fondo del mar y erupciona con todo… todo eso queda por fuera de estas miradas.
La crítica moral es otro clásico del sentido común antibingo: que las recaudaciones de las apuestas en las salas son parte de un financiamiento oscuro. Las salas bombean recursos que son irrigados por toda una serie de conductos clandestinos que habilitan negocios ilegales o iniciativas políticas de todo tipo. Un sistema comandando por una runfla de personajes oscuros, tirando de hilos muy complejos, allá lejos, en una zona inaccesible para la comprensión del resto de los mortales.
Muchos de ustedes los timberos comparten esta apreciación; flota en el aire una creencia del tipo “anda a saber lo que hay detrás de todo esto”. Pero todo esto es secundario: lo que más les importa es que las salas son lugares seguros y tranquilos. Ese es uno de sus valores fundamentales: un reducto que repele los trastornos que pululan a rabiar por otros espacios sociales. Es la tranquilidad que brinda el amontonamiento sin contacto, el ámbito poblado pero sin relación. La crítica moral fuerte de los jugadores a las salas es que no dejan ganar. Que esta todo preparado para que los premios no caigan nunca. Que cuando se gana está todo arreglado y se lo dan a quien quieren. Y si llegas a ganar un premio fuerte olvidate de que te lo paguen… más allá de lo verídico o no de estos enunciados, lo cierto es que forman parte de un sentido común timbero. Un manojo de creencias que reciben una crítica porque el bingo rompe la primera regla de todo juego: si se ganó, hay que ponerla. Sea la crítica que sea, cualquier crítica moral pivotea siempre alrededor de la ley. Hay corrupción porque se viola una ley existente, o se aprovecha un hueco legal para mandarse alguna que esté en contra de lo santo, del bien común. El problema de estas posturas es que reducen lo turbio a un vínculo con la ley. Y no desglosan lo legal con lo normativo. La ley es una norma entre normas. Una regla con el peso de ser la más legítima, la más importante de todas por contar con el respaldo estatal, pero no deja de ser una norma más. Reglas que organizan estrategias. Dan cuerpo a deseos que circulan. La ley, entonces, es una dimensión de las normas que regulan estrategias. La ley es una norma que regula otras normas que habilitan y modelan lo que sucede en las estrategias y la economía afectiva. Insistir en hablar desde la ley, si se cumple o no, es obnubilar todo el sistema de normas, y en especial, naturalizar un solo tipo de estrategia (el bien común que decía). Discutir dentro del escenario legal es marginar la trama normativa y la multiplicidad de estrategias siempre latentes que gravitan por lo social. Cuando hay una estrategia que está atascada, cuando no hay normas que la vigoricen, ahí hablamos de una cosa turbia. No necesariamente cuando se viola una ley. Lo turbio es el bloqueo de una estrategia. De ahí que el punto a observar son los desfasajes entre las acciones y la ley en tanto si potencian o no las diferentes estrategias que circulan. Y la crítica a lo turbio depende de qué estrategia está atascada. Ese es el problema.
Un caso son las empresas violando leyes y normas, quebrando cualquier relación más democrática con los laburantes, deshilachando búsquedas de mejores condiciones de vida. O podría ser al revés: la producción de estrategias de mayor involucramiento en el timbeo por los apostadores implica una organización de la experiencia que necesita corromper el control empresario. Ambos casos son experiencias turbias; pero con diferentes estrategias corrompidas. En la primera se abroquela una estrategia de muleo y explotación purgándola de iniciativas que la sacudan un poco, mientras que en la segunda la puja destartala un deseo de dominio para activar mutaciones y reorganizar el escenario timbero de otra manera. No hay corrupción en sí misma. Lo importante es diferenciar entre valoraciones de las estrategias: si congelan el deseo o lo complejizan. En el primer caso la producción moral corrompe la producción extramoral; en el segundo, la producción extramoral corrompe la moral.
Precariedad, bingos y política