Las ciencias sociales y el pensamiento político (*) // Sebastián Scolnik

 

En el número 11 de la revista La Biblioteca, correspondiente a su tercera época (2011), hay una interesantísima conversación entre Christian Ferrer y Horacio González. Entre los numerosos temas, tratados con las inflexiones propias de una refinada elaboración, pero también con los tonos dramáticos de un pensamiento desgarrado por los dilemas que ensombrecen la experiencia humana, Ferrer dijo que los gobiernos kirchneristas representaban el triunfo, nada virtuoso, de las ciencias sociales. ¿A qué se refería el autor de La amargura metódica? Si no hemos entendido mal su reflexión, o tal vez habiéndolo hecho, Christian Ferrer plantea que hay un pasaje del aislamiento de las ciencias sociales, ocurrido en la década de los 90, hacia un reconocimiento en el habla política que incorpora un conjunto de categorías que, súbitamente, se pusieron de moda mediante el consumo de bibliografías importadas. Estas “recepciones”, como suelen llamarlas los que estudian la “Historia de las ideas”, fueron alojadas con una fervorosa curiosidad cuando no con un cándido optimismo o una devoción tranquilizadora. Las ciencias sociales pasaron a ser como un sistema de descargas de “updates”, actualizaciones que reflejan la falta de singularización de las palabras y su uso abstracto, como etiquetas aptas para la clasificación de las diferencias sociales o la emergencia de fenómenos que no alcanzamos a comprender.

 Dirigentes políticos, periodistas, profesores y científicos comparten, por fin, un lenguaje tramado por ciertos usos del discurso académico, lo que ofrece una nueva oportunidad para los especialistas del análisis de la sociedad, para los productores de conocimientos a gran escala y para los “críticos”. Estos últimos, se destacan auscultando en las huellas del pasado las sensibilidades disidentes aplastadas por la disciplina de un capitalismo de índole estatista, por los marxismos más rústicos o los movimientos populares que no admitían pensar por fuera de los criterios del poder. Pasar el cepillo a contrapelo del pensamiento occidental, recuperar trayectorias, nombres y teorías críticas no siempre es sinónimo de politización. Por el contrario, hay todo un sistema de pasteurización de figuras y enunciados que, extraídos del núcleo vivo de problemas que enfrentaron en su época, se intercambian en el mercado de variedades como sistemas de validación y reconocimiento, políticas del prestigio y modos de acumulación de carreras, cargos y figuraciones. Así, el filósofo Frantz Fannon, el poeta Aimé Césaire o el teórico W.E.B Du Bois pueden ser las contraseñas de un post colonialismo universitario global sin anclaje en las resistencias reales contra el racismo y la explotación. Lo mismo puede ocurrir con las teorías del feminismo radical y del marxismo crítico que, sin recreaciones concretas y reelaboraciones situadas se transforman en recetas o discursos morales equivalentes en el mundo de las discusiones mediatizadas y las redes sociales.

Todo este asunto podría ser considerado una banalidad más de la industria cultural y de los medios de comunicación, pero adquiere una especial relevancia en la medida en que estas nociones flotantes, que con el tiempo pasaron a ser “dogmas de obediencia”, redefinieron la idea misma de la política. Porque el viejo consenso democrático planteado por el alfonsinismo, que tuvo en el Nunca Más su punto de apoyo fundamental, produjo una idea de ciudadanía siempre en estado de incompletitud: las demandas políticas debían ser satisfechas a través de la representación. Por esta vía, siempre la presencia de los cuerpos requiere de un suplemento, una demasía que no se agota en la mera existencia de una injusticia o en la constitución de un antagonismo. Siempre se precisa una interpretación por parte del poder, sus estructuras institucionales y sus formas de inteligibilidad. Más tarde, durante el kirchnerismo, la política reparatoria se hizo presente dando una vuelta más a la victimización de los sujetos (sean víctimas del terrorismo de Estado o del neoliberalismo). Estas figuras de una democracia consensual, demandaban un tipo de acciones en las que el Estado interpretaba las necesidades a través de “políticas públicas” o programas de asistencia social. El “empoderamiento” de las comunidades para formular sus reivindicaciones, y la construcción de instancias como las “secretarías de abordaje territorial” eran dos caras de la moneda a través de las que los movimientos sociales se convirtieron en organizaciones que actuaban como apéndices del estado renunciando a la constitución de un horizonte político propio y una lengua con la cual expresar sus puntos de vista.

Hay una contra historia de movimientos populares y campesinos, luchas obreras, Madres de Plaza de Mayo, Hijos de desaparecidos, grupos piqueteros, prácticas del pensamiento, el arte, la salud, la educación, la producción y el consumo popular que nunca asumió esta subordinación: la de ser hablados por un sistema que no admite que el sujeto político no es una parte de una totalidad, sobre la que se requieren intervenciones, interpretaciones, clasificaciones y representaciones, sino que es una universalidad concreta: habla a todos sin hablar por nadie. Desde esa singularidad de una lucha, produce reivindicaciones, conocimientos, formas organizativas y de intervención. También enunciados, sentidos y formas comunicativas.

Ya con el mileísmo, y frente a la anomalía que las nuevas derechas traen como una interpretación violenta y refutatoria de la experiencia de las izquierdas y los nacionalismos populares, también de los progresismos y los consensos democráticos, las ciencias sociales acudieron nuevamente a la cita. No bajo la pulsión política de una resistencia sino como un intento por comprender la novedad y revalidar sus procedimientos y legitimidades. Su idea de investigación siempre es exterior a su “objeto”. No se implica en esa experiencia ni puede asumir la existencia de un momento de conmoción, un desafío en el que la extrañeza y la incertidumbre se hacen presente para desafiar nuestros propios esquemas de comprensión. Hemos visto el resurgir de una antropología social o una sociología popular, que se esmeran en traducir para las clases medias los comportamientos del mundo conurbano, describen la subjetividad que emerge de la precariedad laboral y de las condiciones de vida. Pero todo esto sin que nada de lo que hacen modifique la propia existencia, los lugares de enunciación y las prácticas mismas de investigación. ¿Es sencillamente la novedad un fenómeno desentrañar o se trata de otra cosa? La investigación sin experiencia política es un modo de reorganización de los elementos de la realidad bajo regímenes discursivos y narrativas que no se proponen percibir lo que está por debajo de las visibilidades de una época. En ese sentido, percibir es crear. Crear antagonismos para construir formas del conocimiento y la acción; para forjar puntos de vista y constituir sentidos que rescaten a la vida de esta pobre experiencia contemporánea.

Hablar se ha vuelto difícil. Porque la relación entre el habla y la práctica entró en un impasse. Se habla de muchas maneras, pero se vive de una sola. Mismidad financiera, redundancia del capital, guerra y asedio del mundo digital. Por eso el lenguaje, aunque tenga pretensiones revolucionarias, se ha vuelto asfixiante. Porque no es capaz de expresar una diferencia real entre formas de vida. Hace un siglo, Oliverio Girondo redactó el Manifiesto de la revista Martín Fierro. En este texto, radical y mordaz, de fuerte tonalidad vitalista, hacía un llamamiento a crear un movimiento hacia una nueva sensibilidad, contra el hábito y la costumbre, contra la comodidad de los formulismos consabidos y “la impermeabilidad hipopotámica del honorable público”.  Quizá carezcamos de esa osadía y haya que ubicar ahí nuestra falta de imaginación y el tedio que nos produce nuestra relación con el mundo. 

Pero solo recobrando algo de este ímpetu, cien años más tarde, tal vez nos animemos a reunirnos, organizarnos y enfrentar el poder, emancipando la lengua para rodear los enigmas del mundo popular, su espíritu rebelde y las formas de humillación y el dolor que se encuentran en el fondo de sus padecimientos.

 

*Texto escrito para el Podcast de la Revista Crisis

1 Comment

  1. Si algo se aprendió en las luchas obreras y populares pos dictatoritales es que el eterno conflicto entre espontaneidad y conciencia está atravesado por la estatalidad, en tanto que el Estado y sus institucionrs son parte del territorio de confrontacion, no estánnpor fuera de él. La autonomía relativa de las organizaciones sociales se construye en ese tejido cambiante de conquistas y fracasos, que poco tiene que ver con la pretendida incontaminación de las ciencias sociales.

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