Leónidas Lamborghini decía que el poeta, a diferencia del teórico, no explica la vida: la da. Entrega su lenguaje como una solución. El poeta escribe y, en su inquietud, desorganiza el sentido de una época. Encuentra una voz, una nueva presencia en el presente. Por eso su escritura se elabora contra la época y para un tiempo. El poema hace oír lo que no se sabe que se oye, hace sentir lo que no se sabe que se siente. Suspira la época para ventilarla. Y, al hacerlo, hace suya la operación Lamborghini: asimila la distorsión y la devuelve multiplicada.
Por eso le escapa a los consensos. Porque en ellos no se encuentra. No se escucha. El poeta vuelca su experiencia contrayéndose todo para dar lugar a lo nuevo. Hace del lenguaje una vida, de la vida un lenguaje. El sujeto del poema no sabe lo que puede hasta que lo dice. No sabe lo que dice hasta que lo siente. Inventa una manera de ser. Es una vida que se convierte, sin coartadas ni silogismos, en su propia imagen del mundo.
Aparece el descolocado:
En vez
tú no tienes voz propia
ni virtud
dijo
y escribes sólo para.
yo quise decirle mentira mentira
para purificarme
Hay poema en la prosa, en el ensayo, en el verso. En la voz, en el pensamiento. De allí el enojo de Gombrowicz: el poema nada tiene que ver con el mundillo de los poetas. Nada más lejano a la maratón adormecedora que deambula triunfal por los espacios de la cultura. Hay que liberarse del círculo especializado. De su ritual, de su falsedad, de su religiosidad. Hay que liberarse de toda complicidad con lo bello. Porque lo bello es un altar frente al que los hombres se arrodillan. Y la solemnidad sofoca al poema.
El descolocado exige:
habla
di tu palabra
si eres poeta
“eso”
será poesía
que tu palabra
sea irrupción
de lo espontáneo
que lo que digas
diga tu existencia
antes que “tu poesía”
El sujeto es la modernidad. Eso dice Meschonnic. Pero este “es” no remite a una definición sino a una interacción. Y modernidad no es un término cronológico: es la invención de una vida, de un pensamiento. Es la apertura de un horizonte donde el sujeto se produce y se encuentra.
La postmodernidad tampoco remite a una cronología, sino a una época. Es una reacción histórica contra lo moderno, contra el sujeto del poema. Modernidad y posmodernidad no son asuntos del tiempo: son operaciones en las que un cuerpo se pone en juego. Por eso, dice Meschonnic, lo posmoderno es el academicismo. La oposición más pertinente no es la que opone lo moderno a lo clásico, sino aquella que opone lo moderno a lo académico, y lo académico nunca es otra cosa que una caricaturización. Por eso podemos decir: la palabra muda de la academia es lo otro del poema. Es la razón que naufraga entre las ideas sin saber de dónde viene ni a dónde va. Sin tampoco saber qué es lo que hace en el lenguaje. Es el juego de composición, descomposición y recomposición de conceptos. La exégesis como coartada para la ausencia de una voz.
La posmodernidad es academicista y el academicismo es la perseverancia en el silencio. Es la comparación y la comparación, la explicación, la interpretación, el ventrilocuismo, el aburrimiento llevado hasta el extremo. Es la voz muerta, congelada en un pasado que se disfraza de presente. Y donde nada se pone en juego. A lo sumo un cargo, una renta. Por eso la rosca: porque a nadie le importa lo que se diga. No interesa. La posmodernidad es el paper que se llama pensamiento, el autismo que se llama discusión: el vacío total de la misa académica.
El poema es otra cosa. Descubre una coherencia que el presente desconoce, elabora una vida contra la época. Por eso, dice Meschonnic, el poeta es un extranjero en el tiempo. Se prolonga en las palabras y abre un espacio de experiencia pensable y de lenguaje posible. Meschonnic habla de sujetos del poema, de aquellos que han logrado hacer de su malestar el camino hacia una voz. El ejemplo lo encuentra en Spinoza y Humboldt. Yo lo veo en dos leones: Rozitchner y Lamborghini.
Decir “Spinoza poema” es el anuncio de un combate. Meschonnic quiere rescatarlo de aquello en lo que el academicismo lo ha convertido: un capítulo más de la vulgata deleuziana. De tanto escribir, de tanto citar, de tanto explicar, quedó tapada la pregunta por el poema. Aquella en la que tanto insiste Meschonnic: ¿qué es lo que puede un cuerpo en el lenguaje?
La postmodernidad se encuentra encerrada en un pasado caricatural. No puede estar en el presente. Si lo hiciera se perdería. No sabría qué comparar, qué definir. Por eso vive en el pasado. Pero lo hace según la forma en que nuestra época lo dicta: con los ojos puestos en la cultura francesa. Se llena el presente con el pretérito, se llena la vida con los espectros. A Lamborghini se lo lee con Derrida y dan ganas de llorar. Deconstrucción, rizoma, capital simbólico, micropolítica, dispositivo: todo se ha vuelto vulgata en la academia argentina. A nuestra lectura de Francia le sobra la F.
Pasa con los doctores lo que Rozitchner decía sobre un amigo: saben tanto que no pueden decir nada. Y como no dicen nada, explican, desarrollan, comparan y definen. Y como sólo explican, desarrollan, comparan y definen, nunca dicen nada. ¡Y no se aburren! Es admirable.
Recuerda el descolocado:
y el suplicio
era esto:
AQUÍ HAY QUE
ENTENDER
No hace falta estar en la academia para ser academicista. Osvaldo Quiroga, por ejemplo: una especie de apologista de la lectura que da cátedra en Canal 7. Un tipo insoportable. Barrett decía que la diferencia entre un imbécil instruido y uno ignorante es que el primero presenta una imbecilidad mucho más variada. Esta especie de versatilidad es lo único que distingue a Quiroga de su enemiga la televisión.
A la atmósfera de solemnidad que organiza nuestro mundillo cultural habría que oponerle lo que Leónidas Lamborghini llamó culturra. Es la risa que desconfía de esta farsa. Que se burla de los templos culturales y los desautoriza. Hay que tomar distancia, mirarlos de lejos y reír a carcajadas. Derribar con una mueca la parafernalia cultural de nuestro tiempo: sus templos, sus rituales cotidianos. Es la risa demoledora del poeta.
¿Dónde encontrar un poema hoy? ¿Dónde encontrar pensamiento? No parece fácil. Carta Abierta supo romper con el supuesto antagonismo entre la reflexión sofisticada y lo popular. No fue ni uno ni lo otro. Del gesto inventivo de Contorno, allá por los años cincuenta, sólo queda una triste parodia. Otra vez el olor rancio de la emulación. No hay nada peor que el dramatismo fingido. El Ojo Mocho quedó ciego y Mancilla, más que una revista, parece un club de halagadores. Falta combate. Es la repetición y la repetición de lo mismo. ¿Terranova y sus amigos? Fogwillcitos autocomplacientes que se divierten con su integrismo. Tampoco hay nada. Schwarzböck quiere pensar los espantos pero está demasiado metida en su tiempo: confunde la estética como indagación para pensar la derrota con la política reducida a la estética como consecuencia de la derrota. Falta lo obvio, falta la historia: la intensificación de la lucha de clases y su relación con la violencia. De allí el festejo de su salón literario. Le pasa a la cultura lo que a los varones: el problema no es envejecer, sino la decadencia de maquillar lo inevitable.
La singularización de una obra es la distancia de un tiempo, de una generación. Singularizarse, muchas veces, es estar solo. Y en la cultura nadie quiere estar solo. Por eso están en la cultura. Es difícil encontrar una discusión real, un pensamiento que se haga voz en la crítica: ni en la polémica ni en la celebración. Nuestros textos, nuestros libros, quedan generalmente encerrados en el autismo del grupo de amigos. Entonces se habla, se escribe, para aquellos con los que uno, ya sabe, va a coincidir.
Nuestra cultura es simulacro. Pero lo que más preocupa no es su falsedad, su impostura, sino su complicidad con la política: cambia las palabras para hacer creer que las cosas cambian. Entonces aparecen las jornadas, las conmemoraciones, las ferias y las noches: la del libro, la del cine, la de los museos, la de la filosofía. Los cultores de la cultura son Ceos camuflados, directores ejecutivos del maquillaje urbano.
Y el descolocado canta:
Una primavera me sorprende
y el mover de este pueblo.
El ruido se hizo carne y habitó entre nosotros:
Yo, el ubicuo gerente
devine popular:
coordino y distribuyo los trabajos
tomo y obligo.
El poeta no pide permiso. No lo necesita. Ni de la cultura ni de la academia. No se incorpora a una tradición, no le interesa el antecedente. Escribe para buscar un límite. Uno del que no pueda volver. Ése es su horizonte. Ése es el poema.
Se trata de inventar una relación, una vida que se vuelque contra uno y contra el mundo. Conquistar un espacio del que no se pueda volver. El poeta avanza dando golpes con su voz, abriéndose entre la época y sus funcionarios. Sabotea con su aliento el minucioso trabajo de los administradores de la palabra. Por eso, dice Meschonnic, en la poesía siempre hay guerra. Afirmación que hoy se nos revela sintomática: el estado de la cultura es la pacificación. El onanismo del grupo de amigos. Y detrás de toda paz, como siempre, está el temor. A la soledad, al ridículo, al desliz. Miedo al riesgo que implica una voz. La propia. Entonces se toma una decisión: se elige la pertenencia a un grupo, se habla con voz ajena, se elude la guerra. Y así se puede dormir tranquilo.
Pero el precio es alto. Se ve en el día a día, en cada ceremonia, en cada libro nuevo que aparece. Tenemos una cultura que no habla, que a nadie importa, que a nadie interpela. Cultura y academia se dan la mano. La pregunta por el poema desaparece. Y ya nadie puede nada en el lenguaje.
* Este texto forma parte del libro Engendros, publicado en 2018 por Hecho Atómico Ediciones.