El guachín llora, sus lágrimas caen. Llora por hambre y acusa con sus ojos negros, hermosos, enormes que se meten en la cámara. La tele feliz, los posteos urgentes, las panelistas corren cuando se enciende la cámara. El régimen de visibilización se activa. Todo se activa. Un guacho llorando, indefenso, angustiado, con hambre, con esos ojos negros, que habla sin berretines y que denuncia con lágrimas, esas lágrimas de una potencia única.
El guachín sabe lo que él genera con esas lágrimas. Sigue, por pura intuición, un guión no escrito. Segundea a la madre, aliada de mil batallas. Ella, pilla, alza la voz, resalta las lágrimas, pide que lo escuchen. Ambos saben. Las hermanitas también saben. Miles de movilizaciones, cortes, cambios de banderas, listado de altas, discursos insípidos, hacer la cola con los tappers metidas en el barro, aplaudir a quien haga falta. Estrategias puras de sobrevivencia que enseñan, marcan, forjan.
Una tía que vive en Buenos Aires le manda un audio porque lo vio en la tele. Los de la radio se vienen a la puerta de la casa. La referente pasa a tomar mate. Tal vez por unos días tengan beneficios, tal vez los visite alguien, tal vez tengan la vacante en la guardería. En el barrio corre el rumor, la fama se viraliza, las doñas hablan, la ex mujer del papá de su hermanita la acusa de algo por Facebook.
Él, pillo, se mira en el celu: tiene su imagen hecha meme, hecha dolor de movilero, hecha consigna, posteo indignado. Captura la imagen y la pone como fondo. Le gusta que quede para siempre, que quede hasta que le roben el teléfono, hasta que no prenda más. Sonríe al verse. Sonríe de una manera amplia, grande, bastante luminosa, como sonríen los guachines cuando saben que les sale una bien.