«No sé qué hacer,» me dijo mi estudiante después de darme la mano. «Quedarme acá o irme con mis compañeros y compañeras que están allá.»
«Acá,» en este caso, significaba del lado del campamento de solidaridad con Gaza, donde estaban los estudiantes dispuestos a ser arrestados en caso de que entrara nuevamente la policía de la ciudad de Nueva York, tal y como lo había hecho–en pleno día–el jueves de la semana anterior, invitada por la presidenta de la Columbia University, Nemat (Minouche) Shafik. En aquel despliegue de fuerza, marcando la primera vez desde 1968 cuando la policía había entrado en el campus con tal presencia armada, habían sido arrestados 108 estudiantes de distintas escuelas de la universidad, así como del colegio para mujeres de Barnard ubicado del otro lado de Broadway.
«Allá,» en el terrenito frente a la escuela de periodismo, se juntaban unas doscientas o trescientas personas que por las razones que fueran no querían correr el riesgo de ser arrestadas.
Aún en medio de la oscuridad de la medianoche sabíamos que el pasto de ambos lados había sido meticulosamente preparado para la ceremonia de fin del año académico que ahora parecía estar retrocediendo como una ocasión incongruente, si no imposible de llevar a cabo como de costumbre.
A nadie se le olvida que la generación que va a graduarse en mayo es la misma que pasó el último año de la preparatoria completamente en línea, a causa de la pandemia. Pero en medio del conflicto global que se ha inmiscuido en nuestra vida diaria con distintos grados de cercanía y agudeza personal desde los ataques del 7 de octubre en Israel, para muchos de esta generación no parece apropiado celebrar cuando varios de sus compañeros siguen suspendidos–incapaces de continuar con sus estudios ni por vía remota y, en el caso de las estudiantes de Barnard, echadas de sus dormitorios con apenas quince minutos para juntar sus cosas.
El campamento se había organizado en la madrugada del día de los testimonios ante el Congreso. Las demandas desplegadas en mantas y pancartas son las mismas que varios grupos estudiantiles con apoyo de profesores y empleados de la universidad habían propuesto desde hace meses: que Columbia deje de invertir en compañías que sacan provecho de la guerra y de las ocupaciones ilegales en Palestina; que se cierre el Centro Global de Columbia recién inaugurado en Tel Aviv, parecido a los que tiene la universidad en París o Río de Janeiro; y que se quite el diplomado doble de cooperación entre Columbia-Tel Aviv que cada año atrae a docenas de estudiantes.
Mucha gente a favor de estas demandas establece un paralelo con la campaña de desinversiones de parte de la universidad de Columbia en el régimen de apartheid en África del Sur en 1985. Otros, en cambio, denuncian esta campaña como una forma de antisemitismo, del mismo modo en que una mayoría de los estados en el país han legislado o están intentando legislar para prohibir el movimiento de boicoteo, desinversiones y sanciones (BDS).
Este debate se complica de forma exponencial cuando se cruza en el escenario actual de la política parlamentaria con las fuerzas de la nueva derecha y la derecha extrema en Estados Unidos. Así, lo que muchos consideramos la causa justa de los palestinos choca con un complejo entramado de factores políticos, ideológicos y económicos que van mucho más allá de un campus universitario.
En primer lugar, el Partido Republicano lleva años con las universidades en su punto de mira. La censura de una larga lista de libros considerados subversivos u ofensivos para la moral pública, hasta la prohibición de disciplinas enteras como la sociología o nuevas orientaciones metodológicas como la teoría crítica de la raza y la interseccionalidad, ha sido el pasatiempo favorito de candidatos y candidatas a la presidencia o la gobernatura en estados como Florida y Texas. Con las protestas de Black Lives Matter por el violento asesinato de George Floyd y muchos otros a manos de la policía, o con los programas de diversidad, igualdad e inclusión (DEI por sus siglas en inglés), el presidente Donald J. Trump y su base de fieles parecen haberse enrabiado con lo que consideran el «wokismo» (de woke, en el sentido de ideológicamente despierto y consciente) de las universidades, según ellos llenas de ideólogos, «marxistas culturales», o gente «perversa» que indoctrina a la juventud en la fluidez de género, la crítica decolonial al imperialismo y otros valores supuestamente antiamericanos.
Desde que empezó la cruenta guerra de Israel en Gaza como respuesta a los ataques brutales de Hamas, esta lucha ideológica ha fortalecido la nueva alianza que existía ya desde antes entre Trump y Benjamín Netanyahu. Significa que curiosamente la misma gente que saludó a «muchas personas finas» de entre los que marchaban por las calles de Charlottesville en Virginia con antorchas al grito de frases como «no nos reemplazarán los judíos» ahora se perfila como la auténtica vanguardia, si no el último baluarte, en la lucha contra el antisemitismo supuestamente rampante en las universidades estadounidense. No es que falten incidentes antisemitas y racistas que hace falta investigar y condenar con total claridad en las protestas. Pero en parte por falta de información y en parte por la ceguera voluntaria de ambos lados, los rumores y las conspiraciones están ganándole la carrera a la investigación de los hechos.
Es por eso que un grupo de profesores electos como miembros del Comité de Política y Planificación (PPC) han firmado una carta abierta para denunciar la desinformación que actualmente rodea el campus de Columbia.
Mi estudiante, mientras tanto, no tuvo que elegir. Poco después de la medianoche, empezó a correr la voz que el ultimátum de la presidenta se había postergado. Y que por lo menos durante 48 horas más no habrá ninguna intervención en el campamento, mientras se retomen las negociaciones.