por Leopoldo Laborde
La revolución no podía ser tan fácil.
La primera confirmación que me da el día después de estas elecciones es la de la certeza que la política hecha de esta forma genera electorados tan escurridizos como desatentos. Los argentinos votaron a un ex jefe de gabinete y peronista como voto castigo al gobierno. También votaron trasparencia en Ocaña, integrante de las filas de De Narvaez, a quien nadie iría a reclamarle el papel de hombre honesto.
Pero la sensación más honda es esa que me queda de confirmar que existía un desacople entre los cantos y las realidades de mis compañeros. «A pesar de las bombas, de los fusilamientos, de los compañeros muertos» cantaban a pesar de ejercer sus funciones de oficinistas, o de militantes part time en donde los sueños de proletarización, las bombas y los compañeros muertos eran relatos de nuestros padres. Creíamos que éramos la continuación de algo con lo que no teníamos ningún vínculo ni afectivo, ni político: los pobres no son nuestros. Y ayer quedó demostrado que les seguimos siendo extraños. Y que con este modo de hacer política del espectáculo, de la pura representación, cualquiera que prometa ejercer la administración ordenada de la pobreza podrá ser un sucesor.
Quizás sea el cambio de época, y sea irrecuperable una idea de construcción política enraizada, de la misma forma que se dice que la educación ilustrada es cosa del pasado. No lo sé. Pero si hay que estar advertidos que a cada modo de militancia le corresponde un electorado, y lo que construimos, cantando las canciones de nuestros padres pero renunciando a sus formas más radicales de compromiso, es que el vínculo con el que creemos nuestro pueblo es débil, o fluctuante al menos. Lo peor que podría pasar es enojarse con el electorado que procesa de forma casi desatenta lo que ocurre. La revolución no podía ser tan fácil, tan cómoda, con tanto charme. O quizás no haya más revoluciones como las de antes, y tengamos que admitir que se ha convertido para siempre en un sueño eterno.