La relación de la poesía y los libros santos es a la vez muy antigua, muy rica, y plagada de malentendidos, y sobre todo de mutaciones, que son las de la modernidad. Paradójicamente, mientras podría pensarse que ante todo es el pasado de la poesía, es también, en ciertos aspectos, no sólo una reserva sino un futuro imprevisible. Y el singular, la poesía, oculta su plural.
Respecto del pasado, tradicionalmente, la Biblia, que, en la cultura occidental es el libro mayor, tuvo el rol de lo que Northrop Frye ha llamado el Gran Código. En ese rol, de texto religioso, se observa sin duda el mayor deterioro. Recopilación de temas, de rituales, de historia santa, es en cuanto tal que el texto religioso, reducido a un catecismo, a imágenes estereotipadas, se ha empobrecido.
Otra dirección antigua, el desplazamiento tradicional de lo santoa lo sagrado que extiende la noción de libro santo a la de lengua sagrada: como el hebreo de la Biblia, el árabe del Corán.
Esta sacralización de la lengua es un problema poético para la modernidad, y sin duda una de las razones poéticas de un cierto ateísmo poético, el que, a veces, no hace más que cambiar de soporte, para desembarazarse de la sacralización de la lengua hacia una remitologización del mundo. Y es notable que los grandes relatos griegos, la Odiseaen particular, hayan sido portadores de mitos modernos y de literatura moderna como en el Ulises de Joyce. Sin mencionar al psicoanálisis. Que se ha nutrido de la mitología griega, y por allí, inconscientemente, remitologizado el mundo.
Repetimos a menudo las palabras de Malraux sobre el siglo XXI que será religioso – se sobreentiende en reacción a los agnosticismos, a los ateísmos del siglo XX.
Hay allí un desplazamiento de sentido al que hay que atender, porque lo religioso sólo parece tener relación con lo divino. Monopolizándolo.
En realidad, es una captación de lo divino con fines políticos. Es una forma de política. Que toda la historia, tanto de la cristiandad como del Islam muestra muy bien. Y actualmente los integrismos.
Esta captación política verifica la etimología cristiana de la palabra religión tal como Lactancio en el siglo V lo enunciaba: Diximus nomen religionis a vinculo pietatis esse deductum; quod hominem sibi Deus religaverit et pietate constrinxerit– “Dijimos que el nombre religión deriva del lazo de piedad, dado que Dios ligó al hombre con él y lo ató por la piedad”. De dónde la religión (religare) es el vínculo del hombre con Dios y de los hombres entre ellos, por ese vínculo con Dios. La ironía dramática es que ese vínculo divide a los hombres, en lugar de unirlos. En ese esquema, en la Europa Occidental del siglo XVII, el individuo nació contra la religión. Como lo mostró Groethuysen. En ese esquema, la Revolución Francesa y los derechos del hombre son una ruptura de lo teológico-político. También la noción cristiana de religión es esencialmente una noción social y política. En cuanto tal, no tiene paradójicamente más que una relación parcial, muy parcial, con la santidad y con lo divino, y en su utilitarismo, del tipo Gott mit uns de todas las guerras, es una traición de lo divino y de la santidad, y de la poesía por supuesto, por el mismo instrumentalismo.
Por lo tanto es inmediatamente necesario, y urgente, por la poesía, distinguir la santidad y lo divino de lo religioso. Pero también de lo sagrado.
La santidad es una relación con la trascendencia divina, una relación ética, enunciada, codificada, como impuesta por esa trascendencia, que es exterior a la historia. Lo sagrado es una trascendencia no ética, sino cósmica, la unión paradisíaca del hombre con la naturaleza, de las palabras y de las cosas, es el tiempo del relato –del tiempo en que las bestias hablaban- y es también por allí una posibilidad de actuar a través de las palabras sobre las cosas: la magia. Lo sagrado es fundamentalmente pagano, politeísta, animista. Es una relación con las fuerzas elementales, y la razón por la que los neo-paganismos enraízan allí.
Sin embargo, la estructura del modelo cultural del lenguaje que la ciencia ha universalizado a partir de los griegos se ha constituido como una homología con la oposición binaria entre un sincretismo de la santidad y lo sagrado, y lo profano. Es el modelo del signo (significante-sonido, significado-sentido, y el referente que es la cosa). Su dualidad es constitutiva, y polivalente. Es lingüística (el sonido frente al sentido, la poesía frente a la prosa), antropológica (la voz frente al escrito como el cuerpo opuesto al alma, y la muerte a la vida), filosófica (la palabra frente a la cosa, o el origen-naturaleza frente a la convención), teológica (el Antiguo Testamento frente al Nuevo que, por la prefiguración, es el sentido), social (el individuo frene a lo social), y política: en el Contrato Social, la minoría tiene el rol del significante, escamoteable y mantenido, y la mayoría tiene el rol del significado, a la vez una parte y todo.
Es este paradigma dualista del signo el que opone su instrumentalismo (el lenguaje sirve para comunicar) a la poesía, que juega en este modelo el rol de anti-instrumentalismo. Sartre decía: “Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje”. El signo opone la separación de palabras y cosas, supuesta del lenguaje llamado corriente, a la unión de palabras y cosas, que sólo la poesía, según este esquema, es capaz de encontrar. Y esquema se opone radicalmente a ritmo.
Lo sagrado, si es la fusión del hombre y la naturaleza, y resulta de someter al hombre a las fuerzas de la naturaleza, confundiendo las palabras y las cosas, dio indiscutiblemente una poesía de la unidad del mundo, al mismo tiempo que aplasta al sujeto y al individuo.
Pero aún desde el punto de vista de lo sagrado, surge enseguida que la poesía no es y no puede ser lo sagrado, la realización de la unidad del mundo. No puede ser más que la tensión entre los dos polos que son la unidad del mundo y la diversidad del mundo, la tensión entre totalidad e infinito.
Porque la poesía es lenguaje, y en la medida en que no sea confundida con una poesía de las cosas que no es más que un estado de sensibilidad hacia las cosas, un estado poético y no poesía, una noción sentimental de la poesía, la poesía no puede ser la unión de las palabras y de las cosas. Puede tender a eso, puede hablar de eso como de un paraíso (perdido). No es nada más que su rol en el signo, y un efecto del signo.
Cuando la poesía está identificada con ese rol, no es más poesía, sino ideología de la poesía, por el olvido de esa tensión entre unidad y diversidad que constituye su valor en relación al mundo, al pasado de la poesía, tanto como a los libros santos. Los libros santos hacen otra cosa: el relato de una historia, la historia de la relación con lo divino.
Pero la poesía no es lo divino, ni la santidad, menos lo sagrado. Tampoco la plegaria. Una plegaria no es un poema. Pero un poema puede ser una plegaria.
Es la confusión (voluntaria) que logran las triquiñuelas de Heidegger con la poesía cuando por ejemplo lee el verso de Hölderlin:
Und was ich sah, das heilige sei mein wort
Y lo que vi, que lo sagrado sea mi palabra
como si fuera ist mein wort, “es mi palabra”.
Triquiñuela que sería conmovedora, por la expresión tan impaciente de su deseo, pero donde el voluntarismo decisionista tiene por efecto anular el lenguaje y la poesía a la vez, justamente por esta fusión, decidida por el filósofo pero sólo deseada por el poeta. Es por lo tanto, bajo la apariencia de adoración de la poesía y de exaltación de su rol, la destrucción y desconocimiento de la poesía, característica de un pensamiento que elimina al sujeto, el valor, la ética –triple eliminación de la poesía remplazada por la tautología de la verdad.
No hay una poesía de libros santos. Y si la poesía es creación, la expresión particular, indefinidamente nueva de una relación del sujeto con el mundo, con él mismo, y con todo lo que lo excede, la poesía que se realiza en los libros santos es extremadamente diversa.
Como lo demuestran dos cosas: la diferencia entre la retórica y la poética de la desaparición del nombre de Dios en la Biblia y en el Corán, y el estatuto del ritmo en la Biblia.
Las dos formas de la poética del nombre, en árabe y en hebreo, constituyen, por su propio contraste, una parábola de la poesía de lo divino, y de la historicidad de esa poesía.
Al mismo tiempo es la oralidad de la presencia de Dios que, en árabe, a diferencia del hebreo, sacraliza la propia lengua. Pasamos del texto a la lengua y de la “lengua de la santidad” a la lengua sagrada. Por eso el problema poético, en árabe, para la poesía moderna, es y ha sido, reaccionar contra la presacralización de la lengua, que es una prepoetización y toda prepoetización es una muerte de la poesía, ya que la poesía vive sólo de no confundirse en el pasado de la poesía, y de buscar su propio desconocido.
Para el problema de definición de la poesía que platean los libros santos tomaría especialmente el caso de la Biblia porque plantea un problema específico y cuya importancia no es generalmente vista.
En su ocultación o desconocimiento habitual, la importancia de este problema está en relación directa con la importancia fundamental de la Biblia en la cultura occidental, y con la concepción común del lenguaje. Lo que pone en crisis esta concepción es la cuestión del ritmo. Cuestión característicamente olvidada en nuestro mundo del lenguaje.
¿Pero a qué se llama poesía en la Biblia? Si partimos de una definición temática, sentimental, el Cantar de los Cantares es poesía, pero un pasaje que exponga un código de conducta, como en el Levítico, será considerado prosa. Dicho de otro modo, no podemos pensar la poesía sin pensarla en oposición a algo que se llame prosa. Estamos entonces, más o menos confusamente, en una oposición que es del orden de la racionalidad, a grandes rasgos en una oposición entre emoción y razón. Creemos pensar en la poesía pero pensamos el signo.
Y esta oposición entre emoción y razón es vaga, y no bastaría para definir culturalmente, poéticamente, la poesía. Ya que sabemos que en la mayoría de las culturas, la poesía es históricamente inseparable de una definición formal, asociada si no confundida con el verso, cualquiera sea el principio métrico. La oposición entre poesía y prosa deviene oposición entre verso y prosa. Cuando al mismo tiempo los Antiguos –Griegos- sabían muy bien, tan bien como nosotros, que todo lo que es verso no es poesía. Aristóteles lo dice incluso muy duramente. Que hay quienes escriben en verso para ocultar que no tienen nada que decir. Sabía de esto.
Pero aquí se platea la cuestión generalmente oculta, por la traduccióny por la tradición, de la organización del ritmo en la Biblia. Es la cuestión del versículo, y del paralelismo.
Por ese motivo el problema de la traducción es un problema poético, y político, para la traducción de la Biblia: poéticamente, hay que deshelenizar, deslatinizar, descristianizar, y no de lengua a lengua, sino de lengua a obra, ir de una traducción-anexión a una traducción-descentramiento. Que supone una transformación de las concepciones de identidad y de alteridad. Se trata de pasar lo escrito en las “Escrituras” a la oralidad, por lo tanto la poesía, del libro “santo”. Movimiento comenzado y que es el mismo de la modernidad.
Es notable que desde la entrada de la Biblia en el mundo griego (que se basa en el signo y en la oposición entre verso y prosa) la manera con la que justamente se buscaba –se es Flavio Josefo- dar a los griegos la idea de que hay poesía, es decir belleza, en la Biblia, consistía en decir que había hexámetros (el metro épico de Homero) en la Biblia. No fueron encontrados.
Hasta la invención, como sabemos, del paralelismo como sustituto retórico de una métrica ausente –teoría que aún hoy constituye la Vulgata, y que el formalismo estructuralista ha reforzado y generalizado en toda la poesía.
Sin embargo esta teoría del paralelismo, que consiste en reconocer como poesía, formalmente, pasajes cargados de paralelismos, en relación a otros que no los tienen y serían prosa, no coincide del todo con la noción sentimental de la poesía: formaliza la poesía, y por allí, sin saberlo ni quererlo, carece de ella. Como todo formalismo.
Porque esta retórica no es pertinente, justamente por el hecho de no ser más que retórica, y no una poética, e impide además reconocer en la Biblia el principio rítmico del versículo en hebreo. Asociando su suficiencia y su insuficiencia.
Sin embargo, es la organización que el versículo lleva por toda la Biblia. Impide por lo tanto pensar en términos formales cualquier distinción entre poesía-verso y prosa-no verso en la Biblia.
Es este bloqueo que hay que poner al descubierto, contra la ocultación que hace la tradición y la ocultación que hace la traducción. Es este bloqueo que hay que tomar como punto de partida de un nuevo pensamiento del lenguaje, y de un futuro de la poesía, siendo al mismo tiempo un futuro imprevisto de la Biblia como incentivo teórico de ese nuevo pensamiento del lenguaje, fuera del discontinuo del signo, hacia un redescubrimiento del continuo. Un humanismo del poema.
Siendo el continuo, contra la oposición entre poesía y prosa, el pensamiento de una prosa de la poesía, rehabilitación de lo que Hegel llamó la “prosa del mundo”, y lucha contra la oposición entre fiesta y cotidiano, característica de los partidarios de lo sagrado que son también antimodernos, el lado Heidegger contra el lado Baudelaire. Walter Benjamín hablaba de ángeles judíos a los que ponía del lado de Baudelaire.
Aunque Tora signifique “enseñanza”, la enseñanza –en el sentido didáctico de mantenimiento del orden, como ya lo veía Baudelaire- es ajena a la poesía como poesía. Lo que de ninguna manera significa que no se pueda, y no se deba, enseñar qué es y qué hace la poesía. Pero la poesía no es un discurso de creencia o de moral. (Ponerla en los sentimientos negativos, para esquivar esta primera trampa, no es más que otra trampa: está la trampa de los ingenuos y la trampa para retorcidos –sólo justicia). La poesía no se opone a la enseñanza cualquiera sea. Simplemente, la poesía no es una enseñanza.
La poesía no enseña, porque no está en el nombrar sino en el sugerir. Como dijo muy claramente Mallarmé, que pasa por oscuro, donde puso al descubierto un universal de la poesía, contrariamente a lo que piensan los que subestiman esta distinción sobre el simbolismo como una antigüedad. Como se consideran. Y se condenan.
¿Pero todas estas distinciones para caer en otra trampa? La oposición entre texto “religioso” y texto poético. Hay interferencia en la noción misma de texto “religioso”. Por dos razones, que se suman. Una es la reducción a la creencia, al contenido, una verdad. Esta sublimación, enmascara su dualismo, el que emite un residuo, la forma, bajo todas sus formas. Es productora de culto, de sacralización, y no ve que es debilitamiento, desconocimiento de lo que hace un lenguaje. La otra razón es la relación misma del texto religioso con su origen divino.
Pero lo divino también es lenguaje. Y la Tora habla el lenguaje de los hombres. El origen oculta el lenguaje. Oculta lo que veía Saussure: cada vez que se busca el origen se encuentra el funcionamiento. El origen y el funcionamiento. Lo tenemos en la boca todos los días.
No hay allí de todos modos conflicto. Maimónides era creyente. Eso no lo hacía sordo. Por cierto la sordera no es privativa de la creencia. Los no creyentes son tan sordos como los creyentes. Probablemente sean creyentes de otra cosa. Creyentes del Signo. Porque él, es sordo.
Pero sólo la cuestión de la parábola, de la alegoría, además de la del ritmo y la prosodia, y eventualmente en las relaciones entre ellas, supone e impone la escucha de su funcionamiento.
Estar atento a las confusiones entre la santidad, lo sagrado, la poesía, es no seguir confundiendo la retórica y la poética. Donde es necesario también prestar atención al motivo místico del silencio. De lo indecible. El poema no dice. Hace. Hace alguna cosa al lenguaje que nunca se hizo antes que él. Y nos la hace. Leyendo somos leídos por él.
En ese sentido, no hay una poesía sentimental y una poesía intelectual-formal-experimental. Distinción cultural-mundana. Tan superficial como la oposición entre pintura figurativa y pintura abstracta. Lo único que cuenta para la poesía es que sea poesía. Es decir, un pensamiento poético, la invención de un pensamiento poético. Como en la pintura, que sea pintura, es decir la reinvención, cada vez, de la pintura.
No hay una poesía fácil y una poesía difícil. Siempre es difícil. Aún con las palabras más simples, las más “corrientes”. Precisamente con las palabras corrientes.
Pero también la mala poesía es difícil. De otra manera. Es difícil de reconocer. Porque ante todo imita la poesía.
Tener una actitud rigurosa frente al problema poético es recordar algo elemental: poesía es lo que renueva la poesía. En ese sentido, la poesía no se confunde con la historia de la poesía. Y un poema no se confunde con la poesía. Si hace poesía, es un poema. Si es ella que la hace, no es un poema. Es amor a la poesía.
Los libros santos son por lo tanto específicamente diferentes de la poesía. Están fijos –no hay fijador más grande del lenguaje que su sacralización, desde antes de ser escritos. La poesía no está fija. Sobre todo, los libros santos tomados como libros religiosos, determinan modos de conducta colectivos. La poesía no determina ningún modo de conducta. En todo caso no colectivo. No es colectiva. Aún si socializa el sujeto del poema. Por la lectura. Sí, ella, es siempre a la vez individual y colectiva.
Pero la poesía determina transformaciones en relación a sí misma y a los otros. En ese sentido, si los libros santos no son poesía, hay necesariamente poesía en los libros santos. Posiblemente sean santos sólo en la medida de la poesía que llevan, y los lleva. Posiblemente la poesía sea una manera particular de reescribir, de continuar escribiendo, los libros santos, lo que supone que la santidad, y la profecía, como la poesía, no sólo tengan un pasado sino también un futuro.
Traducción: RIH