La placa madre de todas las batallas // Colectivo Crisis

 

Los cien días iniciales del primer gobierno de un partido de derecha liberal que llega al gobierno por el voto popular, indican que está en marcha un proyecto orgánico de transformación de la sociedad. Algunos núcleos fundamentales del programa reformista cuentan con el consenso de buena parte de la población y las medidas menos amables han sido acompañadas por una mayoría institucional, tanto en el congreso como en el poder judicial. Mientras tanto, los principales medios de comunicación se solazan en la certeza de haber conquistado la mente, el corazón y los votos de los ciudadanos-consumidores y disfrutan la luna de miel haciendo leña del árbol caído.
Para resumir en un pantallazo el contenido político de esta nueva hegemonía alcanza con señalar cuatro punto cardinales.
Uno. Cambiemos invierte el axioma populista por excelencia, según el cual «los pobres siempre tienen la razón»: a partir de ahora, lo contrario es cierto. Se comprende entonces el perfil homogéneo de los funcionarios a quien se confía la gestión del estado, y la prioridad otorgada a las demandas del empresariado más pujante.
Dos. El motor principal del desarrollo de las fuerzas productivas no está en el interior de la nación (en el crecimiento del consumo popular, por ejemplo; o en la vaporosa burguesía nacional) sino en el mundo exterior. Hay que ver el júbilo del presidente por las tempranas visitas de los representantes de los «países más importantes» (sic), como Italia, Francia y Estados Unidos, de quienes se esperan inversiones salvadoras. Y la dramática apuesta a todo o nada al capital financiero, que motivó el acuerdo con los fondos buitre.
Tres. Contra el desborde presupuestario de los años kirchneristas, expresado en el crecimiento sin pausa de los subsidios, el gasto y el empleo estatal, el macrismo impuso en el sentido común la inevitabilidad del ajuste. Lo que se discute es la profundidad y el tempo de los recortes, pero el fondo de pantalla es la austeridad.
Cuatro. La política no puede ser ya sinónimo de ideología, militancia y movilización callejera, so pena de recaer en el autoritarismo y la violencia. Se impone el coloquio de ideas, aunque sea mera puesta en escena o un toma y daca a cielo abierto. Entramos a la era del voluntariado, de los protocolos y de la tercerización de los servicios represivos.
Tal vez, una de las primeras promesas de campaña que el macrismo dejó en la puerta de la Casa Rosada fue la invitación a suturar «la grieta que durante estos años dividió a los argentinos». Y no sólo por su decisión de utilizar la herencia recibida como argumento de legitimación; sino, ante todo, por la incapacidad para percatarse que bajo esa hendidura simbólica y mediática, quizás superficial, existe una profunda fractura que estremece a la sociedad.
Una bella cicatriz
En el número 1 de esta revista, publicado en noviembre de 2010, el periodista Claudio Mardones escribió un manifiesto tan anacrónico como prefigurador. Aquí y ahora, vale la pena remendar algunos de sus fragmentos.
«Quizás sea el fruto inmaduro de la crisis del 2001 o la acumulación de un deterioro social incontenible. O la dinámica íntima de un proceso que no ha terminado y que, cada tanto, libera una violencia aparentemente inexplicable. Nadie sabe cuáles son sus contornos, ni hasta donde se extenderán sus consecuencias, pero luego de treinta años de desigual distribución del ingreso, la histórica brecha entre ricos y pobres ha consolidado una fractura que divide la geografía urbana en varias ciudades a la vez.»
“Es muy posible que el argentino medio tenga una conciencia democrática mayor que hace diez años, pero también es probable que en la actualidad sea mucho más xenófobo y discriminador. El recurrente odio y desprecio por el habitante de la periferia pobre es un patrimonio que ya forma parte del imaginario de las clases medias urbanas. Con ese calambre cultural a cuestas, la fractura llega a la vida cotidiana de miles de personas cuyas realidades son indescifrables entre sí. Es que fracturar es mucho más que romper. Y para que el quiebre ocurra, es necesario que sea con violencia.»
«Por ahora, no es más que el indescifrable síntoma de un nuevo emergente. Como una grieta que se abre cada vez más, esta realidad se extiende sobre las decenas de miles de personas sin techo, los habitantes de las dos mil villas de todo el país, la enorme cantidad de jóvenes trabajadores rurales esclavizados y la alta tasa de pibes desocupados que tampoco estudian. Los irrecuperables. Los que no tienen retorno. Los que quedaron colgando. Una constelación de náufragos que vive con la marea en contra, y que sólo se mantiene a flote gracias a la red estatal de salvataje.»
La cara de la bestia
Sin embargo, la historia nunca corre marcha atrás. No hemos regresado a los noventa, ni al 2001, mucho menos a 1976 ni a 1955. La resistencia es conservadora porque admite el agotamiento de la imaginación. Nadie va a volver, salvo como una triste parodia. La perplejidad empuja a aferrarse de alguna tabla de salvación: los consensos adquiridos, la gente empoderada, la señora conductora, el mito de un peronismo imbatible. Pero para que resurja una alternativa política, habrá que remarla.
La incipiente oposición se dirime hoy en un justicialismo estallado, entre los «dadores voluntarios de gobernabilidad» (como denomina uno de los baqueanos más agudos del universo pejotista al peronismo que coquetea con el gobierno), los unitarios equilibristas que bregan por la síntesis imposible, y un minoritario kirchnerismo que hace todo lo que descalificaba por apolítico. Hay que mear fuera del tarro.
Sobre las ruinas de ese territorio minado que es la provincia de Buenos Aires, el «ala sensible» del macrismo pone a prueba su proyección histórica. La empresa reformadora iniciada el diez de diciembre se juega todo su capital en la modernización o el disciplinamiento de La Provincia. Orden o progreso.
Su principal carta ganadora consiste en desarrollar la infraestructura social y material del conurbano, lo cuál requiere un caudal de inversiones al estilo Plan Marshall junto a una destreza pactista tipo Mandela. En el camino, MEV (así llaman en la intimidad a la Gobernadora) deberá surcar un embrollo de emergencias que desbordan ampliamente cualquier atributo de gestión. De un lado, la maraña de negocios en torno a la que se articulan los poderes reales que ejercen el control social sobre las poblaciones, a partir del entrecruzamiento corrupto de segmentos políticos, policiales, jurídicos y empresariales. Por otra parte, la difusión del descontento y la conflictividad social, que cuando se desboca no cree en antivirus ni en buenos modales.
El macrismo tendrá que verle la cara a la bestia y decidir entre el pacto o la imposición de un poder de mando que no se consigue con los votos. Las amargas señales del Papa Francisco, player de peso global en ambas disputas, no inspiran optimismo. Tal el dilema recargado para esta democracia angustiada por el retorno de lo reprimido: una fractura social y simbólica, que no tiene fecha de vencimiento.

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