La última década del trabajo de Roberto Rossellini no transcurrió en el cine sino en la TV italiana. Durante los primeros años setenta, filmó al menos cuatro series dedicadas a la vida de filósofos europeos clásicos. En ellas, Sócrates, Agustín de Hipona, Blas Pascal o René Descartes son tratados con máxima ternura. Los personajes suelen aparecer hablando un italiano suave, dulce, ambientados en ciudades y épocas bien definidas y rodeados de amigos (seguidores, discípulos, adversarios). Viven una vida desajustada a su tiempo, envueltos en conflictos que apenas soportan, como si los distrajeran, y de los que finalmente se apropian, incapaces de permanecer –como quisieran– en la eternidad del pensamiento.
León Rozitchner insistía con que, un día la obra de los más importantes pensadores vendría acompañada de una biografía, un estudio de lo que el pensar debía enfrentar en una vida. Según parece, durante mucho tiempo en Europa los textos de Spinoza circularon de ese modo, junto a una “vida de Spinoza”, concebida como inseparable de su filosofía. Rozitchner creía que escribir era revolver en la formación de la propia conciencia, una indagación en el particular ingreso de cada quien, a la cultura y, a la vez, una tentativa por constituir en este mundo un tipo de coherencia nueva. Ignoro si Rozitchner llegó a apreciar estas series sobre la vida de filósofos de Rossellini, aunque los puntos de contacto parecen grandes. Una de sus pasiones de los últimos años era precisamente contemplar durante horas los rostros de distintos pensadores y escudriñar en sus textos el modo en que en ellos se harían presentes las determinaciones de tipo inconscientes. Su último libro de largo aliento, La cosa y la cruz, era una confrontación de este tipo, con las confesiones –precisamente– de Agustín.
La serie fue tomada muy en serio por Gilles Deleuze, quien no dejó de referirse a ella en varias ocasiones, siempre refiriéndola a una serie de problemas que le preocuparon durante sus últimos años, en torno a la relación entre el cine y la TV. En una carta al crítico de cine Serge Daney titulada “Optimismo, pesimismo y viaje” –carta publicada por Daney como prefacio de uno de sus libros, Ciné-Journal)–, Deleuze se refiere a las muertes y a las resurrecciones del cine. El cine no deja de morir y renacer. Murió una vez en manos del fascismo –Hitler como cineasta, sobre fondo de los campos de exterminio–, y de Hollywood –América como un sueño–. Pero conoció también su resurrección en el cine neorrealista italiano y en la nouvelle vague francesa de la postguerra (Resnais “ha resucitado a los muertos del cine”). Si alguien amenaza nuevamente con matar al cine, dice Deleuze a Daney, es la televisión. No porque ella carezca de posibilidades estéticas, sino porque ha renunciado a ellas en función de una peligrosa “función social”. Ahí donde la función estética crea dimensiones y desplazamientos de imágenes, la función social, aplana y concentra, unificando todas las imágenes en una sola. Es una función de sincronía entre imagen y espectador. La TV engendra un espectador controlado. Las técnicas visuales eliminan intervalos e intersticios en función de un flujo de percepción único.
Esta muerte televisada del cine consiste, ante todo, entonces, en eliminar definitivamente todo “suplemento” –el término es de Daney– o desajuste entre imagen y espectador, en la que “el alma del cine” –expresión de Deleuze– estaba comprometida hasta al menos los inicios de los años ochenta. Sincronía vs suplemento, es un modo de identificar un problema político –relativo a las formas de control y a las libertades de crear– en torno a la experiencia del tiempo. El cine procura salvarse creando un tiempo que “dura y coexiste” –función estética–, ante la avanzada de la TV que actualiza los poderes de control que por su intermedio se tornan “inmediatos y directos”.
Es en este contexto que Deleuze dedica un largo párrafo de su estudio sobre cine a estas series del último Rossellini. Las ve como el más simple y decisivo trabajo didáctico, una “gran pedagogía” sobre las palabras y las cosas destinada a edificar un “nuevo régimen de la imagen”. Rossellini habría intentado crear “una escuela primaria absolutamente necesaria”, en la que las cosas y las palabras luchan por hacer emerger lo nuevo: cada discurso trae “un nuevo estilo de acto de habla” en lucha con el viejo, y “entre las cosas” procura surgir un espacio nuevo (una concepción arqueológica, próxima a la de Foucault). Esta pedagogía tiene por objetivo edificar un “nuevo régimen de la imagen”, que ya no consiste en responder a la pregunta ¿qué nos muestra la imagen?, ni a esta otra pregunta: ¿qué otra imagen hay que ver detrás de la imagen? El nuevo régimen de la imagen –según escribe Deleuze en carta a Daney– remite a la cuestión ¿cómo insertarnos en la imagen?, ¿cómo desplazarnos en ella? dado que lo propio de toda imagen, en el nuevo régimen, consiste en deslizarse hacia otras imágenes (rivalizando con la naturaleza misma).
Para desplegar las posibilidades de este nuevo régimen –función estética–, Deleuze confía en las capacidades resistentes del cine. Cree que el cine debe meterse en la TV misma y alcanzar en ella el núcleo más íntimo del ensamble entre la técnica visual y formas del control. Solo haciendo suyo el problema del control, el cine podría desactivar e invertir esa relación amenazante. La política de Deleuze se encuentra en este punto con la de Rossellini. La intervención del cine sobre la TV debe darse en torno al video. Contra la TV del Gran hermano, los programas de concursos y los noticieros, el video tiene la capacidad –cinematográfica– de descomponer y recomponer las imágenes. Una pedagogía de y desde la imagen. El carácter estratégico de la disputa tiene por finalidad última el valor político de la pantalla. No en el sentido que la contra-información hace de ella: la mera interpelación a los medios para que asuman determinada posición ante tal o cual conflicto político. Sino en el sentido, quizás más profundo y radical, de descubrir la pantalla como otra cosa que un mero tablero de información. Se trataría de hacer de la pantalla una membrana para el cerebro-ciudad, tironeado al límite entre sus posibilidades de actuar creando nuevos circuitos de percepción-pensamiento (pantalla-membrana; tiempos no sincronizados) o bien caer cada vez en nuevas capturas –cantinelas del mercado–, suscitando en el cerebro solo reacciones conocidas o reflejos automáticos.