Por el Colectivo Juguetes Perdidos
Un pibe sale corriendo porque tiene un veinticinco encima. Otro se queda fumando y esperando el verdugueo. A otro lo obligan a que se coma la tuca que acaba de tirar al piso. A otro lo tienen marcado porque le cabe rascar la pipa en la esquina. Estamos hablando del faso.
Los gendarmes paran a los pibes, los molestan, los huelen, buscan porro. Vos seguro tenés porro. Sienten que están habilitados para zamarrear, golpear, gritar y “educar” moralmente a los pibes. Estamos hablando de la Gendarmería en acción.
Las secuencias se reiteran cotidianamente en un barrio bajo del sur del conurbano bonaerense, pero podrían situarse también en cualquier otra zona en donde operan gendarmes, prefectos y demás “fuerzas de ocupación”. Los datos muestran que más del 90 por ciento de las detenciones que realiza la Gendarmería Nacional en sus operativos de rutina son por tenencia de drogas (tenencia de los pibes, en la mayoría de los casos para consumo personal). Y en todos estos barrios se conocen pocos casos de cierres de desarmaderos, de detención de narcos pesados, de clausura de prostíbulos y tugurios que son enclaves de las redes de trata.
La principal labor de los gendarmes parece ser otra: se trata de educar –y disciplinar– a los pibes y pibas mediante el verdugueo como práctica cotidiana; se trata de instaurar un orden, una sensación de tranquilidad (y también una tranquilidad real ya que sus presencias desplazan a los fierros de las calles y a muchos de los quilombos de la vereda, empujándolos puertas y barrios adentro).
Mientras en la periferia urbana y suburbana, en las ranchadas nocturnas, en las esquinas y calles se para permanentemente a pibes y pibas por fumarse un fasito (o por presumir que lo hacen), en las terrazas de muchos barrios porteños, en sus calles céntricas, en los fondos de viviendas de clase media, en programas de radio o TV cool, la marihuana es casi-legal. Los nenes de colegios privados juegan a hacerse los dealers con las flores del auto-cultivo, la abuela se ríe de la planta rara que crece en el fondo, el jefe careta hace chistes de fumón, y la sociedad toda se vuelve más permisiva para el consumo de marihuana. Es verdad que la sensibilidad social no mutó de un día para otro: fueron y son muchas las marchas multitudinarias a favor de la despenalización (y la legalización), las discusiones públicas y mediáticas, las micropolíticas a favor del autocultivo, la militancia de revistas como esta y de organizaciones y colectivos, los aportes culturales de las bandas de rock y también –cómo no mencionarlo en el combo– la lógica mercantil olfateando el humo dulce –y redituable– de la cultura cánabica de los jóvenes.
Producto de todas estas movidas se impuso un cierto tono no-criminalizador para con los consumidores. Por suerte se escucha cada vez más “la policía no te dice nada si fumás en la calle”. Flores para todos y todas. Militancia a pulmón que recibe como premio sus merecidos cogollos… Pero hay que ampliar el campo de batalla. Mientras los azules son cada vez más permisivos en la ciudad blanca, los verdes están en plena tarea educativa en los barrios periféricos.
Una politización (difusión, discusión, o como se quiera llamar) que no tome en cuenta el tema del consumo de droga como “excusa perfecta” para los gendarmes, reproduce una segmentación social y espacial muy violenta.
En una ciudad se permite y a veces hasta se celebra el consumo de marihuana; en la otra, en sus márgenes, en las villas, en la noche de los barrios pobres, los gendarmes revisan, controlan y requisan droga en pequeña escala (casi siempre para consumo personal, en algunos casos para pequeño menudeo) y, sobre todo, y a contramano de la oleada cultural canábica, usan la marihuana como excusa perfecta para disciplinar moralmente a los jóvenes.
Los pibes y pibas lo saben: se trata de cortales la fuga. De no permitirles el hedonismo, el descanso, la risa (tan promovida por el faso). Quizás se trata de disciplinar esa risa embriagada, atrevida, desafiante por colectiva, esa risa que tanto molesta a las fuerzas de seguridad. Esa risa a la que no le importan las consecuencias (por más dolorosas que sean).
Si la discusión sobre el consumo de marihuana amplía sus fronteras, si dinamitamos las excusas que los verdes tienen a mano para detener a los pibes, se pondrían sobre la mesa nuevas y potentes preguntas: ¿qué hay detrás del verdugeo gendarme a los mas jóvenes de los barrios (sabemos que no se trata de la gorrita o el faso…)?
Así están las cosas en las ciudades actuales, mientras unos pibes aprenden las reglas del autocultivo, otros aprender a correr rápido y a escabullirse de la mirada y el verdugueo de los verdes.