Un pesimista no puede llevarse malas sorpresas
Leyes de Murphy
¿Qué momento de la vida es el «cuarto oscuro»? ¿Qué valor efectivo tiene en las vidas, qué sentido tiene como parte insertada en el continuo de las vidas? ¿Cuánta gente, por ejemplo, no tiene casi nunca un momento de soledad y silencio en una habitación? Este cuarto tiene un nombre notable: signado por la oscuridad. Lo específico es que nadie te ve. Tenés privacidad y secreto; un instante para el arbitrio personal. Sé de gente que se desnudó para ensobrar boleta; sé de quien se fumó un porro. Hacés lo que querés: elegís. Ahí sí que so vo… Y no “somos nosotros”: es un momento en que se suspende la fatigosa complejidad de la convivencia (hogareña, urbana, vecinal, laboral, etc), el irreductible trabajo de intentar entendernos, de coordinarnos. En ese ratito, después de hacer cola (otra cola más…), entré, ahora yo, ahora es mi turno, los de afuera me esperan lo que yo quiero, tengo todas las opciones delante y decido sin tener que dar explicaciones, sin tener que tener un por qué…
Entendió bien Maurizio Macri (ese sacerdote del daño institucionalizado que, por cierto, antes de humillar al progresismo porteño con aquel 64% en balotaje, primero había desembarcado en Boca para probarse y probar que la razón eficientista del capital podía modular el deseo popular), leyó bien, digo, el sentido del acto electoral en millones de personas. El sentido que tiene ese acto “decisorio”, en vidas quemadas, gobernadas por el estrés del infinito multitasking existencial, vidas sobrepasadas por afecciones, problemas, garrones ante los cuales la capacidad de decidir, de elegir, aguanta en un repliegue arrinconado. “Es tu autoridad”, dice la comunicación presidencial, apelando al dolor resentido de una “autoridad personal” melladísima, para la que -razonablemente- es un gran alivio tener un lugar donde poder hacer lo que se me canta y encima sin razones, sin argumentos: ¡incluso lo que sé que es vergonzoso, y nadie puede hacerme nada!
Cuando ganó Donald Trump, las encuestas daban ganadora a Hillary. La gente, parece, decía una cosa en la encuesta y luego hizo otra en el comicio. Claro: en la encuesta alguien te pregunta, aún si usando una máquina: es una situación con un ápice de escena pública, donde alguien espera que respondas con cierta moralidad. En el voto, en cambio, la res pública se define del modo más privado posible. Y el punto es que el resentimiento no se confiesa públicamente así nomás, porque da pudor, porque es doloroso, porque implica propias impotencias. Por supuesto que mucho resentimiento vocifera sin tapujos; pero con que haya un par de puntos porcentuales de resentimiento pudoroso… a esos apunta el mensaje, a quienes saben que su resentimiento, como diría Kornblit, está mal, les da un poquito de pudor y lo tienen un poco como popó clandestino; ideal para depositarlo cuando nadie te ve. Resentimiento por ejemplo hacia los progres, hacia la moral bienpensante que niega nuestras formas de vida y/o nuestros padecimientos concretos -¿no podría tener esta idea, por ejemplo, “un laburante que inexplicablemente vota a los ricos”?
La oscuridad del cuarto es perfecta para desquitarse, para decir “ya fue”, para ejercer autoridad contra los que “saben”. Tomen esto, malditos argumentos y razones. La fuerte carga tanática que recorre el cuerpo social, el gocecito que da contribuir al riesgo y al daño, apretar el acelerador al mango, son también arrebatos desesperados de “autoridad personal”.
La “democracia” que tenemos, así, convierte la despolitización de los cuerpos comunes, si castración decisional, en oscuridad del acto electoral (“el voto es el momento de mayor mala conciencia que hay”, dice Pancho Ferrara). Esto está hasta en la Constitución: “los pueblos no deliberan ni gobiernan sino por medio de sus representantes”. ¿Por qué no dice al revés, al menos, los pueblos deliberan y gobiernan mediante sus representantes?, señalaba Luis Zamora. Al redactar el Preámbulo se enfatizó en que la acción política está separada de los comunes.
Esto por supuesto tiene su cénit en la consagración de agentes que “no vienen de la política”, los CEOS que bajan al barro de lo público para ordenarlo aplicando su saber de “gestión”, abstracto y universal. Pero ojo: porque también la idolatría -por ejemplo a Cristina- puede ser una forma de mediatización de lo político. De hecho ella misma la ha fogoneado, fustigando a las “patrullas perdidas de 2001”, y diciendo que los ciudadanos, cuya revuelta había derrotado al neoliberalismo en 2001 e impuesto nuevas condiciones de gobernabilidad, eran no la fuente del poder, sino “empoderados” por su gobierno. Ahora la vamos a votar y ojalá que el voto expulse del PEN a la banda de chetos saqueadores; y ojalá que la movilización social que hizo el aguante en estos años -de formas muy diversas- aumente su centralidad en las determinaciones sobre lo público/común, y no se diluya ni subordine ni “tranquilice” por su triunfo en la oscuridad de un cuarto.