por Santiago López Petit
Es innegable que hoy día, aquí y ahora, nos encontramos ante una saturación política de la realidad. ¿Quién podía pensar, hace unos años, que algunos de los programas de máxima audiencia serían entrevistas con políticos o tertulias sobre política? ¿Quién podía esperar que compañeros y compañeras apostarían por plataformas electorales que prometen una nueva política?
Y, a la vez, esta realidad saturada de y por la política se nos aparece también bajo la imagen de un alud de noticias, de una sucesión imparable de acontecimientos. Todo arde deprisa e invariablemente. Pero este fuego que parece no perdonar nada, no ilumina la noche. Muy al contrario, se trata de un fuego mediático e irreal que nos hunde en una especie de «déjà vu», en una situación esperada. ¿Ya conocida?
Que la función actual de la política consiste en despolitizar, resulta bastante evidente. Si la cárcel, en tanto que ejemplo de institución disciplinaria, sirve para producir y gestionar la delincuencia, ¿sería muy equivocado afirmar que la política persigue, por su parte, despolitizar y producir impotencia? En otras palabras, la función despolitizadora de la política consiste sobre todo en esconder mediante ilusiones y las pequeñas esperanzas propias del mal menor, que nos hallamos ante un impasse. La acción política auténticamente transformadora está bloqueada porque: «lo que es políticamente factible no cambiará nada, y las acciones que podrían promover cambios realmente significativos son políticamente impensables.» El impasse que la política nos oculta es, sencillamente, que no sabemos cómo salir del capitalismo.
El movimiento del 15M fue capaz de medirse con este impasse, aunque asustado por su propia fuerza, y cada vez más sujeto a esa entelequia que es la opinión pública, permaneció prisionero de sí mismo. No supimos abrir cauces para que la rabia digna se desplegara por la ciudad. Pues bien, la nueva política aparece para ofrecerse como solución, y lo hace paradójicamente, defendiendo la autonomía de lo político (y el concepto de representación a ella asociado), justamente uno de los objetivos fundamentales de la crítica realizada desde las plazas. En vez de profundizar la politización existencial que se iniciaba, lo que propone es traducir políticamente el desafío planteado, y eso de dos maneras distintas. La primera, mediante la interpelación. Se trata de la construcción populista de un nosotros, de una mayoría social hegemónica a partir de un grupo subalterno definido como opuesto a una casta. La segunda, construye el nosotros mediante la interpenetración entre los movimientos sociales y la izquierda tradicional. Podemos y Bcn Encomú. Lo que ocurrees que esta nueva política no ha cortado con la antigua política moderna, puesto que permanece atada a sus categorías tradicionales, y sobre todo, sigue creyendo en que basta apoderarse del código gobierno/oposición que rige el subsistema político para producir otro sentido. Pero dar otrosentido a la realidad, no es cambiarla.
En el interior del vientre de la bestia, en esta realidad plenamente capitalista en la que habitamos, el juego electoral reproduce incansablemente el mito de Sísifo. «¡Esta vez sí… ganamos!». La nueva política actúa como si se pudiera hacer otra política, una política esencialmente diferente. Es falso. Es falso por una razón fundamental: hace mucho que la política ha perdido toda centralidad, y por tanto, toda capacidad de amenazar la realidad. La política se mutó en política de Estado y el bipartidismo (PP/PSOE) le fue muy útil. Ahora, con la globalización, la política de Estado se convierte en gubernamentalidad neoliberal, es decir, en una gestión empresarial, auténtica simbiosis entre racionalidad tecno-científica y mercado que escapa a la soberanía del Estado. La autonomía de lo político se ha esfumado. Ciertamente el neoliberalismo son los recortes, las privatizaciones, la expropiación de lo común… pero, por desgracia, es mucho más. La nueva política, porque no desea apartarse del sentido común, no quiere aceptar que somos nosotros mismos los que aguantamos este mundo y esta vida. Evidentemente, la casta es el problema. Sería, sin embargo, más exacto afirmar que el problema somos nosotros. Las piezas que hacemos funcionar esta máquina de destrucción masiva (y de seducción también masiva). La nueva política se autoengaña, y también nos engaña.
Cada vez que se pone el rostro de un candidat@ en una papeleta de voto, cada vez que se construye la unidad política como unión de partidos políticos… cada vez que se evita hablar de capitalismo para hablar solamente de corrupción, de transparencia o de participación… nos alejamos de un auténtico cambio social. Cada vez que se nombran los Derechos y se olvida mencionar el (contra)poder necesario para conseguirlos, se escamotean las dificultades existentes. Quizás es imprescindible para ganar en la carrera electoral. Pero ¿qué significa ganarcuando lo que verdaderamente queremos es transformar radicalmente este mundo que nos ahoga?