La crítica sociológica pareciera fundarse en el prestigio de una ética y de una terminología. Tal como entiende las relaciones entre narración y sociedad, en su léxico los vocablos se constituyen en dos universales, uno negativo, narración, y otro positivo, sociedad. La redención de la narración únicamente es posible a través de la sociedad. Una novela será tanto más positiva cuando el dato de la otra naturaleza, la naturaleza social, pueda ser identificado más claramente bajo el cuerpo a veces nítido, a veces oscuro, de lo específico negativo. Atravesamos la selva de la narración para encontrar lo único real en medio de esas floraciones extrañas, torvas e irracionales, las grandes flores carnívoras de crecimiento incontrolado contra las que el crítico debe luchar y a las que debe vencer para alcanzar el punto perseguido, la sociedad. Instintivamente, todo crítico de la escuela sociológica obra así. Hace de la narración una disciplina auxiliar de la sociología. Si esto fuese todo, el narrador admitiría la situación de buena gana: mientras su producto sirva a otros, sea cual fuere la circunstancia en que eso ocurra, el narrador verá el hecho como una buena contribución a librarlo de la sensación de irrealidad que le produce su propia obra. Pero la crítica sociológica no se detiene ahí: como lo hizo el psicologismo décadas atrás, la crítica sociológica invierte los términos y simula que el dato estético es de naturaleza social, que la novela es una gran máscara encubridora bajo la cual se oculta el rostro único y verdadero: la sociedad. Parece improbable que ninguna persona de buena fe pueda negar que una obra de arte es un producto social y que aparece condicionada por la sociedad que le dio origen. Sólo que con indiscutible claridad podemos discernir la naturaleza diversa de las diversas creaciones sociales y cuando distinguimos entre dos formas de creación cultural, el sistema parlamentario, por ejemplo, y las estructuras novelísticas, tenemos en cuenta la diversidad de principios, objetivos, formas de concreción y grados de dependencia respecto de las condiciones que le dieron origen. Para la crítica sociológica, el dato social es una subespecie, una sustancia que se manifiesta en formas probablemente fugaces, accidentales, a las que el aluvión de lava de lo social borrará en su repliegue. Por mucho que se encubra el hecho con epítetos enaltecedores, para la crítica sociológica la narración existe sólo como apariencia. Al emprender la reducción de las formas novelísticas se valdrá de tres métodos fundamentales: el primero, consistente en demostrar el condicionamiento histórico social de la forma específica, vinculando estrechamente el cambio de la estructura novelística al cambio de los condicionamientos sociales. El segundo, destinado a desmontar las estructuras y concebirlas como reflejos o como formas encubridoras de los datos sociales. El tercero, más bien ingenuo y lineal, consiste en detectar y exigir contenidos sociales explícitos. Dejo de lado las minuciosas aunque sin duda útiles estadísticas del profesor Escarpit destinadas a demostrar que si los escritores franceses del siglo dieciocho acostumbraban comer langosta y usar camisas de seda natural, era porque ganaban tantos luises a la semana. Tales datos no solamente caen fuera del ámbito de la literatura sino también del de la sociología de la literatura. Si la sociología de la literatura tiene alguna función ––y es muy probable que la tenga–– esa función debe ser indagar en el contexto de las obras literarias para extraer de aquellas que los contengan datos que puedan ser de interés para la disciplina sociológica ayudándola a comprender las condiciones de la vida social en el interior de la cual esas obras fueron escritas. No hay casi narración que no incluya en su contexto elementos que puedan interesar a la sociología. La inclusividad de la novela permite que datos de orden psicológico, ético, histórico, económico, se reúnan e integren en su interior, dando la impresión superficial de una miscelánea intelectual: pero en tren de evitar toda confusión, no se repetirá nunca lo bastante que el sentido de una obra de apariencia tan intelectualista como La montaña mágica, por ejemplo, no se encuentra en los temas de saber y conocimiento que son expuestos en su transcurso, sino en la apertura de la conciencia del protagonista y el papel que juega el tiempo en ese proceso de apertura. Los núcleos poéticos de la narración no están en el saber expuesto sino en los momentos en que la conciencia del personaje se hace autoconciencia y conciencia del mundo. Sin la fluidez de los nexos estructurales, marcados por el desarrollo de la conciencia de Hans Canstorp, la variedad de los temas expuestos no constituiría más que un catálogo de conocimientos ya verificados. “Nuestras investigaciones acerca de la forma novelística en el grupo de sociología literaria de la Universidad de Bruselas nos habían conducido ya a la hipótesis de que la forma novelística es, entre todas las formas literarias, la más inmediatamente y la más directamente ligada a las estructuras económicas en el sentido estrecho del término, a las estructuras del intercambio y de la producción para el mercado.” Cito este fragmento extraído del trabajo de Lucien Goldmann Nueva novela y realidad, dedicado a estudiar novelas del Nouveau Roman y en particular las de Robbe-Grillet. Los textos de Goldmann, llenos de excelentes análisis, reinciden, sin embargo, en la concepción tradicional que la crítica sociológica tiene de la novela. Tal como ha sucedido en la tradición de la crítica literaria marxista, en el texto de Goldmann hallamos antes que nada una caracterización del fenómeno novelístico hecha desde el punto de vista de los intereses teóricos de la sociología, y considerándolo comoun fenómeno esencialmente social. Según Goldmann, la novela sería en general un producto social generado por el desarrollo de la burguesía y en especial una expresión conflictiva ––del héroe con el mundo––, que refiere más bien a los intereses de las clases medias. Los cambios internos de la sociedad burguesa, consolidación capitalista en el siglo pasado y advenimiento de la expansión imperialista en la primera década de este siglo, serían los condicionamientos específicos que han contribuido a modificar las estructuras de la narración. La impresión que da esta teoría es la de un determinismo evidente. Si recordamos las consideraciones de Engels sobre la obra de Balzac, advertiremos que su análisis deja una impresión semejante. Según Engels, la obra de Balzac sería valiosa por contribuir al conocimiento de la lucha de clases en Francia durante un período determinado. Fijando un motivo que se ha hecho clásico en el repertorio de problemas de la crítica literaria marxista, Engels dice que si bien Balzac adhería conscientemente a los grupos más reaccionarios, su honradez de novelista le permitió registrar la verdad de los conflictos sociales incluso contra sí mismo. Muy parecida es la opinión de Lenin sobre Tolstoi. A medida que la crítica sociológica se ha vuelto más compleja, a lo largo de este siglo, podemos observar que su apertura se ha limitado a un plano puramente cuantitativo: lejos de modificar sus supuestos teóricos, no ha hecho más que incorporar un mayor número de novelistas a la nómina de aquellos cuya obra ha servido para reflejar las contradicciones internas de la sociedad. La posición teórica sigue siendo la misma y se basa, más que nada, como lo muestra el análisis de Goldmann, en la convicción de que las formas artísticas están en estrecha dependencia respecto de las condiciones históricosociales. Pero si bien no puede existir sin ellos, la validez de una obra de arte no depende de esos fenómenos. Y yo diría que esa validez aumenta cuando la obra de arte es capaz de afirmar en mayor grado su independencia de ellos. Que Balzac haya reflejado las condiciones de la lucha social en Francia no es más que un accidente en su obra; también lo es el hecho de que Tolstoi muestre en sus novelas la situación del campesinado en la Rusia precapitalista. Y si Kafka y RobbeGrillet han mostrado sucesivamente las relaciones del hombre moderno sometido al proceso de reificación ––como señala Goldmann–– no debemos inferir de eso que nuestro análisis de sus obras deba detenerse ahí. Que dos hechos sean contemporáneos no significa que se determinen mutuamente. Si estudiamos la evolución de la poesía durante los dos últimos siglos, veremos con asombro que sus cambios estructurales no responden en absoluto a los determinantes que fija Goldmann para la novela. No entiendo por qué razón las condiciones históricas deben influir más estrechamente sobre la novela que sobre la poesía, a menos que el sujeto que emite semejante opinión sostenga implícitamente que la novela es una expresión exclusiva de esos condicionamientos, que no existiría sin ellos; vale decir que aplique a su consideración un riguroso determinismo. Pero la relación entre la novela y sus condicionamientos sociales no es determinista. Producto de esos condicionamientos, la narración posee sin embargo la cualidad dialéctica de negarlo y producir, con los datos triturados y rehechos del condicionamiento, un sentido nuevo. Al decir que la forma cobra mayor validez cuanto más se libera de sus condicionamientos sociales, quiero decir también que la búsqueda del artista en el interior de su lenguaje implica una toma gradual de distancia y un extrañamiento respecto de la generalidad realista, que tiene como objeto volverse reconocible y única (aunque llena de múltiples connotaciones), entre los datos de esa generalidad, como respuesta a ella. De ese extrañamiento depende su liberación: de ver los condicionamientos como irreales, o más bien como usurpando provisoriamente una cierta concepción de la realidad que el sentido inminente vendrá a instalar.
La exigencia de la crítica sociológica es por otra parte autoritaria: la concepción estrecha de la conducta social se ve claramente en la tendencia a considerar los procesos más generales de la sociedad como el contenido que debe hacerse visible en las obras narrativas. Ante la ausencia de esos contenidos el juicio sociologista se vuelve riguroso. En su opinión, el silencio del narrador se vuelve significante; ha intentado alienar la realidad social, empresa por otra parte inútil, en la que el narrador evasivo se debate sin finalidad puesto que, colándose por entre los intersticios de la forma, esa realidad comenzará a mostrarse por sí sola, como el corazón delator de Poe, en tren de denuncia y condenación. La negatividad ética de la forma por no responder al contenido social exigido es, según la crítica sociológica, ineludible. Esta actitud se funda en el desconocimiento de que ciertos datos sociales no son sociales de por sí. Es la narración lo que los transforma en hechos sociales. Aparte de que la normatividad de la crítica sociológica responde a principios muy semejantes a los del idealismo más primitivo ––recuérdense los esfuerzos de la estética clásica por identificar lo bello con lo bueno––, es de por sí negativa cuando finge ignorar que esa disponibilidad del narrador ante su material no obedece más que a la esperanza de aprehender una imagen particular cuyo contenido es difícilmente descriptible de antemano. Cuando Fefé, uno de los personajes secundarios de Entre mujeres solas, tose al pasar bajo una arcada en la calle de los prostíbulos, la elección por parte de Pavese del ínfimo gesto del personaje no se aviene con el deseo de precisar ninguno de esos condicionamientos globales que propone la crítica sociológica. Tampoco es un matiz más del detallismo realista ni un intento de promover nuestra compasión, como podría suceder con la descripción minuciosa que Tolstoi hace de la enfermedad de Iván Ilich. En la intención de Pavese, la tos de Fefé bajo la arcada en la calle de los prostíbulos es un acontecimiento que, por su misma insignificancia, por el peso de su casualidad ––si es que la palabra peso puede anexarse a esa condición–– aparece nítidamente como ahistórico y asocial; su patetismo ––una tos casual, de alguien que ni siquiera sufre del pecho–– radica justamente en su insignificancia y en su ahistoricidad. Únicamente el extrañamiento del narrador pudo percibir que la captación patética de ese hecho era capaz de dar como resultado su incorporación al orden de la historia y de la sociedad. La conciencia de su insignificancia y de su fugacidad modifica entonces nuestra conciencia del mundo. El acontecimiento no necesita ninguna explicación por parte del narrador y por otro lado no da lugar a ninguna: el efecto poético o el significado no crecerán porque se nos diga que la tos es el primer aviso de una angina de pecho, la consecuencia tardía y ya definitiva de una infancia mal alimentada. No se define tampoco como detalle realista porque no es el medio de expresar un efecto distinto de sí: que han corrido hasta allí, y que por lo tanto Fefé jadea y tose, o que sopla viento y hace frío y eso lo obliga a toser. La tos de Fefé, como acontecimiento, es un fin en sí mismo. No podemos anexarla a nada. Ha resonado por un momento en la noche turinesa, esfumándose después; nadie siquiera la ha oído ni ha reparado en ella; ni el mismo Fefé. Para reparar en ella, el narrador debió suspender sus nociones y sus preconceptos, debió desembarazarse de la red de normatividad en que lo tiene apresado su tiempo, red de entrecruzamientos morales, intelectuales, etc., y producir un salto para captar el acontecimiento en su absoluta insignificancia de modo de hacer resaltar justamente su carácter ahistórico y asocial. Sin embargo, esa captación tiene el poder de modificar la historicidad. Incorporado a ella en tanto que creación cultural, el núcleo poético consolidado por Pavese es un polo de confrontación que se opone a nuestras nociones de la sociedad y la historia y las modifica. La sociología puede, repito, hacer de la literatura una disciplina auxiliar, siempre y cuando no intente definirla por sus valores. Muchas de las facetas de la creación literaria presentan numerosos aspectos que pueden ser esclarecidos por la investigación sociológica, y sólo por ella. El aspecto social de la literatura ––y en especial de cierta subliteratura–– es un hecho innegable y los individuos que se refugian en criterios escatológicos para explicar la aparición de la obra y su creador, tratando de hacernos creer que la obra es un objeto puro, desnudo de condicionamientos, no deforman en menor grado la realidad del proceso creador que los críticos de la escuela sociológica. Leyendo con estupor los análisis hechos en nuestro país desde esa perspectiva, he podido comprobar que las mentes más lúcidas consideran los fenómenos literarios con los criterios más groseramente deterministas. La mayoría de las veces los ejemplos son entresacados de los textos literarios más insignificantes, lo cual pareciera indicar que a la primera vacilación, promovida por la complejidad de la obra, el crítico se retrotrae al nivel en que los textos no tienen más valor que el de meros documentos sociales, documentos en cuya elaboración no ha habido mediación creadora alguna. Desconocer la necesidad de aclarar los problemas de nuestra historia, económicos, políticos, sociales, sería un error capital: pero tal vez no es la literatura el campo más apropiado para investigarlos. Probar que una escritora como Silvina Bullrich es una escritora reaccionaria, es una tarea fácil para el sociólogo; para el crítico literario será una tarea inútil, porque la incidencia de su obra cae fuera de la literatura. Reducida a términos sociológicos, no quedará nada de ella. Unicamente que con Borges o con Macedonio Fernández la sociología se enfrentará con un fragmento refractario a toda reducción, una zona de sentido nuevo surgido del contexto y liberado de los condicionamientos. Joyce afirmaba con humor frío que su actividad era tan necesaria como la heráldica o la numismática. Sólo ahora podemos percibir en estas palabras la soledad total del hombre que las escribió y advertir cómo su persistencia obstinada en esa soledad se ha vuelto una persistencia en favor del hombre. Porque una novela no es una pieza de museo a la que se contempla con una mezcla de curiosidad pueril, fantasía extravagante y cierta repugnancia. El sentido de una novela, enemigo de toda pasividad, se proyecta y se expande desde el pasado hacia el porvenir ramificándose en él y produciendo cambios fundamentales en la conciencia de ciertos hombres. Somos diferentes antes y después de haber leído Wild Palms. Sacando de sí todo lo que tiene y apostándolo, con esa turbia e inquietante emoción del jugador empedernido, del vicioso asocial, el narrador debe jugar la carta del sentido inminente y confiar ciego en que ella vendrá, aun sabiendo que su existencia entera ha sido puesta sobre el paño y que las probabilidades de su perdición son muy grandes.
(1967)