La No Sufras // Pedro Yagüe

 

Fogwill decía que una novela no cuenta una historia: cuenta un modo de contar una historia. En Valeriano este modo de contar se encuentra marcado por el ritmo, por cierta constancia, por algo que él mismo –me animó a suponer– no dudaría en llamar “manija”. Algo que arrasa. El anonimato, el chamuyo, los apodos, la gilada, el descanso, la fisura, el segundeo: todo eso arma el clima-Valeriano, la atmósfera borrosa en la que fluye su escritura.

En La No Sufras (Milena Caserola, 2021), Valeriano profundiza este movimiento. El vagabundeo de sus personajes, ese andar molesto que lo deforma todo, se altera sutilmente cuando él mismo se hace presente en el relato. La No Sufras, una mujer inclasificable, una vida que abre mundos dentro del mundo abierto por Valeriano, no deja de ser una excusa para vagar, para dar vueltas, para perderse él mismo en su propia narración. Esta es una de las grandes virtudes de la novela. A su prosa breve de lobo suelto, le agrega una serie de giros que ponen sus textos en otra parte. Son pequeños movimientos que envuelven al lector en esa mezcla de ficción y ensayo, en ese híbrido que Valeriano arma al escribir.

En la filosofía a martillazos que dejó diseminada en Twitter, Carlos Busqued sentenció alguna vez que la escritura de un libro es una actividad solitaria, al alcance de prácticamente nadie, muy cercana a la locura. Busqued diferenciaba esa actividad de otra llamada “ser escritor”, tan accesible para todos, inofensiva, que consiste en decir que uno lo es y felicitarse con otros que también dicen que lo son. En La No Sufras creo detectar una locura secreta, un delirio anónimo, muy lejano al festival alegre de los saludos.

Cuando no se romantiza, cuando se pone el cuerpo sin tanta bandera, cuando la manija arrasa con todo y te toma por sorpresa, entonces, recién entonces, la escritura se vuelve de verdad. No digo real, no digo verosímil, sino de verdad. Hay una puesta en juego en lo que se escribe, un tipo de riesgo, único, incomparable, parecido al que uno asume cuando ama. En Valeriano este amor es evidente: a las vidas runflas, a los zombies, a los reventados, a la manija insaciable que le da todo eso. Me es difícil leerlo sin sentir rápidamente el convencimiento de estar mirando una verdad. Algo falso quizás, una irrealidad, una distorsión, pero una escritura de verdad.

 

 

Por eso no cae en la estetización, práctica que, dicho sea de paso, se volvió frecuente en estos tiempos. La estetización es una actividad que consiste en otorgarle una cualidad estética a algo exterior, asumirla como propia y, en ese mismo acto, arrancarle su fuerza. Se romantiza algo, se lo desproblematiza y se lo presenta como un fenómeno acabado. Esto se ve con claridad al escuchar ciertas referencias impostadas en torno a la militancia de los años setenta, a los consumos populares, a la música, al fútbol o al peronismo. Casi que no hace falta explicarlo. Es de esas cosas que, desde el momento en que se las ve, no se puede vivir sino viéndolas todo el tiempo.

Un ejemplo es el reciente intento de algunos intelectuales en rescatar lo que denominan “la agudeza lingüística de Maradona”. Más allá de las intenciones y las personas, la iniciativa condensa el modo sutil en que, en el mismo acto en que se estetiza una fuerza, se la castra. No se puede separar la vida y el habla de Maradona de la forma en que jugaba a la pelota. Diego era un repentista, un tipo capaz de hacer esas cosas, las mejores, las únicas, las que dan más placer, esas que solo se logran cuando uno deja de pensar.

Vuelvo a Maradona y al fútbol. A lo que pasa cuando juego, a lo que me gustaría que pase cuando escribo. En el momento en que la pelota rueda, deja de importarme lo que me importaba, se me pierden las palabras y me dedico a la inmediatez absoluta de los movimientos que me rodean. Me sumerjo en el partido, en una velocidad mental muy superior a la de mi conciencia. Gambetear es no pensar: es resolver en la inmediatez del instante, estar abierto a lo que la situación exige. El gol a los ingleses si lo pensás, no te sale; las frases de Maradona tampoco.

Manchar la pelota es serle infiel al juego, no a las personas. Esa es la única fidelidad que importa: la que se dirige a la experiencia, a ese placer que surge de la acción sin pensamiento pero que, al mismo tiempo, tiene más lucidez que cualquier idea que pueda pasar por la cabeza. Es algo próximo a la verdad, a la libertad, a las ganas de estar ahí. Eso mismo es lo que, supongo ahora, me atrapa y busco en Valeriano. Esa manija, ese repentismo, ese olvido.

 

*Texto publicado en Panamá Revista

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