Anarquía Coronada

La mató por piba // Diego Valeriano

De chiquita quería ser policía. Nació así. Quería hacer el bien, lo que corresponde, lo que debe ser,  lo que le enseñaron. Seguro también quiso ser maestra, estar en el ejército, y un poco se tentó cuando los primeros gendarmes llegaron al barrio. Aprendió a sentir como sienten los antitodo, a ortibarse, a ser educada con las vecinas, a sentir empatía de esa manera extraña que sienten ellos.

Sufrió como sufren todas las pibas que se hacen policías. Aprendió a callar, a perder, a mirar para otro lado. Lourdes supo que ni el fierro, ni el chaleco la mantendrían a salvo de sus compañeros y jefes. Cebó mates tardes enteras al costadito del comisario. Escuchó y vio cosas, nunca recibió nada a cambio. Las minas son leales, solía decir Fernández y así la plata se repartía entre tipos. 

La guita no alcanza para nada y menos cuando sos mamá. El sueldo se le esfuma entre las tarjetas y los préstamos. Tiene que salir a hacer adicionales, esos adicionales que hacen las minas policías. El tren, un bondi, otro tren y un último bondi. Tres horas para llegar a la guerra. Viajaría menos si fuera tipo, si fuera pillo, si en lugar de cebar mates y estar en silencio hubiera aceptado la mirada pajera de Fernández.

La crueldad siempre es manija. Llevan diez minutos sin hablarse y les quema la ansiedad de que pase algo. Cuando ven a Lourdes en la parada del bondi saben qué es lo que tienen que hacer. Como supieron qué era lo que tenían que hacer cuando se cruzaron a un gendarme dos cuadras más atrás. El chabón sin tener uniforme era gendarme. Alto, morocho, tipo. Ni uniforme, ni chaleco y el fierro guardado en el bolsito sin tiempo a nada, pero siguieron.

Lourdes es piba, chiquita, carita linda y ellos que odian a la policía, pero más odian a las minas. Un odio ancestral y cercano. Un odio a todas las pibas que los abandonaron, a las madres que ya no los lloran, a las hijas que dicen amar y extrañan solo cuando toman toda la noche y no paran de hablar. Un odio cargado de sus frustraciones y miedos. Un odio de cuando fueron minas para otros.

Cuando el Clio frenó, Pablo bajó con el fierro en la mano decidido a todo. Necesitaban guita, necesitaban otro fierro y también él necesitaba demostrar quién era. Gritó, apuntó y tiró. Supo al instante que había sido certero, supo que ahora tenían un fierro más, supo que ahora iba a ser un poco más respetado. Se acercó a ella, le agarró la 9 y se fue corriendo al auto, sabiendo que también la mató por piba.

 

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