De chiquita quería ser policía. Nació así. Quería hacer el bien, lo que corresponde, lo que debe ser, lo que le enseñaron. Seguro también quiso ser maestra, estar en el ejército, y un poco se tentó cuando los primeros gendarmes llegaron al barrio. Aprendió a sentir como sienten los antitodo, a ortibarse, a ser educada con las vecinas, a sentir empatía de esa manera extraña que sienten ellos.
Sufrió como sufren todas las pibas que se hacen policías. Aprendió a callar, a perder, a mirar para otro lado. Lourdes supo que ni el fierro, ni el chaleco la mantendrían a salvo de sus compañeros y jefes. Cebó mates tardes enteras al costadito del comisario. Escuchó y vio cosas, nunca recibió nada a cambio. Las minas son leales, solía decir Fernández y así la plata se repartía entre tipos.
La guita no alcanza para nada y menos cuando sos mamá. El sueldo se le esfuma entre las tarjetas y los préstamos. Tiene que salir a hacer adicionales, esos adicionales que hacen las minas policías. El tren, un bondi, otro tren y un último bondi. Tres horas para llegar a la guerra. Viajaría menos si fuera tipo, si fuera pillo, si en lugar de cebar mates y estar en silencio hubiera aceptado la mirada pajera de Fernández.
La crueldad siempre es manija. Llevan diez minutos sin hablarse y les quema la ansiedad de que pase algo. Cuando ven a Lourdes en la parada del bondi saben qué es lo que tienen que hacer. Como supieron qué era lo que tenían que hacer cuando se cruzaron a un gendarme dos cuadras más atrás. El chabón sin tener uniforme era gendarme. Alto, morocho, tipo. Ni uniforme, ni chaleco y el fierro guardado en el bolsito sin tiempo a nada, pero siguieron.
Lourdes es piba, chiquita, carita linda y ellos que odian a la policía, pero más odian a las minas. Un odio ancestral y cercano. Un odio a todas las pibas que los abandonaron, a las madres que ya no los lloran, a las hijas que dicen amar y extrañan solo cuando toman toda la noche y no paran de hablar. Un odio cargado de sus frustraciones y miedos. Un odio de cuando fueron minas para otros.
Cuando el Clio frenó, Pablo bajó con el fierro en la mano decidido a todo. Necesitaban guita, necesitaban otro fierro y también él necesitaba demostrar quién era. Gritó, apuntó y tiró. Supo al instante que había sido certero, supo que ahora tenían un fierro más, supo que ahora iba a ser un poco más respetado. Se acercó a ella, le agarró la 9 y se fue corriendo al auto, sabiendo que también la mató por piba.