Foto: Rodrigo Ruiz
Actualmente, la única política fina y clarividente reside en los disturbios callejeros. El resto es danza de la lluvia, cuentos de un loco contados por un borracho, pequeñeces, Veltroni.[1] Veamos el grand tour de los últimos meses. Londres endulzada por los disturbios contra el aumento de las tasas de matrícula, Atenas, Túnez, El Cairo, la «genealogía de la moral» reescrita en la Plaza del Sol de Madrid, los rostros altivos y fraternales de los setecientos detenidos por la policía en el puente de Brooklyn, el camión de los carabinieri incendiado el 15 de octubre en Roma. Este es el catálogo, podría decir un Leporello[2] finalmente no servil. Estamos ante una especie de G7 extraestatal, que mantiene a raya con cierta rudeza a ministros marginados y policías pendencieros, empeñados en violar a toda costa la «zona roja».
Utilizo a propósito un término anticuado, e incluso desacreditado, como «disturbio». Lo utilizo para distinguir claramente este tipo de conflicto de las insurrecciones proletarias del siglo XX, pero también de cualquier forma de protesta exacerbada y, sin embargo, fisiológica. No se trata de ensayos generales de una revolución encaminada a una gestión diferente de los aparatos del Estado, pero tampoco de frenéticos asaltos a los hornos.[3] Esta dimensión intermedia, constituida por explosiones concentradas en el tiempo, debe ser cuidadosamente investigada, y definida positivamente, con categorías apropiadas. Hasta que descubramos, tal vez, que la agitación no tiene nada de «intermedio», sino que es un prototipo original. Se dirá: la crisis económica segrega sus efectos, y ahora, en lugar de escrutar la «opinión de los mercados» con devoción canina, los poderosos de la tierra tienen que lidiar con la reacción impaciente de la multitud. Cierto, pero eso no es todo: en las revueltas actuales, que emanan de un río cárstico hasta ahora no detectado y que, a veces, retornan presurosas, hay algo más y algo diferente. Algo que atañe al núcleo duro de la filosofía política moderna.
Llamo disturbio a la forma de acción política que revoca el pacto de obediencia al gobernante de turno. También llamo disturbio a la declaración de un estado de excepción por parte de los oprimidos. Llamo disturbio, por último, al episodio crucial de un éxodo, al momento en el que la multitud decidida a abandonar el Egipto del trabajo asalariado se enfrenta a las tropas del faraón. Para aclarar estas tres afirmaciones, es necesario detenerse en algunos conceptos generales.
La paradoja de la obediencia
¿Por qué hay que obedecer? Esta es la única pregunta que importa a la hora de reflexionar sobre las instituciones políticas. Quienes respondieran: porque la ley lo exige, se condenarían a un regreso al infinito. De hecho, es demasiado fácil preguntar a su vez: bien, pero ¿por qué hay que obedecer a la ley que impone la obediencia? ¿Acaso en nombre de otra ley anterior o más fundamental? Pero es evidente que la pregunta inicial se aplicaría también a esta última. Así, yendo paso a paso, nunca se llega a un resultado concluyente. ¿Y entonces?
El problema que se plantea con respecto a la obediencia no tiene nada de extraordinario. La posibilidad de un regreso al infinito caracteriza la vida del Homo sapiens en todas partes. Nuestro pensamiento, nuestra praxis y nuestros afectos pueden precipitarse en cualquier momento en una interminable marcha atrás, sancionada por la fórmula «y, así, sucesivamente». Algunos ejemplos, para entendernos. Pensemos en el niño que pregunta la razón de un determinado acontecimiento y, luego, la razón de esta razón, y de nuevo la razón de la segunda y más fundamental razón, etc., dando lugar así a una vertiginosa jerarquía ascendente de «¿por qués?». Y pensemos en el desarrollo de una emoción: siento vergüenza de hacer el ridículo, pero luego siento vergüenza de sentir vergüenza y, por qué no, también ocurre que siento vergüenza de sentir vergüenza, y, así, sucesivamente. Y he aquí un caso en el que los filósofos se han roto la cabeza: intento describir mi yo; para ello, sin embargo, debo describir también el yo que está investigando el yo; idearé una segunda descripción que incluya también el yo que indaga, etc., etc. Aquí, estas espirales de espirales cada vez más amplias son una especie de estribillo, a la vez familiar e inquietante, que acompaña, y hasta cierto punto condiciona, toda experiencia. En términos muy generales, podríamos decir que nos encontramos con una regresión al infinito cuando la solución de un problema no hace más que volver a plantear el mismo problema, aunque a un nivel más abstracto.
Sin embargo, está claro que no podríamos vivir ni un solo día si estuviéramos a merced del «y, así, sucesivamente, ad infinitum». Para hablar y actuar con eficacia, tenemos que detener la marcha atrás del «¿por qué?», tenemos que mantener a raya la ilimitación que brota de nuestro propio pensamiento. Lo que realmente caracteriza la vida humana no es la regresión al infinito como tal, sino las numerosas técnicas que nos permiten truncarla o inhibirla. La interrupción de la regresión al infinito es, quizá, el modelo de lo que llamamos «decisión». Al fin y al cabo, decidir significa precisamente truncar, acortar. Contrariamente a la creencia popular, la decisión no es una prerrogativa aristocrática, sino un humilde movimiento adaptativo, sin el cual no podríamos salir adelante.
Volvamos ahora a la cuestión que nos interesa: ¿por qué obedecer? Hay que formular una respuesta que pueda truncar la regresión al infinito asociada a la búsqueda de una ley que fundamente la obediencia. La obediencia a las normas no puede basarse en una norma; la aplicación de las normas no puede justificarse por una norma. Pero aquí está el punto: hay diferentes maneras, de hecho, diametralmente opuestas, de interrumpir la regresión al infinito. Está la solución propuesta por Hobbes, es decir, por la teoría moderna de la soberanía estatal (quien quiera puede leer «Sarkozy» o «Blair» o «Mubarak» en lugar de «Hobbes»). Pero también está la solución que se vislumbra en las recientes revueltas de Londres, Túnez, Roma, Madrid y Nueva York. La alternativa está entre dos tipos contrapuestos de «basta ya», entre dos tipos incompatibles de decisión.
Para Hobbes, la obediencia a las leyes se justifica por un hecho, en sí mismo inconmensurable para cualquier orden normativo: el paso del «estado de naturaleza» al «estado civil». Con una advertencia: por «estado de naturaleza» no debe entenderse una realidad prehumana, sin lenguaje ni regulación. Nada de eso: el llamado «estado de naturaleza» se compone de deseos, intereses, costumbres y discursos que son propiamente humanos, pero que aún no tienen un estatus jurídico. Aunque existen todo tipo de normas, no hay certeza de que se apliquen de forma automática y uniforme. Veamos ahora cuál es el razonamiento de Hobbes. Salir del «estado de naturaleza» y entrar en el «estado civil» significa, en su opinión, comprometerse a obedecer antes incluso de saber lo que se ordenará: «La obligación de obediencia, en virtud de la cual las leyes civiles son válidas, precede a toda ley civil». Por tanto, no se encontrará ninguna ley particular que ordene explícitamente no rebelarse. Si la aceptación incondicional del mandato no estuviera ya presupuesta, las disposiciones legales concretas (incluida, por supuesto, la que reza «no te rebelarás») no tendrían validez. Hobbes sostiene que el vínculo original de la obediencia deriva de la «ley natural», es decir, del interés común por la autoconservación y la seguridad. Sin embargo, se apresura a añadir que la ley «natural», es decir, la superley que exige el cumplimiento de todas las órdenes del soberano, solo se convierte en ley «cuando se ha salido del estado de naturaleza, por tanto, cuando el estado ya está establecido». He aquí la paradoja de Hobbes: la obligación de obediencia es, al mismo tiempo, causa y efecto de la existencia del Estado; se sustenta en aquello de lo que es fundamento; precede y sigue al mismo tiempo a la formación del «imperio supremo».
Los disturbios callejeros del 15 de octubre en Roma, y más aún los de Madrid y Nueva York, apuntan a la obediencia preliminar y sin contenido sobre cuya base se rige la máquina estatal. Sería un disparate creer que una revuelta implica una desobediencia perpetua, una ausencia total de reglas. Incluso en las barricadas obedecemos órdenes, instrucciones y preceptos. Ni que decir tiene que no se puede prescindir de reglas más o menos vinculantes y de una cierta disciplina en su cumplimiento. Solo un terrateniente, o un artista que no tiene ni idea de lo que es el arte, puede abogar por una arbitrariedad sin límites. La partida se juega en la génesis de las reglas, en la posibilidad de transformarlas, en su aplicación variable a casos individuales. Los disturbios hacen añicos la obligación preventiva de obedecer las leyes y, de este modo, dan lugar a una forma distinta de concebir tanto las leyes como la obediencia.
Los disturbios también interrumpen el regreso al infinito inherente a la pregunta «¿por qué obedecer?». Pero la interrumpen de un modo que, repito, está en las antípodas de lo propuesto por Hobbes y sus descendientes. En las insurrecciones se siente todo el peso de la vida prejurídica, es decir, del «estado de naturaleza». Es más, las insurrecciones muestran claramente la imposibilidad de salir del «estado de naturaleza» y, por tanto, la inseparabilidad entre las condiciones reales de existencia y las normas. Cuando una norma es controvertida, es necesario volver por un momento más allá de ella, adoptando como sistema de referencia lo que Wittgenstein llamaba «el modo de comportarse de los humanos». El recurso al «modo de comportarse común a la humanidad» desactiva el regreso al infinito, pero, atención, lo desactiva instalando la vida natural, es decir, los deseos y hábitos colectivos, en el corazón mismo de las instituciones históricamente determinadas. El «modo de comportarse común a los humanos» se convierte en el criterio decisivo para determinar si, y hasta qué punto, deben obedecerse las normas hasta ahora vigentes.
El estado de excepción de los oprimidos
Es bien sabido que en tiempos de crisis el soberano puede suspender las leyes ordinarias y proclamar el estado de excepción. ¿En qué consiste? Bien mirado, el estado de excepción no es otra cosa que el procedimiento por el cual el propio poder constituido permite que el «estado de naturaleza» irrumpa en el «estado civil», por un momento, y en su propio beneficio. En esa coyuntura, toda cuestión de derecho vuelve a ser una cuestión de hecho. Dicho más sencillamente: las iniciativas concretas del soberano adquieren un valor normativo inmediato, desaparece toda distinción entre norma y decisión ocasional.
Es bien cierto que el estado de excepción proclamado por el soberano es muy temible. Y es bien cierto que es el expediente para confirmar el pacto preliminar de obediencia. Uno se pregunta, sin embargo, si el estado de excepción no contiene en su seno ciertos principios que pueden beneficiar también al funcionamiento normal, fisiológico, de las instituciones no estatales, de las que dejan de lado toda forma de soberanía. Una cuestión crucial, creo, en una fase histórica en la que el estado de excepción es instituido cada vez más por los disturbios de la multitud.
En resumen: tanto en el estado de excepción como en los disturbios, toda norma es, sí, un criterio para medir las elecciones y los comportamientos, pero, también, al mismo tiempo, algo que a su vez debe ser medido, sometido a verificación, eventualmente modificado. Las normas que hay que obedecer son siempre contingentes, como contingentes son los acontecimientos que marcan nuestra vida. Se podría decir que las normas son hechos empíricos que durante un tiempo se vuelven rígidos, convirtiéndose en los raíles sobre los que discurren las acciones, las experiencias y los deseos. Pero lo que se ha vuelto rígido, tomando forma de norma, sigue siendo un hecho empírico, ciertamente, no algo necesario o trascendente. Por lo tanto, puede volver a un estado fluido, dando paso a otros raíles-normas, que también son provisionales y reversibles. Obedecer una norma siempre va acompañado de la posibilidad de cambiarla. En la república que ya no es estatal, prefigurada por la política previsora y afinada que conforman los actuales disturbios callejeros, el tenor contingente de las normas pasa a primer plano tanto como el alcance regulador de las acciones contingentes.
Rodrigo Ruiz / @ardianrodrigoruiz
Éxodo
Decía al principio que las convulsiones contemporáneas no tienen nada que ver con las revoluciones proletarias del siglo XX. Más bien se inscriben en un patrón de transformación radical de lo existente que, a falta de un nombre mejor, denomino «éxodo». Me gustaría ahora aclarar, al menos a grandes rasgos, el significado que atribuyo a este término, que es bíblico y, sin embargo, muy actual.
Entre las muchas formas en que Marx describió la crisis del proceso de acumulación capitalista (sobreproducción, caída tendencial de la tasa de ganancia, etc.), hay una que pasa casi desapercibida: la deserción obrera de la fábrica. Marx habla de una desobediencia febril y sistemática a las leyes del mercado de trabajo en la fase inicial del capitalismo norteamericano cuando su análisis del modo de producción moderno se topa con la epopeya del Oeste. Las caravanas de colonos que se dirigen a las Grandes Llanuras y el individualismo exasperado del frontiersman aparecen en sus textos como una señal de dificultad para Monsieur le Capital. La «frontera» se incluye de lleno en la crítica de la economía política.
La pregunta de Marx es sencilla: ¿cómo ocurrió que le resultara tan difícil al modo de producción capitalista imponerse precisamente en un país que tenía la edad del capitalismo, nacido con él, sobre el que no pesaba la viscosa herencia de los modos de producción tradicionales? En Estados Unidos se daban en toda su pureza las condiciones para el desarrollo capitalista y, sin embargo, algo no funcionó. No bastaba con que el dinero, la fuerza de trabajo y la tecnología fluyeran en abundancia desde el viejo continente, no bastaba con que las «cosas» del capital se reunieran en una tierra sin nostalgia. Las «cosas» se quedaron como estaban, durante mucho tiempo no se convirtieron en una relación social. La causa de este impasse paradójico reside, según Marx, en el hábito contraído por los inmigrantes de abandonar la fábrica al poco tiempo, dirigiéndose hacia el Oeste, hacia la frontera.
La frontera, es decir, la presencia de un territorio ilimitado por poblar y colonizar ofrecía a los trabajadores estadounidenses una oportunidad verdaderamente extraordinaria de hacer reversible su condición de partida. Cuando se cita la famosa «riqueza de oportunidades» como raíz y blasón de esa nueva civilización, se suele olvidar subrayar la oportunidad decisiva, que marca una ruptura con la historia de la Europa industrial: la de huir en masa del trabajo asalariado.
La disponibilidad de tierras libres hace que el trabajo asalariado se vuelva una red de amplias mallas, un estatus temporal, un episodio limitado en el tiempo. Ya no es una identidad perenne, un destino irrevocable, una condena a cadena perpetua. La diferencia es profunda, y nos habla de hoy. La dinámica de la frontera, o el enigma americano, constituye una poderosa anticipación de los comportamientos colectivos contemporáneos. Agotadas todas las salidas espaciales, en las sociedades del capitalismo tardío retorna, sin embargo, el culto a la movilidad, la aspiración a escapar de una condición definitiva y la vocación de desertar del régimen fabril.
A diferencia de lo que ocurrió en Europa, en los albores del industrialismo americano no hubo campesinos reducidos a la pobreza que se convirtieron en obreros, sino jornaleros adultos que pasaron a ser agricultores libres. El problema del autoempleo adquiere aquí una conformación insólita, que tiene también muchas notas de actualidad. En efecto, el trabajo autónomo no es un vestigio encogido y asfixiado, sino que arraiga más allá del sometimiento asalariado (o, al menos, a su lado). Representa el futuro, lo que sigue y se opone a la fábrica. Además, en lugar de ser tachada de idiotismo e impotencia, la relación con la naturaleza adquiere los rasgos de una experiencia inteligente, precisamente porque viene después de la experiencia de la industria.
El paradigma de la deserción, que surgió por primera vez cerca de la «frontera», abre perspectivas teóricas imprevistas. Ni el concepto de «sociedad civil» elaborado por Hegel, ni el funcionamiento del mercado esbozado por Ricardo ayudan a comprender la estrategia de la fuga. Es decir, una experiencia de civilización basada en la continua evasión de los papeles establecidos, en la inclinación a trucar la baraja mientras se juega. La «frontera» se convierte en un arma crítica tanto contra Hegel como contra Ricardo, porque sitúa la crisis del desarrollo capitalista en un contexto de abundancia, mientras que el «sistema de necesidades» hegeliano y la caída ricardiana de la tasa de ganancia solo son explicativos en relación con la escasez dominante.
Hoy, el equivalente de las tierras libres que permitieron el éxodo de la fuerza de trabajo hacia Occidente, lejos del régimen fabril, está constituido por lo que llamamos «bienes comunes». O, mejor, por esos bienes comunes excepcionalmente importantes que son el pensamiento, el lenguaje, el conocimiento y la cooperación social. La «frontera» a colonizar coincide con el general intellect del que hablaba Marx, con ese «cerebro social» que comparten todos los miembros de la especie sin pertenecer a nadie en particular. La abundancia potencial del general intellect permite, hoy, la salida del Egipto del trabajo asalariado. La correlación de fuerzas entre clases también se define ahora por la evasión, en definitiva, por la existencia de vías de fuga. El nomadismo, la libertad individual, la deserción y el sentimiento de abundancia alimentan el conflicto social actual.
La cultura de la defección, es decir, del éxodo, es ajena a la tradición democrática y socialista. Esta última ha interiorizado y vuelto a proponer la idea europea de «confín» frente a la idea estadounidense de «frontera». El confín es una línea en la que detenerse, la frontera es una zona indefinida en la que avanzar. El confín es estable y fijo, la frontera móvil e incierta. Uno es un obstáculo, la otra una oportunidad. La política democrática y socialista se basa en identidades fijas y delimitaciones seguras. Su objetivo es restringir la «autonomía de lo social», haciendo exhaustivo y transparente el mecanismo de representación que vincula el trabajo al Estado. El individuo representado en el trabajo, el trabajo en el Estado: una secuencia sin fisuras, basada como está en el carácter sedentario de la vida de los individuos.
Se comprende así que el pensamiento político democrático haya fracasado frente a los movimientos juveniles y las nuevas inclinaciones del trabajo dependiente. Por decirlo en los términos de un excelente libro de Albert O. Hirschman (Exit, Voice and Loyalty, 1970),[4] la izquierda no vio que la opción exit (abandonar, si es posible, una situación desventajosa) se volviera preponderante sobre la opción voice (protestar activamente contra esa situación). Al contrario, denigró moralmente el comportamiento de «salida». La desobediencia y la huida no son, sin embargo, un gesto negativo que exima de la acción y la responsabilidad. Al contrario. Desertar significa cambiar las condiciones en las que se desarrolla el conflicto, en lugar de estar sometido a ellas. Y la construcción positiva de un escenario favorable exige más ingenio que la confrontación en condiciones predeterminadas. Un «hacer» afirmativo cualifica la defección, dándole un sabor sensual y operativo para el presente. Se entra en conflicto a partir de lo que se ha construido huyendo, para defender relaciones sociales y formas de vida nuevas, que ya se están experimentando. La antigua idea de huir para golpear mejor se combina con la certeza de que la lucha será tanto más eficaz cuanto más se tenga algo que perder más allá de las propias cadenas.
Escrito en el año 2011
(Este texto forma parte de la selección de artículos recopilados en La sustancia de lo que se espera)
[1] N. del T.: Se refiere a Walter Veltroni (1955), quien fuera Secretario General del PD, alcalde de Roma y Ministro en el gobierno de Romano Prodi, entre otros cargos. Es decir, uno de los mayores representantes de la socialdemocracia italiana de los últimos tiempos.
[2] N. del T.: Se refiere al sirviente de Don Giovanni, en la ópera homónima de Mozart.
[3]N. del T.: Se refiere al conocido como el «disturbio del pan» que Alessandro Manzoni narra en el capítulo XII de I promessi sposi [Los novios, Akal, Madrid, 2015], un clásico de la literatura italiana. Una multitud hambrienta asalta un horno de pan de Milán llamado «delle grucce», pero, para incredulidad de Renzo, el protagonista de la novela junto a su novia Lucía, los asaltantes queman lo obtenido en el saqueo en la plaza de Roma de la ciudad transalpina.
[4] N. del T.: Ed. cast., Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1977.
Fuente: Tercero Incluido Blog