(ver en este link, la respuesta de Reato a una intervención anterior de Sztulwark).
El libro de Ceferino Reato Masacre en el comedor trata sobre la violencia política en la Argentina de los años setentas, enfocada como un enfrentamiento exclusivo entre el estado terrorista -como lo conceptualizó Eduardo Luis Duhalde1– y las organizaciones guerrilleras, en particular, la organización Montoneros. Tan reducido y maniqueo punto de partida ha de completarse con la autopercepción del autor como adherente al “ala legalista” de aquel estado terrorista.
La coherencia entre fines y medios se ve refrendada por el modo en que son repuestas las consideraciones históricas y los contextos, siempre adecuados a este enfoque reductivo, que coincide -en esto no hay sorpresas- con el de los cuadros de la represión estatal. El principal fracaso del texto es metodológico: haber sustraído el episodio que se investiga -el atentado de Montoneros al edificio de Seguridad Federal- así como la acción de las organizaciones revolucionarias (y hasta el comportamiento del propio terrorismo de estado) del proceso más abarcativo en el que tales actos adquieren sentido: la lucha de clases durante aquellos años.
Pero además de fallido, el libro tiene algo de siniestro al repetir en el relato la obsesión de la Marina de Massera por capturar a vivo Walsh: Reato supone que si lograra presentar de modo convincente al escritor de Operación Masacre como artífice del atentado a la sede policial -de ahí su dedicación a José María “Pepe” Salgado- podría sino desmoronar al menos agrietar lo que llama “el paradigma oficial” narrativo sobre aquellos años (según el cual no sería aceptable criticar a los siempre buenos militantes guerrilleros). Pero esa pretensión no puede funcionar porque reposa en dos creencias igualmente inconsistentes. Cree Reato, por un lado, que al exhibir a Walsh como un jefe sanguinario, caerá por fin la máscara progresista de quienes admiramos en él a un ser idealizado y sin contradicciones, que sólo defendemos al costo de rebanar de su biografía lo concreto de su compromiso con acciones guerrilleras que han producido víctimas. Puedo entender perfectamente la necesidad de discutir a fondo el problema de la violencia revolucionaria (como se ha hecho en profundidad en este país, y sólo por citar un nombre importante nombro a León Rozitchner), pero no llego a ver cómo la sola referencia a su participación -todo lo clave que se quiera- en aquel atentado dirigido al corazón represivo de una policía torturadora en una dictadura feroz nos haría desistir de Walsh. Ni alcanzo a captar en qué se funda la convicción según la cual los lectores de Walsh no nos habríamos percatado de la importancia que él otorgaba a la investigación de los hechos y al modo en que hacía de la crítica un momento superior de la política.
Investigación y hechos, forman parte de la praxis y de la escritura de Walsh, incluso de sus textos militantes, cuestión que, por otra parte, era compartida con otros compañeros de generación como Osvaldo Bayer o Ricardo Piglia, quienes discutieron públicamente las elecciones políticas de Walsh y de parte de su generación sin por eso desentenderse de un común deseo político y personal (y elijo estos nombre, entre muchos otros, para despejar en dos palabras lo absurdo de aquella expresión reatiana de una “paradigma oficial”). Cree Reato, por el otro, que Walsh perpetró una suerte de golpe de lenguaje capaz de delinear la dirección futura de Montoneros por medio de la redacción de la Carta de un escritor a las Juntas Militares. Allí lee Reato la indicación del camino que lleva a la organización a dejar las armas y abrazar la lucha de los derechos humanos, abrazo y lucha que a su vez evolucionarían hasta derivar en el ya mencionado “paradigma oficial”, eufemismo para referirse a la conformación del gobierno kirchnerista. Es difícil tomarse en serio toda esta elucubración, central por otra parte en el epílogo de su libro, y fácil advertir, en cambio, el objetivo de esta supuesta astucia: instaurar, forzando el reduccionismo su máximo caricatural, una ecuación que afectaría a la política actual: Montoneros = Organismos de Derechos Humanos = Cristinismo, y por tanto lucha armada = lucha no violenta = lucha electoral. Este tipo de ideas (un uso sin sutileza de Carl Von Clausewicz y su prolongación de la política en la guerra) ya podían leerse en un libro anterior de Reato, Disposición final (2012), presentado como una “confesión de Videla”, en la que el general genocida se lamentaba de que fuera demasiado tarde para revertir la victoria obtenida por el enemigo -el prestigio de los organismos y los militantes de derechos humanos- en el terreno de las políticas de la verdad.
Si lo que falla en Reato es el método -cómo no recordar aquel el célebre “déficit de historicidad”-, el asunto no reviste para él mayor importancia. Y no vale la pena engañarse al respecto: Reato no busca tanto comprender, como hacer desmantelar por medio de su escritura reductiva esa misma historicidad (que concibe en línea con Videla como hegemonía de izquierda) que los asesinos hicieron desaparecer antes en los centros clandestinos de detención. De otro modo hubiera esbozado al menos una mínima reflexión para acompañar el pasaje mas ilustrativo de su libro: explicándole a un general “legalista” (Juan Antonio Buasso) la imposibilidad de una represión “por derecha”, Videla le habría dicho: “Ya nos dijo Martínez de Hoz que, si hacemos lo que hizo Chile, nos van a cortar todos los créditos”.
Pero no: ni una palabra meditativa dedica Reato para ayudarnos a comprender la relación expuesta entre el método de la desaparición y la deuda externa argentina, que la citada carta del escritor sí nos ayudó a entender en toda su dimensión política al cumplirse el primer año de la dictadura (sin haber perdido actualidad). El método de la reducción caricatural (inútil para comprender, pero supuestamente astuto políticamente para impugnar aquello que se rechaza del presente) lo lleva a Reato a confundir lo que llama errónea -o astutamente- el “paradigma oficial” (jugando quizás con la “historia oficial”, del hoy cuestionado Luis Puenzo) con el discurso kirchnerista, sin aclarar nunca que aquello que pretende refutar es menos una postura gubernamental y mas una densa narración popular (previa y mucho mas extensa que el kirchnerismo) que bajo el nombre de derechos humanos articula una línea de resistencia plural contra los avances de las derechas: esa línea de resistencia (y las políticas que inspira) es lo que se pretende desacreditar.
Y si nos detuvimos a leer y a comentar este texto es sólo porque lo percibimos inscripto en una serie mas abarcativa (una incipiente ofensiva neofascista), aislada de la cual no hubiera merecido atención alguna. La ultra derecha vive en estado de excitación y secuestro respecto de los cuerpos y los nombres de la revolución. De pronto se hacen llamar “libertarios” y se vuelven especialistas en Walsh, sólo para arrebatar sentidos por fuerza (ya no de la picana, sino de las redes sociales en tanto que apéndices de la máquina comunicacional). Sobre el final de su libro, Reato escribe que sólo los represores fueron conminados a hablar, mientras las organizaciones revolucionarias han callado. Lamentablemente lo contrario es cierto. Todo lo que sabemos de nuestra historia reciente lo debemos a narraciones militantes, de victimas y de familiares. Los vencedores en la Argentina han mantenido en silencio y aún deben muchas explicaciones.
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Algo más: la obscenidad cuantitativa respecto de la sangre y las víctimas, presente ya en el título mismo (“El atentado más sangriento de los 70”) forma parte de la estética ansiosa de la ultraderecha, apurada por encontrar de una vez una refutación impactante y definitiva. Pero el conocimiento público de los hechos del terrorismo de estado ha dado lugar en nuestro país a una narratividad doliente y colectiva que permitió a la sociedad argentina superar la teoría de los dos demonios y rechazar una y otra vez los relatos de tipo negacionistas. Al cuestionar el número de 30.000 desaparecidxs, Reato se aparta de esta narratividad. Pero no porque no sea perfectamente legítimo investigar el número exacto de desaparecidxs, sino porque pierde de vista la fina relación entre cantidad y calidad envuelta en esa cifra. Preocupado como está por la cantidad de victimas del terrorismo de estado con derecho a cobrar indemnizaciones públicas, Retato niega aquello que tan lúcidamente supo exponer hace unos pocos años en la televisión el escritor Martin Kohan: que 30.000 es un número abierto (ni demostrado ni falso, abierto) a la investigación pública sobre el funcionamiento de la máquina represiva que conserva toda su vigencia como interpelación al estado para que de una vez nos informe sobre qué ocurrió con cada detenidx-desaparecidx, y con cada niñx que aún permanece secuestradx.
1 Por “estado terrorista” entiende Eduardo Luis Duhalde un modelo particular de institución estatal que otorga “carácter permanente y oculto” a “las formas mas aberrantes de la actividad represiva ilegal”. No se trata por tanto de una presentación más del estado de excepción, sino una forma nueva (cuya estructura clandestina es casi tan importante como la pública y que acude al terror como método) que contradice “las bases fundamentales del Estado democrático burgués”. La emergencia histórica del terrorismo de estado como forma política se explica, para Duhalde, cuando el estado tradicional se muestra “incapaz de defender el orden social capitalista y contrarrestar con la eficacia necesaria la contestación social”. Ver: Eduardo Luis Duhalde, El estado terrorista argentino, Ediciones El Caballito, Buenos Aires, 1983.