La Izquierda sin Entusiasmo // Diego Sztulwark

El mundo de Kafka no es lógico sino dramático. La ley resulta incongnosible, y la escritura que se substrae a ella (que la elude o la enfrenta) sólo puede ocurrir sobre un fondo alógico. Lo único que posee una lógica es la trampa montada sobre el sujeto. De ahí la impotencia del racionalismo de izquierda. La lógica de la trampa es la de la separación, que funciona aislando la desesperación del lenguaje descriptivo. El precio a pagar por semejante alienación da lugar la paradoja que plantea el discurso de la ciencia política según el cual la insatisfacción democrática provoca una polarización hacia sus extremos, aunque extremos parezca haber solo uno: la ultra derecha. Lo demás, es lo que tarde la izquierda en soltar el argumento al que se ha aferrado según el cual solo cuenta la razón comunicacional como campo de batalla para su triunfalismo pedagógico en redes sociales. Para soltar yo mismo ese reflejo releo una cita que me aproxima Alejandro Horowicz, según la cual: “Han sucedido ya demasiadas cosas que no debían haber sucedido y lo que tenía que pasar no ha pasado (Wislawa Szymborska). Una izquierda a la defensiva ante una derecha propietaria en plena insubordinación: esto es lo desconcertante. ¿Cómo porque las cosas ocurren de este modo? Ante todo, conviene aclarar que el uso de estos nombres “izquierda” y “derecha” tienen aquí un sentido preciso, que tomo de la fórmula con la que Gilles Deleuze identificaba a la izquierda y que no podemos menos que someter a interrogación. Deleuze escribió que ser de izquierda es querer el acontecimiento, y la pregunta que nos hacemos es:  ¿qué quiere decir hoy, “querer el acontecimiento”? en medio de la tenebrosa reducción de la política al pánico a la catástrofe. El llamado progresismo político ha fracasado una vez más en su tentativa de aplazar y contener el mal. La lógica que triunfa es la lógica que calcula sobre las condiciones del capitalismo realmente existente. Lo cual no hace sino refrendarse en lo profundo del calado de la derecha en el pensamiento. Como lo había visto Walter Benjamin, se nos vuelve imposible imaginar el futuro de otro modo que como proyección histórica del presente. “Lo que viene” se nos aparece ante todo como amenaza, y la actualidad como un bien en peligro a defender. Lo que escasea es la disposición izquierdista a asumir relaciones nacientes.


Solo la literalidad nos hará valientes

En este contexto, se vuelve indispensable la lectura de La literalidad y otros ensayos sobre el arte (Editorial Cactus, 2023), de François Zourabichvili, el más deleuziano de los pensadores de la obra Gilles Deleuze: el que mejor la entiende a partir de sus irresoluciones. La literalidad es, nos dice Zourabichvili, el más potente y el menos explorado de los procedimiento deleuzianos, aquel que podría ofrecer nuevos nexos entre actualidad e imaginación y entre presente y futuro. Pero crear nuevos nexos supone siempre poner en marcha ciertos desplazamientos, ciertos cuestionamientos a la propia imagen del pensamiento como algo que solo adquiere legitimidad cuando se limita a dar cuenta de lo dado. Las claves de una nueva percepción intelectual comienzan a gestarse cuando se trabaja sobre las consecuencias de afirmar la equivalencia entre literalidad e inmanencia, esto es, una producción de sentido que no surge de cruzar un sentido propio con otro figurado (metáfora), sino de crear zonas de inmanencia a partir de aquellos signos que precisamente violentan nuestros modos habituales de percepción. Para la literalidad, no hay más ser que aquel que surge de sucesivas síntesis univocas. La inmanencia se crea -literalmente- en función de signos provocadores, que nos despiertan del sueño dogmático de lo dado. Hay una despolitización en ciernes en la idea según la cual el ser pertenece al ente: lo que fuerza a pensar no es la constatación de lo dado sino el signo heterogéneo. Es esta presencia de lo heterogéneo lo que disyunta, y lo que reúne lo diferente en su diferencia y nos advierte sobre las nuevas síntesis posibles. La literalidad refiere a una cierta capacidad asignificante de los signos según la cual es posible poner al lenguaje en conexión con las intensidades desconcertantes de la vida. Esos signos-palabras o frases-, no valen en la literalidad como representaciones, sino como operadores inadvertidos de fuerzas actuantes a conocer. La literalidad del signo no se interesa por las esencias, sino por las conexiones no obvias con las intensidades (conjunciones y disyunciones) que solo se captan y validan en la experiencia. Por lo tanto, el procedimiento deleuziano de lo literal no es sería el de la letra al lado de otra letra, sino el de la letra reunida con aquello que difiere: una transversal que liga un plano (signos) con otro (intensidades).

El más alto ejemplo de literalidad es Kafka, para quien la invención narrativa (el proceso ficcional) no tiene ningún sentido interpretable por fuera de su relación con una narrativa oblicua, de tipo intensivo, respecto de la cual funciona su querer decir. La ficción no dice por sí misma. Lo que sí dice es el juego de disyunciones y conjunciones entre afecto y lenguaje: El castillo narra el amor por Milena. Deleuze llamará “cristal” a este perpetuo desdoblamiento no metafórico del sentido entre ambos planos. Cristal no como un lente óptico de aumento, sino como relación no fija entre lo material y lo imaginario (entre actual y lo virtual). Narrar sería tocar con el relato ficcional las torciones intensivas de una vida. En palabras de Zourabichvilli: “Kafka, al escribir, se esfuerza por encontrar una salida a los bloqueos u obsesiones de su vida sentimental, y por diagnosticar las nuevas potencias del mundo”.

La interesantísima tesis de Zourabichvilli es que son las irresoluciones de Deleuze las que pueden hacer prosperar su filosofía, como las de Kafka su literatura. De allí que ambas sean irreductibles a una doctrina o a un estilo. En ambos casos, es la intranquilidad lo que triunfa sobre la representación. Son ejemplo de una relación izquierdista respecto al lenguaje. Ambos interesan en la medida en que llevan lo desconcertante mismo a la enunciación, arruinando el sistema de las pertinencias por medio de una transversal de los saberes dados. Solo esa transversal nos puede reconciliar con lo naciente.

Lo democrático político como crítica antes que como modelo

Mientras redacto esta notas, que pueden ser leída como la prolongación de largas conversaciones con Jorge Aleman, llega la nueva edición del Tratado Político de Baruj Spinoza a cargo de Juan Domingo Sánchez Estop. La introducción del editor es un protocolo de lectura de altísima precisión. Allí se expone la tesis clave, que podría ayudarnos a imaginar como el izquierdismo del lenguaje podría operar en política- según la cual Spinoza llevó a cabo la fundación de lo político-democrático como instrumento crítico radical contra lo teológico-político. El origen maquiaveliano de tal empresa, así como sus posteriores capítulos -el marxiano y el freudiano-, ayudan a comprender hasta qué punto la larga duración de este enfrentamiento (entre lo teológico y lo democrático) determina lo político moderno, incluso en nuestros días. El Tratado político (TP) le imprime a la liberación de lo político de todo principio trascendente una doble formulación según la cual la democracia, siendo forma inmediata potencial de la cooperación social (comunismo), es también un proceso interminable de institución siempre abierto sobre la base del reconocimiento de la multitud realmente existente como “horizonte ontológico de toda política efectiva”. La particularidad del spinozismo, escribe Sánchez-Estop, es que el juego entre multitud y régimen político “es todo él inmanente a la multitud”. El TP abandona toda postulación utópica sobre la democracia para pensar en términos realistas -y empíricos- de “democratización”. Ese realismo supone, sin embargo, la supervivencia de una distancia entre Estado (mando político) y democracia absoluta (supresión de la última distancia del Estado respecto de la multitud), cuya supresión el autor considera no imposible pero sí “muy difícil” en el marco del TP. Dan ganas de agregarle una frase a ese final: tal supresión, siendo rara (como todo lo excelso) en tanto que situación de llegada, resulta válida (ilimitadamente válida) en tanto orientación del movimiento real (actual).

La tradición de los oprimidos concierne a los sujetos en peligro.

Lo democrático político está ligado en Benjamin a lo que llamó el estado “real” de excepción, que se opone al “estado de excepción” (de la teología política) sobre el que se sostiene el orden jurídico. Si la excepción es, como quería Carl Schmitt, la parte realmente interesante del derecho (al punto de que al “estado de excepción” es una figura productora de orden), el “estado de excepción real” es norma en la tradición de los oprimidos y única enseñanza política útil en la lucha contra el fascismo. En el extremo, hay dos subjetividades políticas: aquellxs que están dispuestos a todo para asegurar un orden (teología política), y aquellxs otrxs cuya existencia subjetiva -y a veces objetiva- se encuentran en peligro ante el avance de los primeros. Sujeto en peligro es, para Benjamin, otro nombre para sujeto de conocimiento de la historia como un discontinuo, o sujeto abierto a un tiempo mesiánico (considerado al modo del materialismo histórico, esto es, como revolución). Por lo que el “estado real de excepción” se corresponde con un tiempo fuera de medida y con una experiencia cognitiva que busca lo nuevo así sea en un pasado jamás triunfante (tradición de los oprimidos).

 

A la pregunta de cómo avanza hoy la ultra derecha, Franco Berardi (Bifo) da una respuesta sugerente: avanza escenificando la desesperación. La ultra derecha es política escenográfica. Su contenido real pasa por su articulación con las formas de aseguramiento del poder, por la gestión de la desigualdad y por su capacidad de ofrecer redes sociales al borramiento del cuerpo practicado por el semio-capitalismo. ¿Es la desesperación, ella, de ultra-derecha? En todo caso, querer el acontecimiento -hemos dicho hasta acá- supone afrontar el estado del mundo a partir de procederes de lo literal, de deslindes entre lo democrático y lo teológico político -y también entre el “estado de excepción” sobre el que se funda el orden jurídico de la “excepción real”- y, al mismo tiempo, querer que esos deslindes no ocurran en el orden de los puros conceptos. Tal y como lo vio Zourabichvilli, la literalidad sólo opera en la experiencia. Para Spinoza la democracia es plenamente histórica. Las tesis de Benjamin corresponden a la lucha contra el fascismo. Querer el acontecimiento supone también politizar la filosofía.

En mi caso, tal referencia a la historia -tal politización- parte ineludiblemente de la Argentina. Tomo como punto partida el reciente libro del periodista (muy leído), Carlos Pagni, titulado El nudo. ¿Por qué el conurbano bonaerense modela la política argentina?. Desde una perspectiva liberal, Pagni plantea el problema del “estado de excepción” (el acto que parte de los hechos para cread derecho) del siguiente modo: la extensión territorial de la pobreza en la Argentina actual, con sus tendencias de informalización y desindustrialización de las relaciones sociales, constituye un obstáculo insalvable para un modelo consistente de desarrollo, arrastra a la política a una administración cortoplacista y populista (“conurbanización de la política”). Sobre esta base actúan, según su lectura dos grandes coaliciones en crisis: una de corte popular reunida en torno al peronismo, y otra de corte conservadora, ligada a los productores orientados al mercado mundial. El predominio político de los primeros sobre el Estado se concretaría en el cobro de retenciones a las exportaciones. La insatisfacción de estos últimos con el dominio de los primeros en la idea del pueblo como una argentina subsidiada. La política que se desprende del planteo de Pagni es de tipo contractualista: la formulación de pacto que legitime reglas de juego en torno a las cuales instituir una estatalidad inteligente con miras al desarrollo.

Es interesante acercarse a la realidad material de la situación para sacar una conclusión política relativa al argumento que intentamos presentar aquí sobre el acontecimiento. En los hechos, allí donde la crisis de 2001 habría dado lugar a una suerte de Estado Populista cuya crisis no sería otra que la de la caída de los precios de los llamados commodities sobre los que se sustentaba, la respuesta del bloque social que controla las divisas fue, durante el gobierno de Macri (2015-2019), un endeudamiento fenomenal con el Fondo Monetario Internacional, convalidado posteriormente con el aval que una mayoría de legisladores del Frente de Todos hizo durante el actual gobierno de Alberto Fernández. La importancia de dicho acuerdo, que compromete por décadas a las cuentas pública del país, es su valor político: el acuerdo, validado en el Congreso Nacional, funciona en los hechos como un marco restrictivo y programa único de estado al que deben adecuarse las fuerzas políticas vencedoras en las próximas elecciones presidenciales el 2023. Está claro que el “estado de excepción” opera materialmente y formalmente a partir de la deuda, como está claro que el “el estado de excepción real” surge como punto de vista de un sujeto que es capaz de comprender el tipo de peligro en que queda expuesto como sujeto políticamente condenado.

 

Ante este cuadro de cosas, las formulaciones puramente normativas encubren actos de fuerza que racionalizan la fragilidad de los sectores populares y disponen la democracia como una democracia de la derrota permanente. Materialmente, la deuda es productora de un consenso de tipo neoextractivo, que provee las divisas sin las cuales no hay solución al actual estrangulamiento. Pero también de un consenso negativo: el temor a un salvajismo redistributivo insatisfecho, la difusión de una frustración y un oscurecimiento del lazo social que entronca naturalmente con los más arraigados temores de las élites, ya no a los desbordes igualitaristas del pasado, sino a una agresividad colectiva e inorgánica que querrían contener por medio de un discurso armado a lo Bolsonaro. Formalmente, la deuda supone una separación forzosa entre representación política y desesperación popular sin mediaciones articuladas capaces de elaborar respuestas colectivas mínimas. El correlato del pacto democrático en las condiciones actuales es inseparable del temor de las élites que recuerdan, en palabras de Pagni, “el enorme impacto político de la convulsión (entendido como) las movilizaciones, el caos, la violencia fueron una bomba de profundidad con efectos todavía perdurables (sobre todo en) el miedo de la élite, sobre todo de la élite política; el miedo de los ‘dirigentes’ a los ‘dirigidos’”. La teoría política liberal que imagina el camino que va de la excepción al pacto depende de unas técnicas de gestión de la desesperación popular por fin domesticada y por siempre separada de su íntimo malditimo hecho de expectativas igualitaristas.

 

Cuarenta años de democracia
Mientras las fracciones tradicionales de la política buscan el modo de volver aceptable el presente, las ultraderechas han asumido la tarea de volver aceptable un futuro sin acontecimiento. Un fututo que asegure jerarquías y estructuras. Cuestionar a la casta política para asegurar un orden desestabilizado por la crisis. ¿Podemos remitirnos, en la historia reciente argentina, a un acontecimiento deseado que continue actuando a pesar de todo y que nos ilustre sobre su propia diferencia con democracia vivida como derrota? A mi modo, para encontrar ese estado de excepción verdadero hay que remontarse a la crisis de 2001, y en particular a la riqueza de una rebelión popular desde los territorios pauperizados del país que, aun siendo incapaz de provocar un forma política alternativa a la de los partidos de la derrota, fue capaz de producir una novedad decir una novedad mientras solo decía “basta”. Nunca se insistirá lo suficiente en el valor explosivo que tuvo aquel tejido en torno al encuentro entre trabajadorxs desocupadxs y las Madres de Plaza de Mayo. Aquel encuentro hizo posible sacar a la luz -luego del Terrorismo de Estado y el llamado Consenso de Washington- el papel de la sensibilidad y de los cuerpos multitudinarios en las luchas sociales. El encuentro entre las rebeldías del pasado y las del presente -tan distintas entre sí- definieron un horizonte efectivo de impugnación. La señalada carencia de madurez de formas políticas alternativas y la Masacre de la Estación Avellaneda, en la que fueron asesinados los militantes pertenecientes a organizaciones piqueteras Maximiliano Kosteky y Darío Santillán, constituyó un punto de inflexión respecto al impulso a una política desde abajo. Decir que ese acontecimiento sigue actuando supone una doble escucha. Por un lado, seguir los efectos institucionales,  necesariamente ambivalentes, que ese encuentros en trabajadores desocupados, informales o precarios y las luchas de los derechos humanos, lo cual puede hacerse rastrando las motivaciones de los aspectos progresistas del posterior gobierno de Néstor Kirchner, condicionado por aquella dolorida memoria de lo inmediato. Después de 2003 la política pidió “perdón” desde el Estado a las víctimas de la dictadura y puso en marcha un proceso al que llamó “de inclusión social”. Pero así como se puede seguir ver en el modo kirchnerista de crear orden político una estrategia de frontera (la que mejor percibió desde el sistema político el aliento en la nuca de un movimiento de impugnación), el acontecimiento a que nos referimos sigue produciendo efectos en los períodos en donde las políticas neoliberales sólo pueden ser bloqueadas por medio de la impugnación directa. Durante el ya mencionado gobierno de Marci, previo al acuerdo con el FMI, chocó de frente contra un acumulado de luchas populares que rechazó firmemente el modelo de ajuste con represión. Algunos nombres y consignas de aquellos años nos recuerdan aquel clima: Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, Ni una menos, Desendeudadas nos queremos. 2018 -el acuerdo con el FMI- fue una respuesta a la convergencia practica y no electoral de fracciones de izquierda, peronistas, feministas y de movimientos sociales tratando de frenar la catástrofe.

¿Proceso sin ruptura?

¿Qué sería una democracia no derrotada?. No sé si el lector conozca la historia de aquel muñeco triunfador, un autómata que ganaba toda las partidas de ajedrez porque debajo de la mesa que sostenía el tablero se escondía un pequeño maestro -ajedrecista imbatible- que movía los hilos al autómata. Ese pequeño ser no podía exponerse al alcance de las miradas porque se lo consideraba extremadamente desagradable. Aquel muñeco era -para Walter Benjamin- el “Materialismo histórico”, y el minúsculo y desagradable maestro ajedrecista, la Teología (a quien la modernidad no tolera). Si traigo este relato es para preguntar si nuestras Democracias son capaces ya ganar una sola partida (de hacer alguna reforma importante) una vez que se la ha extirpado todo vínculo con aquel pequeño y desagradable jugador llamado Revolución, sin relación con la cual se torna incapaz de plantearse iniciativas significativas.

Existe al respecto una tradición enormemente ilustre de la Ciencia Política que ha pensado la fuerza transformadora en la historia con el nombre de “entusiasmo”. Maquiavelo, por ejemplo, sostenía que sólo él -el entusiasmo-, sabe obrar de apoyo para los gobiernos populares, y Kant escribió, a propósito de la Revolución Francesa, que el entusiasmo es la disposición moral de la humanidad hacia la libertad. El entusiasmo era, para el ya citado John W. Cooke, el modo en el que los pueblos en lucha reconocían e identificaban los caminos viables para su acción. En carta a Perón desde La Habana, le proponía asumir la siguiente secuencia latinoamericana: la Revolución Mexicana, el Peronismo previo al ’55 y la Revolución Cubana. Tres estaciones ligadas por el entusiasmo de las masas de un mismo continente.

Despojada del entusiasmo que le comunicaba su relación -siempre compleja- con la Revolución, la Democracia carece de capacidad de plantear verdaderos problemas (que son los referidos a la igualdad). La vemos funcionar -si es que lo hace- como dominación parlamentaria del capital. Democracia sin Entusiasmo popular no es otra cosa que el consenso del poder: la gestión de la desigualdad. Su silencio habilita el histrionismo más reaccionario. La cuestión que se nos plantea, al pensar el aconteciemiento político es el de al separar Democracia de Derrota hoy, es el de la destrucción sistemática -muy obvia durante y luego de la Pandemia- de cada uno de los espacios (colectivos y solitarios, físicos y metafísicos, territoriales e institucionales, presenciales y virtuales) en los cuales hubiera sido posible reconocernos como sujetos de una transformación necesaria. Al renunciar al entusiasmo (en el sentido que en este texto le damos), se dispersa la única materia subjetiva con la cual hacer de la democracia un sistema de transformaciones en el orden de la economía y del estado. De otro modo, no seremos capaces de reaccionar ante lo que se nos vino encima.

 

Fuente Lacaneman

Fotografía: Rebeca Rodríguez Alvarez

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