Por Raúl Zibechi
Aquellas plazas trajeron estas bancas. Las 40 personas que acamparon en la plaza Sol, la noche del 15 de marzo de 2011, nunca hubieran imaginado ni la potencia del movimientos de los indignados ni que lo hacían aquella noche llegaría a ser, a la vuelta de esquina, “un momento crucial del cambio político en España, sin precedentes desde la transición”, como señala Pablo Iglesias (Publico, 25 de mayo de 2015).
La fuerza de los indignados se convirtió, en apenas cuatro años, en un vendaval electoral que desplazó a la derecha neofranquista del gobierno municipal en las grandes ciudades españolas. Entre tanto, sucedieron las “mareas”, las grandes marchas en defensa de la educación, la salud y, en general, de los principales derechos conculcados por el régimen, nombre que define el bipartidismo instaurado luego de la muerte de Francisco Franco, en noviembre de 1975, que aseguró durante cuatro décadas la gobernabilidad, la contención de la protesta social y, muy en particular, los millonarios negocios de las grandes empresas y bancos españoles.
Es evidente que el bipartidismo PSOE-PP está en crisis (pasó de representar el 80 por ciento de los votos a poco más de la mitad), pero no está muerto y puede recuperarse. En las elecciones presidenciales de noviembre sabremos si uno o los dos partidos tradicionales son capaces de revivir.
Sin embargo, hay tres espejismos que no deberían encandilar a los dirigentes de Podemos.
El primero se relaciona con la experiencia latinoamericana que varios de sus dirigentes toman como referencia. Pero en los países a que se refieren, Venezuela, Argentina, Ecuador y Bolivia, se produjeron algo más que masivos movimientos sociales: hubo levantamientos populares de tal magnitud que hicieron caer gobiernos (una decena de presidentes en esos cuatro países) y, sobre todo, desarticularon el sistema político en el que se apoyó el modelo neoliberal.
Los principales partidos que existen hoy en Bolivia, Ecuador y Venezuela no existían quince años atrás y fue la rebelión popular lo que permitió que se aprobaran constituciones que significan una ruptura con el viejo orden político. Nada de eso sucedió en España, ni en Grecia. El sacudón del domingo 24 de mayo, no tiene la menor relación con lo sucedido en América Latina, donde las elecciones fueron el modo de recomponer un mínimo de gobernabilidad cuando la rabia popular había desmigajado las instituciones.
El segundo, es que en la medida que se apague o debilite el motor de Podemos (o sea el movimiento social que lo parió y le dio sentido) la propia lógica electoral e institucional tiende a debilitarlo; en la medida que se entrampa en los vericuetos del poder que, justamente, nació para driblearlos. En este punto, debe destacarse que la legitimidad de Podemos no proviene de la habilidad o el carisma de sus dirigentes (innegable sin duda) sino del 15M y de las multitudinarias y múltiples movilizaciones.
La futura alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, por ejemplo, no sería nada sin su combate contra las hipotecas y los desahucios. Los nuevos liderazgos, llegaron a ese lugar porque la gente que los apoya rechaza el viejo estilo, o sea dirigentes sin relación con la vida y los sufrimientos de la gente común.
Pero es el tercer dilema el que suele derribar las mejores intenciones de los movimientos de cambio, el que puede limar las aristas antisistémicas del nuevo partido, como señaló Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos. Sería algo así como el dilema de Michels, autor de la célebre “ley de hierro de la oligarquía” que estableció en tres puntos básicos, que toda organización se vuelve oligárquica: porque la masificación implica burocratización, porque la búsqueda de la eficiencia atenta contra la democracia interna y porque las masas desean líderes que las conduzcan.
Ese el punto central que llevó a Monedero a abandonar la dirección de Podemos a fines de abril. “El contacto permanente con aquello que queremos superar, pues a veces hace que nos parezcamos a lo que queremos sustituir”, dijo a la vez que pidió volver a las raíces, o sea al espíritu del 15-M. En la medida que las fuerzas políticas tienen como principal objetivo “acceder al poder”, agregó, entran “en el juego electoral y empiezan a ser rehenes de lo peor del Estado, de su condición representativa”.
Pero ahora Podemos ya está en el juego, y quizá fuera inevitable tal opción. Dentro de las instituciones, allí donde los dirigentes suelen independizare del control de los dirigidos, valen las preguntas que se formulan, desde Brasil, los miembros de la Universidad Nómade: “¿Cómo invertir en el terreno vertical de las instituciones existentes y de las disputas electorales, sin dejar de lado la dimensión transversal, cooperativa y horizontal de los movimientos instituyentes? ¿Cómo inundar la caduca institucionalidad de las democracias representativas occidentales con nuevas instituciones de lo común que puedan corresponder a las formas de vida y de interacción que ya son practicadas en las ciudades” (UniNômade, 25 de mayo de 2015).
Son dilemas para los que la experiencia histórica europea no tiene respuestas, y ante los que se estrellaron –en la primera fase de la guerra civil española- las mejores intenciones de los anarquistas de Buenaventura Durruti y los marxistas revolucionarios de Andrés Nin.