La intención que nos desborda // Luchino Sívori

Lo que no se dice ni se escribe, ¿adónde va? 

Es seguro que, como dicen algunos, las palabras impactan (igual o más que las imágenes), pero no es tan certero asegurar que aquellas palabras que no fueron pronunciadas, aquellas voces que no se emitieron, hayan tenido la misma suerte. 

De allí, el registro, la inscripción: Formas vocales, airosas, gráficas, arabescas, que buscan no caer en el olvido gracias a una representación siempre diáfana y engañosa. 

Sin embargo, la verbalización, y su hermana la escritura -su forma más o menos avanzada según quien lo piense- ¿nacen allí, en ese gesto de emisión y sostenibilidad que permiten el aire de nuestras cuerdas vocales y el tipeo de nuestros dedos, o, por el contrario, su origen está más acá, antes, mucho antes, de siquiera pensarse el abrir la boca o tipear en el teclado la primera oración? 

La intención, a pesar de lo que la psicología y la filosofía analítica anglosajona hayan dicho sobre ella, es curiosa. Si se lleva a cabo, la gramática -con su sintaxis, su semántica y su larga lista de semióticas- la hace suya, al punto de poner en duda su misma existencia fuera de ella (“no hay fuera del texto”; “el lenguaje habla por nosotros”…). Si, en cambio, no se pronuncia, no sabemos qué forma tiene. 

Aún así, aún sin saber aparentemente nada sobre ella; aún desconociendo su sonido, su color, su «esencia», ¿afirmaríamos que allí termina: en lo que hemos dicho, en lo que se ha escrito? 

Quizás alejándonos todavía más de ella, seguimos buscando a las palabras. Como afirma Kenneth Goldsmith, ‘Si miramos a nuestro alrededor, lo único que vemos es gente que no para de escribir, leer y textear: vivimos inmersos en el lenguaje de un modo en que jamás nadie se había atrevido a soñar’. 

Pongamos, a modo de ejemplo simple, los carteles explicativos y las descripciones en los museos. Se entra allí esperando ver obras de arte, Historia, etc., y a pesar de que muchas de las exposiciones son en sí mismas (ya) objetos gráficos, esculturales, audiovisuales,

nuestros ojos van directos a buscar las palabras del curador que nos introduce, contextualiza -y a veces, incluso, explica- la obra, como si no bastara toda la predisposición por ir al museo, el museo, la colección escogida, la colección en sí… 

Sin esa verbalización del gesto, de la intención del artista, parecería que no alcanzara, llegándose incluso a arribar a una especie de metanarrativa del propio texto museístico. 

Parecería, pues, que buscamos las palabras, escritas y habladas, a pesar de reconocer esa sobra no dicha, ese faltante no escrito. Dudamos de que exista algo si no es mencionado, aunque se admita su imposibilidad. Gráficamente, tenemos enfrente a una fuerza, y es el comentario el que lo pone sobre su regazo. 

Esta misma escritura, valga la paradoja, es redundante. 

Quizás la muerte del autor era para salvarlo. Quizás invertir el vínculo del significante y el significado no era más que una intuición de querer moverse, desde el mismo sitio. “Pensar con las palabras, no con las ideas”, afirmaba una escritora. 

No haría falta: el llanto ya es un canto.

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