Si volvían la cabeza hacia el muro posterior, más allá de la abulia cebosa de los guardias, a veces los presos veían o creían ver que en el cielo se alzaban llamaradas, bengalas, espirales de humo y de gas pardo. No les parecían enigmáticas. Un país destartalado suele llenar el aire que lo cubre con el aparato eléctrico de las tormentas, e incluso, durante la calma engañosa, con una maroma de gemidos, injurias, vibraciones de la rabia o la escasez; la luz del mundo inflacionario genera imágenes macabras.
Los presos conocían bien, por algo estaban presos, ese montón de impotencias: la forzada abulia del vendedor ambulante, el palillo en la comisura del tornero desocupado, la indiferencia del especulador (algunos presos habían especulado a su manera), la brutalidad del enfermero cansado, el último billete, la cruda desolación de las farmacias y fruterías. Algunos habían asaltado supermercados, y no para llevarse meras latas de corned-beef. O farmacias, para el caso. Y aunque pagaban sus delitos, en realidad los pagaban con una temporada de ocio pasmosamente benévola. Pero les habían puesto el mar ante los ojos. Y del mundo ellos se habían traído, junto con el recuerdo de la sopa desabrida, inextinguibles nociones sobre la pujanza, el crecimiento, la superación personal, la victoria.